domingo, 21 de noviembre de 2010

Soberanía alimentaria

SEGURIDAD ALIMENTARIA Y MEDIO AMBIENTE
Josefa Polonio Armada
Puede parecer que conceptos como seguridad alimentaria, o soberanía alimentaria, como también se le puede llamar, y medio ambiente, son un tanto generales y que traerlos juntos es porque los dos están de moda. Comer está de moda. Una moda que en los países desarrollados seguimos tres veces al día y en otros países, o en otras clases no desarrolladas de estos países llamados ricos, desearían seguir la mayoría de sus habitantes, pero difícilmente pueden. También es una moda lo de poder contar con agua limpia y abundante, aire para respirar y no para asfixiarse y un suelo no contaminado. Y tampoco está al alcance de mucha gente, como la alta costura.
¿De qué hablamos cuando tratamos de soberanía alimentaria? Básicamente, de la posibilidad de que toda la población humana consiga alimentos suficientes, baratos, adecuados a sus costumbres y necesidades y sanos. Algo que, según los postulados de la FAO y la Cumbre Mundial sobre Alimentación que se celebró en Roma en 1996 no es ni imposible ni muy difícil. Trataremos de ver, entonces, por qué no se da. Porque lo cierto es que una de cada cinco personas en el mundo padece desnutrición crónica, y aproximadamente 850 millones padece un hambre que los lleva inexorablemente a la muerte, bien directamente de hambre, bien por diferentes enfermedades carenciales derivadas de esta situación. Los niños que se crían desnutridos tienen menos posibilidades de supervivencia, y deficiencias físicas y mentales de por vida, incluso ya de mayores alcancen la posibilidad de una alimentación con las suficientes 2.500 calorías diarias.
Paralelamente, en los países desarrollados se da una superproducción de alimentos que terminan en la hoguera para mantener precios, y un problema sanitario derivado de la ingesta excesiva de calorías –que tampoco es comer bien- que afecta a niños y adultos. En países como Estados Unidos o Inglaterra, afecta más a las capas sociales de menores ingresos económicos, lo cual no deja de ser paradójico, pero muy significativo. Estar bien alimentados es cosa de ricos. O tal vez no.
Los avances en la agricultura tecnificada posibilitarían la producción de alimentos para el doble de habitantes del planeta, y una buena red de distribución, teniendo en cuenta los avances en transporte y conservación, harían posible la llegada a todos los rincones del mundo si nos lo proponemos. Cierto. Pero ¿es necesario? Y además, ¿es sostenible? No ya para el bolsillo de los gobiernos. Las medidas arbitristas a las que somos tan aficionados los soñadores que en el mundo estamos nos dicen que bastaría con reducir el gasto militar para hacerlo posible. Los Objetivos del Milenio al completo se conseguirían con las migajas de lo invertido en reflotar el sistema financiero. Claro está, si los Objetivos del Milenio importaran lo suficiente a los gobiernos, que no es el caso. La sostenibilidad a la que me refiero es la ambiental.
Para facilitar un discurso comprensible, trataré de organizar los contenidos, según estemos hablando de países ricos o pobres. No me gustan los eufemismos, así que no hablaré de países en vías de desarrollo; ni las categorizaciones, por lo que tampoco me referiré a primeros o terceros mundos. Ni siquiera es factible hablar de economías dependientes o no dependientes, en un mundo globalizado como el que tenemos. Pero sí sigue siendo cierto lo de ricos y pobres, aunque suene duro al oído. Países ricos son los que cuentan con unos servicios mínimos de alimentos, sanidad y educación asequibles a la mayoría de la población, países pobres son los que no cuentan con ellos. Simplificando mucho, naturalmente.
Los Compromisos firmados por la Cumbre de la Alimentación de 1996 son los siguientes:
1 Garantizaremos un entorno político, social y económico propicio, destinado a crear las mejores condiciones posibles para la erradicación de la pobreza y para la paz duradera, sobre la base de una participación plena y equitativa de las mujeres y los hombres, que favorezca al máximo la consecución de una seguridad alimentaria sostenible para todos.
2 Aplicaremos políticas que tengan por objeto erradicar la pobreza y la desigualdad y mejorar el acceso físico y económico de todos en todo momento a alimentos suficientes, nutricionalmente adecuados e inocuos, y su utilización efectiva.
3 Nos esforzaremos por adoptar políticas y prácticas participativas y sostenibles de desarrollo alimentario, agrícola, pesquero, forestal y rural, en zonas de alto y bajo potencial, que sean fundamentales para asegurar un suministro de alimentos suficiente y fiable a nivel familiar, nacional, regional y mundial y que combatan las plagas, la sequía y la desertificación, considerando el carácter multifuncional de la agricultura.
4 Nos esforzaremos por asegurar que las políticas de comercio alimentario y agrícola y de comercio en general contribuyan a fomentar la seguridad alimentaria para todos a través de un sistema de comercio mundial leal y orientado al mercado.
5 Nos esforzaremos por prevenir y estar preparados para afrontar las catástrofes naturales y emergencias de origen humano, y por atender las necesidades transitorias y urgentes de alimentos de maneras que fomenten la recuperación, la rehabilitación, el desarrollo y la capacidad para satisfacer las necesidades futuras.
6 Promoveremos la asignación y utilización óptimas de las inversiones públicas y privadas para fortalecer los recursos humanos, los sistemas alimentarios, agrícolas, pesqueros y forestales sostenibles y el desarrollo rural en zonas de alto y de bajo potencial.
7 Aplicaremos, vigilaremos y daremos seguimiento a este Plan de Acción a todos los niveles en cooperación con la comunidad internacional.
Si por soberanía alimentaria, o seguridad alimentaria, entendemos la posibilidad de acceder a alimentos suficientes, nutritivos, sanos y acordes con las costumbres locales, estaremos todos de acuerdo en que en los países pobres no se da.
Las exigencias de disponibilidad llevan a que los alimentos se produzcan localmente, o bien importarse de países vecinos en las condiciones adecuadas, y además, en las cantidades necesarias.
La accesibilidad debe garantizar la posibilidad de la población de comprarlos a precios que sean pagables por todos, y que los mercados minoristas estén lo bastante próximos al lugar donde se produzca el consumo.
La utilización debe ser de manera que sirvan para alimento, no como elemento transmisor de enfermedades o como forma de engañar al organismo para que deje de sentir los efectos de la carencia, pero sin aportar los nutrientes precisos.
Las actuaciones que se infieren de estos postulados son claras. La producción local hace que se generen clases productivas campesinas autosuficientes. El cultivo de las variedades locales de los alimentos preserva la biodiversidad, que se pierde necesariamente cuando se utilizan semillas tratadas. Desde un punto de vista ecologista, no cabe duda de que la conservación de las especies tradicionales, que tal vez sean inicialmente menos productivas que las modificadas o seleccionadas, es mejor para la sostenibilidad ambiental, y, a la larga, también para los propios campesinos. Las especies autóctonas están habituadas a las plagas propias de cada zona. Se han ido adaptando genéticamente por selección natural, y resisten enfermedades y variables climáticas que otras plantas introducidas no aguantan.
Pero hay algo más importante: no generan dependencia del mercado. Las semillas autóctonas se siembran guardando parte de la cosecha del año anterior. Quizá un error muy común sea el de guardar para sembrar la semilla menos vistosa para su consumo o venta, en lugar de dejar para tal fin las mejores plantas. Todo se puede mejorar, todo se puede enseñar y no conviene mitificar la figura del campesino de pueblos originarios como una especie de buen salvaje guardián de las esencias de la buena relación con la naturaleza que los habitantes de países industrializados perdimos hace tiempo.
Volviendo a la idea inicial, soberanía es lo opuesto a dependencia, y si se preservan cultivos autóctonos estamos consiguiendo mantener la biodiversidad, a la vez que estamos posibilitando que muchas personas produzcan los alimentos que van a consumir, de acuerdo con sus usos y costumbres, y de manera muy accesible, puesto que los tienen en su propia casa o en su propio lugar de residencia.
Para el campesinado autóctono, las ventajas son evidentes. Hay inconvenientes, y no pocos. En primer lugar, la propiedad de la tierra. En muchos lugares del mundo, las buenas tierras de cultivo se han visto apartadas del uso alimentario para sembrar otros productos de uso industrial: café, cacao, caña de azúcar, algodón, tabaco, plantas tintoreras, plantas insecticidas, frutas tropicales, cereales y leguminosas para piensos o biocombustibles, cuando no directamente otras plantas menos recomendables pero no por ello menos productivas para los bolsillos de los traficantes. La adormidera y la antaño sagrada y hoy demonizada hoja de coca, por ejemplo. Una soberanía alimentaria basada en la producción para el consumo de los pequeños núcleos de población campesina pasa necesariamente por una reforma de la propiedad de la tierra y por una reorganización mundial de los objetivos económicos relacionados con la agricultura. En suma, por invertir el orden de prioridades, y dar mayor importancia a la vida de las personas que al lucro económico. Algo que, de momento, está muy lejos de los programas políticos de la inmensa mayoría de los gobiernos.
Otro inconveniente es la disponibilidad de agua para regar unas tierras que muchas veces están sedientas por el mal manejo de los bosques ancestrales. Los ecosistemas tropicales y ecuatoriales son muy exuberantes, pero a la vez muy frágiles. La deforestación masiva ha alterado el equilibrio de estaciones de lluvia y secas y ha dejado de erial tierras que hasta no hace mucho se podían cultivar. A la destrucción de la selva suele sucederle el sobrepastoreo para alimentar a un ganado que a su vez sirve de alimento a los habitantes de países ricos –se exporta, igual que la fruta, el café, el cacao y los otros cultivos- y entre los que genera otro tipo de problemas relacionados con la salud alimentaria, como son el colesterol o la obesidad, de los que hablaremos en otro momento.
Por otra parte, la alimentación en los núcleos campesinos persistentes en los países pobres es muy poco variada. A los problemas derivados de la privación de tierras y de la falta de agua se añaden las dificultades de producción de alimentos variados. En muchos casos, la propia dinámica de la población hace que se dejen de producir alimentos muy nutritivos pero que se consideran “anticuados” y se prefieran otros que, por venir de manos de ONGs y entidades de apoyo de los gobiernos, se entienden como más “modernos” y susceptibles de ser más nutritivos. Es el caso de muchos lugares de América del Sur, donde la población ha dejado de cultivar papa o tubérculos tradicionales, de los que poseen una asombrosa y riquísima variedad, para consumir fideos de una calidad ínfima y que además tienen que ir a buscar a lugares apartados, o han sustituido el maíz, base de toda una cultura, por un arroz que es de difícil cultivo, que destruye campos y arrasa organismos. No es que sea nocivo para la salud, es que es propio de otros lugares donde se da de forma más natural, sin necesidad de abonos químicos que, además de salinizar los suelos, producen dependencia económica. Las últimas tendencias en proyectos de cooperación para la recuperación de la soberanía alimentaria están dando excelentes frutos. Se está enseñando a las mujeres a cultivar hortalizas y a mantener huertos y pastizales para alimento de ganado menor. Son ellas las que se ocupan de la alimentación familiar, mientras que los hombres se ocupan de todo lo que pueda tener un cierto atisbo de negocio, por elemental que sea. Los resultados en la mejora de la salud alimentaria de niños y ancianos son inmediatos y fácilmente constatables.
Recapitulando, para que la soberanía alimentaria de los campesinos de los países pobres fuera una realidad, harían falta medidas como reforma agraria, planificación económica racional y de área, o incluso a nivel planetario, facilitar el acceso a agua limpia, política forestal también de área o de nivel planetario, conservacionista por supuesto, y mejorar técnicas de cultivo y especies que contribuyan a enriquecer la alimentación y que se introduzcan en la cadena trófica de manera no agresiva.
En resumidas cuentas, medidas políticas de carácter multilateral. La cooperación internacional al desarrollo juega aquí un papel importante, pero no siempre acertado. Si hay casos evidentes en los que lo mejor es enemigo de lo bueno, uno de ellos es la ayuda alimentaria. El infierno del hambre está empedrado de las buenas intenciones de los envíos gratuitos de comida y de repartos de alimentos. Tal vez suene a tremenda insensibilidad, cuando vemos por televisión las espantosas imágenes de personas de todas las edades reducidas a la condición de esqueletos que a duras penas tienen un hálito de vida. En este mundo, además de blanco y negro, hay un montón de grises y una amplísima gama de colores y matices. Esas imágenes, terribles y reales, y más abundantes de lo que deberíamos consentir –no las imágenes, sino la realidad que hay tras ellas- no se producen de un día para otro. Una persona no llega a semejante estado en un rato, ni siquiera en un mes.
En un mundo como el nuestro, tan globalizado, las pérdidas generales de cosechas se conocen con meses de antelación, y podría estar prevenida una ayuda que no tendría que ser de extrema urgencia. Una persona reducida a esas condiciones muy difícilmente se recupera. En primer lugar, porque su cuerpo no resiste la comida de manera inmediata. Necesita antes otros cuidados. En segundo lugar, porque no se le prestan ni esos cuidados ni otros posteriores para que la situación se resuelva. Un reparto de grano en un campo de refugiados en esas condiciones sólo sirve para producir otras imágenes que lavan la conciencia de un mundo que, en el día a día, no se preocupa, y en el que vivimos todos los aquí presentes. Ocasionalmente, para que algún famoso o miembro de alguna casa real se haga fotos que dan muy bien en portadas de prensa.
Esa ayuda no se previene porque entonces caería el precio del grano, porque afecta a los mercados. Durante años se han estado quemando toneladas de leche, mantequilla, cereales, legumbres… en la muy civilizada y caritativa Europa, que habrían servido para salvar vidas en situaciones de emergencia que no tendrían que haber sido tan extremas si se hubiera organizado bien. Es decir, si las vidas de estas personas importaran siquiera las migajas que caen de las mesas de los banqueros en crisis.
Es un despropósito, ciertamente. Pero hay otro mayor si cabe. Se produce cuando se da ayuda alimentaria a destiempo. Entonces se destruyen economías campesinas de subsistencia o de mercado local, que son especialmente frágiles. Un ejemplo que he tenido ocasión de observar personalmente en el Perú de Fujimori, y que después no han paliado siquiera los gobiernos democráticos –más o menos- que lo han sucedido. Se trata de los repartos de alimentos hechos para conseguir clientela política y camuflados de ayuda humanitaria. Instituciones como el Vaso de Leche se presentan con muy buena prensa: son desayunos ofrecidos a los alumnos de las escuelas, consistentes en leche de soja –que no se produce en el país, sino que se importa de otros lugares, con frecuencia a cambio de favores no siempre confesables- y galletas de cereales que tampoco se producen en el país.
Teóricamente, sirven para que los niños de las escuelas se alimenten mejor, pero al no ser productos comprados en el propio territorio, tienen una incidencia en las economías campesinas que ven cómo sus productos autóctonos –maíz, tubérculos, leche de vaca, huevos y otros- no se venden porque tienen otros alimentos gratuitos. Por otra parte, los hábitos alimentarios de los chavales cambian hacia productos no originarios. Otra institución similar son los comedores populares, que recibían cantidades de arroz, aceite de semillas facilitado por la ONG de la CIA, USAID, pasta y otros alimentos, y que, bajo la apariencia inmediata de una ayuda para los que no pueden conseguir alimentos de otra manera, generan dependencia en una población que sabe que habrá repartos periódicos de comida y que, por lo tanto, no compran productos autóctonos, con lo que las frágiles economías campesinas terminan hundiéndose. De esta manera se consigue lo contrario de lo que se dice pretender: la miseria aumenta. Pero en realidad, se consigue lo que se pretende: aumentar la dependencia de una población domesticada por el hambre que no se rebela contra su situación porque teme perder lo poquísimo que tiene. La animalización de las personas, reducidas a la desesperación de esperar a recibir comida y no poder ganarse la vida con su propio esfuerzo, produce réditos políticos importantes para muchos gobiernos. Evidentemente, no tienen ningún interés en adoptar medidas que favorezcan la salida de esa situación, y que van en la línea que apuntaba antes.
¿Qué sucede en los países ricos? Podría decirse que aquí sí hay soberanía alimentaria, que no hay hambre, que podemos ir al supermercado de la esquina y comprar cualquier cosa a buen precio y podemos, incluso, congelarla y mantenerla en la nevera por meses hasta que la consumamos. Vayamos por partes.
En primer lugar, no todo el mundo es rico en los países ricos. Tampoco todo el mundo es pobre en los países pobres, se puede argumentar con mucha razón. En los países ricos se da la paradoja de que es mucho más barata la comida procesada que la fresca, y que los derivados de la carne y los lácteos son más baratos que los cereales y las legumbres o la fruta, y comer en un restaurante de comida rápida es más barato que cocinar en casa. De ahí que se den casos como el de Estados Unidos, donde la obesidad y sus problemas asociados son una auténtica plaga entre las clases menos poderosas.
Si nos atenemos a la política económica de la Unión Europea, nos encontramos de frente con los cupos de producción. No todos los países producen lo que consumen. Se puede objetar que está planificada, y que lo contrario sería potenciar la autarquía, innecesaria y perjudicial en una economía de mercado como la nuestra, que además está muy racionalizada. Es cierto, y negarlo sería absurdo. La planificación es un logro, y el reparto de cupos de producción, aunque manifiestamente mejorable, es una garantía de que los productos agrarios van a tener salida al mercado a unos precios competitivos. Pero no todo es bonito en este panorama. Los sistemas de producción que buscan que no se generen grandes cantidades de excedentes suponen riesgos en caso de catástrofe de corte climático o de otro tipo.
La política agraria europea es proteccionista, e impide el comercio de productos procedentes de otros países a precios competitivos, con lo que aumenta las dificultades económicas de países pobres, en algunos casos, muy próximos, como es Marruecos.
De todas maneras, los problemas ambientales relacionados con la soberanía alimentaria en los países desarrollados son distintos a los que se dan en los países pobres. En los países ricos, la agricultura está altamente tecnificada. Los transgénicos se empiezan a implantar, como lo hicieron antes que ellos las semillas modificadas y seleccionadas. Los híbridos que producen grandes cosechas, generalmente, son estériles, por lo que la semilla preparada para siembra hay que comprarla al año siguiente y sucesivos. Las grandes beneficiadas son las multinacionales como Monsanto y otras, que se dedican a estos menesteres. Los campos europeos ya no producen sin abonos químicos, y la mano de obra antes empleada en el control de plagas se ha sustituido por herbicidas y pesticidas. Los precios son más competitivos, pero la salubridad de los productos está en entredicho, a la vez que se han contaminado acuíferos, ríos y zonas costeras. Frente a una agricultura altamente tecnificada, surge una agricultura ecológica, de consumo reducido y de altos precios, que cuenta con una clientela urbana, de alto poder adquisitivo y preocupada por su salud. El otro extremo del campesinado de los países pobres, pero con prácticas de cultivo muy similares. La diferencia fundamental es que la agricultura ecológica de países ricos está dirigida a un mercado muy especializado, mientras que la otra es de mera subsistencia o de mercados locales.
El impacto ecológico de los hábitos de consumo alimentarios en los países ricos es muy alto. Consumimos cualquier producto, sea de temporada o no. Si es de temporada, lo más habitual es que sea originario de grandes explotaciones, aunque en los pueblos se da todavía la compra en tiendas de barrio o mercados de abastos que tienen sus proveedores entre los hortelanos y agricultores de la zona. Si no es de temporada, puede proceder de cultivos bajo plástico, como los invernaderos que han hecho la fortuna de Almería y otras zonas muy pobres hasta hace poco tiempo, y ahora ricas y muy contaminadas. La cantidad de agua que se utiliza en ellos termina salinizando e inutilizando el suelo y desecando los acuíferos, que de todas maneras se ven contaminados por la no menos ingente cantidad de productos fitosanitarios, abonos y hormonas que precisan las plantas para crecer fuera de temporada y con unos estándares de aspecto que las hagan aptas para los mercados más sofisticados.
También pueden proceder de otros rincones del mundo en los que sí sea la estación adecuada. Los modernos medios de transporte, rápidos y limpios, lo permiten. Podemos consumir uvas chilenas en marzo, por ejemplo. El problema está, además del precio, que es mucho más alto y vuelve estos productos un artículo de lujo para la mayoría de la población, en el altísimo coste ambiental derivado del traslado. Cabría preguntarse hasta qué punto el capricho de comer uvas todo el año merece el impacto ambiental que produce, habida cuenta de lo que ya sabemos sobre el cambio climático y sus causas. El argumento “ya están aquí, y si no se consumen, se desperdician y el gasto ya está hecho” no deja de ser una falacia autojustificativa que utilizamos todos los que tenemos esos hábitos. Yo también, a qué negarlo.
Decía antes que en los países ricos tenemos el hábito de comprar alimentos elaborados y semielaborados más que frescos. Nuestro estilo de vida, acelerado, apartado de los ciclos vitales del campo, nos obliga en cierta forma a ello. No podemos dedicar horas a ir a comprar y a preparar comida a diario, como hacían nuestras madres. No es cuestión de que alguien se quede en casa y cocine para otro alguien, sea quien sea la persona que asuma ese rol. Es que ahora es imprescindible trabajar fuera y compartir las labores de intendencia, y las personas que viven solas también tienen unas necesidades que deben cubrir. Los modos de vida han cambiado, no son los que eran ni los habituales en países pobres, y a nuevos modos corresponden nuevos problemas, que se caracterizan por tener solución, no lo olvidemos.
Consumimos alimentos precocinados, con conservantes, colorantes y aditivos de todo tipo, que inciden en la salubridad de los mismos. No se trata de que sean perjudiciales para la salud, pero generan problemas nuevos, como alergias alimentarias que antes no existían. En su preparación se invierten cantidades de combustibles fósiles que son contaminantes. Su venta se hace, en general, en envases de materiales plásticos que son de difícil reciclado. La obligación de mantener unas fechas de caducidad saca de las estanterías productos que todavía no están en mal estado, pero que ya no son comercializables, con lo que el despilfarro de recursos en un mundo hambriento está servido.
Espero no haber dado una imagen muy catastrofista del mundo en el que nos movemos, pero no podemos utilizar la estrategia del avestruz. Vivimos en un mundo fundamentalmente injusto, en el que todos somos a la vez víctimas y responsables, en diferentes medidas, pero todos.
Quisiera terminar recordando que las grandes decisiones son colectivas, pero que los colectivos están formados por individuos. Individuos pensantes que toman decisiones. De que estemos más o menos informados, de que pensemos más o menos y seamos consecuentes en mayor o menor medida dependerá que las decisiones sean acertadas o no. Lo que hacemos en nuestra vida cotidiana repercute en el resto de la humanidad, aunque no hagamos grandes gestos.
Animaría a los presentes a lo que siempre animo a mis alumnos: a pensar con su propia cabeza, a buscar sus propias ideas y la manera de llevarlas a la práctica. A tratar de entender cómo funcionan las cosas de verdad, no cómo nos dicen que funcionan, para poder tomar las riendas de nuestra propia vida. No tenemos más planeta que éste, ni más compañeros de viaje que los que nos rodean, y, como todos dependemos de todos, mientras más hagamos por nuestra seguridad, mejor viviremos.

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