¿TIENE FUTURO EL ESTADO DEL BIENESTAR?( EL DEBATE ETICO-POLITICO)
Antonio García Santesmases
Esta pregunta puede parecer sorprendente en un país como España en el que la agenda política está polarizada en torno a los temas de la nación, de ahí que el debate predominante verse acerca de si España es una nación, si el Estado español es un Estado plurinacional que alberga distintas naciones en su seno, o si la nación española se define como una nación compleja y plural que abarca en su interior distintas naciones hasta constituir una nación de naciones.
Este ha sido el caso en las últimas elecciones generales donde el debate acerca del nuevo Estatuto de Cataluña y del denominado proceso de paz ha marcado la campaña electoral. Han pasado los meses y todo parece haber cambiado; más allá de los sentimientos identitariros, vuelven las viejas preguntas: ¿Es capaz el Estado de asegurar la lealtad de los ciudadanos?; ¿a quién debe conceder el derecho de ciudadanía?; ¿cabe una integración social sin derechos y sin bienestar? El lector conoce la enorme cantidad de artículos periodísticos y de ensayos filosóficos que hablan de la necesidad de acabar con el modelo social europeo por entender que un modelo basado en la intervención del Estado, en la reglamentación de las relaciones laborales, en un sindicalismo fuerte y en unos derechos laborales consolidados no puede resistir la prueba de la competitividad económica, de la deslocalización de las empresas y de la innovación tecnológica. En la última campaña electoral a la presidencia de la república francesa se ha vuelto a hablar de la necesidad de recuperar el mérito, el esfuerzo, el amor al trabajo y de enterrar definitivamente el espíritu del 68. El entierro de aquella revuelta antiautoritaria va unido a un canto a favor de los valores de la familia, de la religión cristiana y de una identidad nacional renacida.
I) EL ORIGEN DEL ESTADO DEL BIENESTAR.
No se puede entender la aparición del Estado del bienestar sin tener en cuenta lo ocurrido durante los años veinte y treinta del pasado siglo XX.
Ante la amenaza de la revolución comunista las fuerzas conservadoras europeas optaron en unos casos por permitir, y en otros por alentar, procesos de permitieron la interrupción de las instituciones liberales, el desmantelamiento de la democracia representativa y la supresión de los partidos políticos. Se trataba de acabar con los derechos de reunión, de asociación, de participación política y con la libertad de conciencia, de pensamiento y de expresión. Se trataba de eliminar las elecciones libres y competitivas entre los partidos y de acabar con la autonomía de los sindicatos.
Todo este proceso se realizó de una forma violenta con la idea de enaltecer valores que- para los teóricos del fascismo- estaban por encima del pluralismo político, del pluralismo social e ideológico y del pluralismo territorial.
En el caso de España la derrota de la república democrática posibilitó la consolidación de una dictadura que duró de 1.939 a 1.975. Durante todos esos años no estuvieron permitidos los partidos políticos ni los sindicatos libres ni hubo elecciones ni tuvimos parlamento. Tampoco existía un Estado de derecho.
La gran diferencia con los países europeos occidentales es que ellos sí recuperaron las instituciones democráticas a partir del final de la segunda guerra mundial. En ese momento se produce la gran transformación del Estado. No sólo porque se consolidan los derechos de la primera generación: la libertad de pensamiento, de reunión, de asociación, las elecciones libres y la separación de poderes, la libertad de conciencia y el pluralismo político…sino porque unido a esta vuelta del mejor liberalismo se produce el gran pacto histórico que da lugar al llamado Estado del bienestar.
Este modelo de Estado sólo es posible porque cuenta con el respaldo de distintas fuerzas políticas: del pensamiento social cristiano, del socialismo democrático, del liberalismo progresista y del comunismo antifascista. Todos ellos consideran que no es posible volver al viejo Estado liberal. No cabe pensar en un Estado que no intervenga en la vida económica, que no regule las relaciones laborales, que no facilite el acuerdo entre los sindicatos y los empresarios y que no asegure los derechos económico-sociales a los trabajadores. Los trabajadores no son llamados únicamente a votar sino que tienen asegurado el derecho a la educación, a la sanidad, a la cobertura de desempleo y a la redistribución de la riqueza.
En una situación de pleno empleo, con acceso al consumo de masas, con una fiscalidad creciente y unos servicios públicos garantizados, los trabajadores acceden a la condición de ciudadanos y perciben una mejora del nivel de vida. Sus padres han vivido dos guerras mundiales y ellos se van instalando en un mundo en paz en el que el consenso ideológico preside la vida pública.
Convendría decir que este modelo se legitima por varias razones. En primer lugar la división del mundo en bloques militares hace que en Europa occidental el modelo social tiene que competir con la atracción que provoca el modelo soviético en sectores importantes de los trabajadores europeos. La forma que encuentra el capitalismo de integrar a los trabajadores europeos es mostrar la superioridad de un capitalismo humanizado frente a las consecuencias imprevisibles de los procesos revolucionarios. La existencia de fuertes partidos comunistas en Italia y en Francia facilita conceder derechos sociales para evitar el crecimiento de la afiliación y el voto de estos partidos. En segundo lugar el recuerdo de la guerra mundial está muy presente. Estamos ante una cultura política que tiene muy presente la crisis de los años treinta y la desagregación social, la perdida de elementos de cohesión, la división radical. El tercer elemento remite al consenso que se produce en torno a la política económica. En la práctica todas las fuerzas políticas son keynesianas. El liberalismo económico es extraordinariamente minoritario en aquellos momentos.
Estos tres elementos van a provocar un cambio en el mundo político-ideológico. Se acepta como un elemento del consenso compartido el antifascismo. Nadie reivindica en Alemania, en Italia, en Francia, los principios del fascismo o del nazismo. Bien es cierto que se prefiere no escarbar en el pasado, mirar hacia el porvenir, fiarlo todo a los efectos benéficos del crecimiento económico; la desideologización y la tecnocracia están en su apogeo. No se pide a las fuerzas políticas que doten de sentido a la existencia. Se predica la política de la gestión y se avala como deseable el papel del consumidor satisfecho.
Los partidos políticos se convierten en grandes maquinas electorales que tratan de encontrar apoyos en todos los sectores del espectro social. Ya no estamos ante el choque entre grandes cosmovisiones ideológicas que conforman dos mundos enfrentados por razón de la religión o de la clase social. No cabe duda que ambas dimensiones cuentan a la hora de articular formaciones democristianas (inspiradas en el humanismo religioso) o socialistas (vertebradas a partir del sindicalismo de clase) pero frente al choque existencial se buscan fórmulas de transacción, de negociación que permitan alcanzar acuerdos corporativos entre la patronal y los sindicatos, auspiciada por los gobiernos.
Este modelo se realiza fundamentalmente durante los años que Hobbsbawn ha denominado de la época dorada y que duran hasta que se produzca la crisis económica de 1.973 y se comience a producir un ataque neoliberal al Estado del bienestar y una proliferación de movimientos sociales que cuestionan los límites de la política institucional. Son los años en los que se producirá la caída de las dictaduras en Portugal, en Grecia y en España.
II) UN DOBLE ATAQUE AL ESTADO SOCIAL.
El keynesianismo que todos asumían comienza a ser puestos en cuestión por liberales que habían sido muy minoritarios durante los años cincuenta y sesenta. Nos referimos a pensadores como Hayek y como Von Mises que no aceptaban que estábamos asistiendo al fin de las ideologías que predicaban los teóricos de la ciencia política como S.M.Lipset o D.Bell. Para ellos el Estado del bienestar conducía de una manera suave pero peligrosa a fórmulas de servidumbre y había que reivindicar el papel del mercado frente al Estado, de la iniciativa privada frente a la empresa pública y de la patronal frente al sindicato.
Comienza toda la retórica favorable a la privatización, a la desregulación, a la flexibilidad, a la temporalidad, a la desinstitucionalización. La habilidad del liberalismo económico estriba en conectar estas proclamas con una sensibilidad cultural que comienza a florecer en la sociedad europea y en la sociedad norteamericana a partir de 1.968. En esta fecha se produce la invasión de los tanques soviéticos en Checoslovaquia y el final de la experiencia de la primavera de Praga. La crisis moral de los países del Este se va agudizando.
Los países occidentales sufren igualmente una sacudida cultural que hace que afloren nuevos elementos de alienación. Se ha ido produciendo una integración de la clase trabajadora pero un malestar difuso recorre las sociedades europeas. Un malestar recogido por los estudiantes del mayo francés que hablan de devolver la imaginación al poder, de revolucionar la vida cotidiana, de buscar formas de autogestión de las instituciones, de romper con formulas de vida estereotipadas. Estamos ante una crítica a los valores de la autoridad, de la familia, de la escuela, de la patria, de la religión. Una crítica que apuesta por acabar con fórmulas estereotipadas de diferenciar lo normal de lo patológico; con la distancia abismal entre profesores y alumnos y con formulas de familia tradicional.
La antipsiquiatria, la desescolarización, la revolución de la vida cotidiana, y las nuevas formas de expresión religiosa, están debajo de este modelo de Nueva Izquierda, de contestación cultural, que recogió muchas energías utópicas y que impresionó muy vivamente hasta el final de su vida a filósofos españoles como Jose Luis Aranguren.
Esta fuerte reivindicación libertaria va a provocar una reacción de temor por parte de los sectores conservadores que llega hasta nuestros días cuando se habla de enterrar definitivamente el espíritu del 68. Lo que parece indiscutible es que esa doble crítica al Estado social implica igualmente una crítica al proceso de desideologización que se había dado tras la segunda guerra mundial. Asistimos a partir de entonces a un proceso de reideologización que va atravesando distintos momentos históricos (caída de los países del este; crisis internacional a comienzo del siglo veintiuno) que llega hasta el momento actual.
El papel del Estado aparece modulado según el lugar que ocupa ante los dos grandes retos ideológicos que van apareciendo. En el primer caso estamos ante un Estado mínimo en lo económico y máximo en lo moral; en el segundo ante un Estado interventor en el campo económico y permisivo en el campo moral.
III) EL ESTADO MINIMO (ECONOMIA) y MAXIMO(MORAL)
El papel del Estado cambia a partir de la irrupción del neoliberalismo económico. El Estado cambia en dos dimensiones fundamentales: por un lado en la constitución de mayorías electorales; por otro en las funciones que debe cumplir.
La llegada al poder de M. Thatcher, de R. Reagan y de K.Woytila va a marcar el inicio de una nueva época. No estamos ante un pensamiento liberal-conservador que decide pactar, acordar, negociar, con los representantes de los trabajadores y extender los derechos económico-sociales.
Cuando M Thatcher llega al gobierno la sociedad británica ha vivido la crisis de los años setenta. Ha vivido igualmente la rebelión de los sindicatos ante la pérdida de poder adquisitivo de los salarios y ante el cierre de las empresas. La Primer ministra británica decide acometer una batalla social y moral que “ponga en su sitio” a los sindicatos y que permita alcanzar mayorías electorales favorables al capitalismo popular. Poco a poco va imponiendo sus tesis: hemos llegado demasiado lejos; el Estado no puede sufragar un gasto público desbordado; hay que devolver los recursos económicos a los particulares para que ellos compensen privadamente las desventajas de lo público.
Estas propuestas se basan en un análisis de la sociedad británica que divide a la misma en tres sectores. En la cima de la sociedad tenemos a los detentadores del poder económico, del poder mediático y a las grandes elites del poder político, del poder legislativo y del poder judicial. Es un mundo en el que se mezclan los grandes negocios y los compromisos políticos de altura, las grandes fundaciones culturales y las celebridades literarias y artísticas. En el suelo y en el subsuelo de la sociedad nos encontramos con los trabajadores en paro, con los excluidos, con aquellos que han sido expulsados del mercado laboral y con los que no han logrado penetrar en el mismo. Forman este tercer tercio muchas personas que han accedido a las grandes ciudades provenientes de otros países y que sufren una degradación en las condiciones laborales y una gran dificultad para integrarse en una nueva cultura.
En medio de estos dos sectores se encuentra la clase trabajadora con empleo fijo, los profesionales de los servicios públicos (sanidad, educación), los representantes de los sindicatos, las nuevas clases medias y la antigua pequeña burguesía.
Este sector recibe un mensaje doble: en ocasiones se le anima a realizar un pacto con el primer tercio y abandonar a su suerte al tercer tercio. Se le incita a participar en los beneficios del modelo, rebajando la carga fiscal y engrosando las filas del llamado Capitalismo popular. Este modelo que Thatcher importa a Gran Bretaña había sido descrito por J.K. Galbraith en Estados Unidos cuando hablaba de “La Cultura de la Satisfacción”. Esta cultura la forman los que consideran que el lugar que ocupan dentro de la sociedad corresponde a los méritos que han acreditado en la competencia por acceder a puestos de responsabilidad en el mundo económico o en el mundo político. Son los que acostumbran a participar en los procesos electorales y los que piensan que los grandes problemas sociales (sea las consecuencias del cambio climático o el deterioro de los servicios de salud) pueden esperar. Siempre es preferible dejar que el tiempo actúe y vaya arreglando las cosas que incrementar el poder del Estado mediante un aumento de la presión fiscal y un incremento del gasto público.
La diferencia entre la sociedad británica y la sociedad norteamericana es que en la primera el porcentaje de participación electoral era mucho más elevado que en la segunda. Los trabajadores estaban acostumbrados a votar y habían logrado que el orgullo de la nación se centrara, entre otros elementos, en su servicio nacional de salud. Años de thatcherismo fueron acabando con aquella cultura y con la capacidad de resistencia de los sindicatos. Todo esto se puede ver en el cine británico que refleja muy bien el esfuerzo de los trabajadores por mantener sus puestos de trabajo. Pienso en películas como “Remando al viento” o “Billy Elliot”.
No podemos, sin embargo, considerar que el proyecto thatcheriano fue un proyecto que afectara únicamente a la política interior británica. Su planteamiento conectó con lo que se ha denominado la revolución conservadora. R.Reagan también coincidía en que el Estado no era la solución, en que el Estado era problema. Pero coincidía igualmente en que ese Estado que no debía intervenir en la vida económica, para regular las condiciones laborales o para garantizar los derechos económico sociales, ese Estado tenía una misión importante en el campo de los valores y en la relación entre la legislación y la moral.
El discurso neoliberal pide al Estado que no rompa con las leyes naturales del mercado. El discurso neoconservador le exige que intervenga y que ponga coto al relativismo moral, a la cultura de la permisividad, al deterioro de los valores tradicionales. En este punto van a encontrar un aliado decisivo en la propuesta de K. Woytila.
Thatcher es elegida tras el invierno del descontento de 1.978 y comienza su andadura a partir de 1.979. Es la misma fecha en que comienza el pontificado de Juan Pablo II. Poco antes de que acceda a la presidencia Ronald Reagan. Para el nuevo pontífice existe una conexión entre el socialismo de los países del este y la herencia de la ilustración. El socialismo se funda en un error antropológico. El esfuerzo del socialismo por profundizar en el legado ilustrado, por subrayar el antropocentrismo, por constituir un mundo sin Dios ha llevado a la degradación moral a los países gobernados por el comunismo. Pensaron en heredar la religión y es la religión la que ha vencido al totalitarismo.
A partir de este momento todo lo ocurrido en los años ochenta y especialmente la disolución del pacto de Varsovia es interpretado por unos como la victoria del liberalismo económico, por otros como la confirmación de la supremacía norteamericana y por el Vaticano como el momento propicio para asestar un golpe a las pretensiones ilustradas al equiparar el totalitarismo de los países del este con el socialismo democrático y el ateismo de estado con el republicanismo laico.
Las consecuencias para definir las funciones del Estado son claras. El Estado ya no tiene que auspiciar la negociación, el pacto, el acuerdo ente las partes ni avalar la redistribución de la riqueza. Esas funciones benefactoras traen más perjuicios que beneficios ya que provocan la servidumbre de las poblaciones, la pasividad y la incapacidad de salir adelante. En el campo educativo es donde se ve más claro que esta cultura que amplia los derechos de todos a la educación conduce a la degradación de las condiciones escolares y a la perdida de una cultura del esfuerzo. Son las consecuencias del igualitarismo democrático.
Ese Estado prudente en lo económico, llamado a ser sobrio y a limitar su campo de acción debe, sin embargo, velar por mantener los principios morales que responden a la auténtica naturaleza humana. Los parlamentos no pueden legislar sobre determinadas cuestiones que afectan a la vida humana desde su inicio hasta su fin. Esta vida no depende de la voluntad del ser humano sino que está en manos del ser supremo que es el que determina el bien y el mal, la verdad, la belleza y la justicia.
No aceptar este fundamento para la moral es caer en el relativismo, en la permisividad, en un pensamiento débil, que acaba por provocar una disolución de la propia democracia. Este planteamiento llega hasta nuestros días con las proclamas de Ratzinger contrarias a lo que denomina “la dictadura del relativismo” y favorable a preservar un núcleo prepolítico que no puede estar en manos de los legisladores y debe quedar al margen de la voluntad soberana de los parlamentos.
El enemigo a batir para esta concepción liberal-conservadora es doble: por un lado el Estado social y por otro el Estado laico. En el campo internacional una nueva definición del mundo preside el horizonte de nuestro tiempo. Ya no estamos insertos en un choque entre bloques militares sino que nos encontramos ante la emergencia de un choque entre civilizaciones. La democracia liberal occidental se ve amenazada por el islamismo radical y ello afecta tanto a la identidad del Estado como a la relación entre Estado y derecho.
En una situación de “guerra contra el terrorismo” los políticos responsables no pueden combatir el mal con un Estado sujeto al Derecho. No se puede pensar que se respeten los derechos de los individuos cuando está en peligro la supervivencia de la nación y los valores de la civilización. Se puede y se debe permitir al Estado actuar contra los terroristas- reales o imaginarios- con toda contundencia sin respetar los principios de presunción de inocencia, de asistencia letrada, de limitación del período de prisión sin juicio, de respeto a la propia identidad corporal.
Derechos que parecían consolidados van desapareciendo en esta nueva versión de la Razón de Estado que acaba con el Estado de derecho. La imagen de Guantánamo vale más que todas las disquisiciones teóricas. El derecho como corrector del Estado retrocede. El Estado como amortiguador de los efectos del mercado va perdiendo muchas de sus funciones. La laicidad como condición de la democracia va siendo puesta en cuestión por la vuelta del fundamentalismo.
Frente a esta hegemonía liberal-conservadora se ha producido una respuesta por parte de los defensores del Estado social, del Estado laico y de la identidad europea que a continuación vamos a analizar.
IV) LA SUPERVIVENCIA DEL ESTADO SOCIAL Y LA APUESTA POR EL ESTADO LAICO.
Tiene que quedar claro que en hablamos de modelos; no nos referimos a una realidad política inmediata en la que en algunas ocasiones se produce una reproducción casi perfecta del modelo que hemos descrito y en otras se producen algunas contradicciones que no convienes minusvalorar. El modelo anterior corresponde a la práctica de los partidos europeos liberal-conservadores y del partido republicano estadounidense pero ello no impide que en muchas ocasiones esas mismas formaciones políticas, para evitar males mayores, prefieran llegar a acuerdos con los sindicatos antes que provocar conflictos sociales difíciles de atajar; y no implica tampoco que los defensores del modelo del Estado social no se encuentren en determinados momentos inmersos en conflictos con los propios sindicatos que lleven a la ruptura de relaciones, inclusive a huelgas generales como las que vivimos en España a final de los años ochenta y principio de los noventa del pasado siglo.
Los defensores del Estado social sostienen, al menos teóricamente, que el gran pacto histórico entre capital y trabajo que se produjo después de la segunda guerra mundial es una conquista de la que no se puede prescindir. Para ellos este acuerdo supera las deficiencias de un Estado liberal, abstencionista en lo económico, que no garantizaba los derechos de los trabajadores y que reducía la ciudadanía a los denominados derechos de primera generación (derecho a la libertad de expresión, a la libertad de pensamiento, a la libertad de conciencia, a la libertad de religión, a la libertad de cátedra). No se trataba de llamar únicamente a participar en la vida política sino de asegurar que en la vida laboral hubiera unos derechos reconocidos que permitieran proyectar la propia existencia, los planes de vida, desde la seguridad de un Estado que protegía ante el infortunio y que garantizaba prestaciones en el campo de la sanidad, de las pensiones y de la educación.
Quizás es en el campo de la educación donde aparecen más claras las diferencias entre los distintos modelos de Estado. Cabe un Estado confesional que considere que la tarea educativa es esencial para extender la religión oficial del Estado. Este tipo de Estado considera que tanto la escuela pública como la escuela privada han de estar sometidas a los dictados de la religión verdadera. El Estado es el brazo ejecutor de la verdadera religión.
Cabe igualmente un Estado que considere que la educación es un instrumento esencial para lograr la cohesión social y la vertebración de la nación. Es el Estado el que logra superar los particularismos religiosos, étnicos y culturales, para afianzar un sentimiento de pertenencia y un sentido fuerte de ciudadanía. Estamos ante el Estado republicano laico que trata de dejar atrás el poder de las Iglesias y fortalecer el sentimiento nacional. Este Estado laico no llega a arraigar sin contar con un aparato educativo conectado con el mercado laboral, y con la sociedad civil. Dicho de otra manera no es creíble que la promesa igualitaria de la escuela pueda vertebrar la nación si el mercado laboral contradice radicalmente lo que la escuela propone. Ya puede ésta hablar de igualdad, de libertad y de fraternidad, que si lo que espera fuera de las aulas es la exclusión social, la precariedad laboral y la incertidumbre vital, la escuela no podrá cumplir la misión que tiene encomendada y sus promesas saltarán por los aires.
Para lograr la legitimidad del Estado social son necesarias dos condiciones de difícil cumplimiento. En primer lugar unas mayorías electorales dispuestas a apostar por el igualitarismo y la universalización de los servicios públicos. En este punto juegan un papel muy importante los sentimientos morales de los electorales. En el fondo se pide al segundo tercio que tenga una política de solidaridad universalista con el tercer tercio, que considere que una sanidad y una educación para todos son valores por los que merece la pena pelear y que deben primar a la hora de votar.
Esta apuesta solidaria, universalista, es cada vez más difícil es sociedades donde impera por un lado el individualismo consumista y por el otro están presas del miedo y de la inseguridad. El mensaje a las clases medias de que ellas sí pueden gozar de las grandes ventajas de la globalización, del cosmopolitismo y de la sociedad del ocio juega un papel decisivo en las campañas electorales. Por otro lado muchas de estas clases medias comienzan a pensar que sus hijos van a vivir peor que ellos y que les espera un futuro incierto. Si a ello unimos que -en algunos casos- forman parte de los profesionales de los servicios públicos en el campo de la educación y de la sanidad nos encontramos con que son profesiones expuestas a los mayores riesgos de frustración, de angustia, de malestar, de quedar quemados ante la avalancha de pacientes o de estudiantes que les reprochan todos los males que acumulan sociedades cada vez más desiguales.
No es fácil extender la escolaridad obligatoria y dar una sanidad para todos sin mejorar los recursos, sin extender el número de profesionales, sin adecuar las instalaciones. Nada de esto se puede hacer sin aumentar los recursos. Y estos recursos no se pueden aumentar sin mantener una presión fiscal alta y sin asegurar una economía competitiva.
Y aquí entramos en el segundo gran problema. Problema que los teóricos del Estado social llevan advirtiendo desde hace años y que se va cumpliendo inexorablemente. No es posible mantener el modelo social europeo sin una economía competitiva. No es factible mantener una economía competitiva cuando se produce una internacionalización de la vida económica donde es posible producir en otras partes del mundo sin tener que negociar con los sindicatos ni respetar las condiciones laborales y sin preocuparse del medio ambiente.
Europa va perdiendo competitividad y lo hace en un contexto donde sigue apareciendo como la isla de bienestar que sobresale rodeada por un mar de miseria. Todo esto ha provocado que cuando las sociedades europeas miraban complacientemente la posibilidad de pasar de los derechos de la segunda generación a los derechos de tercera generación se ha producido un retroceso. Cuando se imaginaba que era el momento de combinar el crecimiento económico con el desarrollo sostenible y de profundizar en los derechos de los trabajadores de cara a articular una democracia económica y de lograr reducir el tiempo de trabajo… se ha producido una incorporación de trabajadores inmigrantes de distintos países que han cambiado la faz de nuestras ciudades y la cultura de nuestras sociedades. Ello afecta enormemente al Estado. En primer lugar porque tiene que decidir si los nuevos trabajadores son miembros de la nación con los mismos derechos que los autóctonos; en segundo lugar si establece un filtro que permita controlar el flujo de los inmigrantes; y en tercero qué política establece para lograr la integración de los trabajadores inmigrantes. Todo ello afecta a las leyes que promulga el Estado para hacerse cargo de la nueva situación y de la identidad nacional del Estado receptor.
Por ello se comienza a hablar de integrar al otro y de asumir una nueva realidad multicultural, se defiende preservar unos valores que todos pueden compartir ya que no se basan en la etnia ni en la religión sino que se fundan en la aceptación de las reglas del juego democrático, en los procedimientos deliberativos, en el llamado patriotismo constitucional.
El problema para terminar es plantearnos hasta donde debe llegar el Estado a la hora de difundir valores morales. No cabe pensar en que el Estado democrático pueda legitimarse sin acudir a unos valores que dan sentido a los textos constitucionales y a las leyes del ordenamiento jurídico. Estos valores fundan en última instancia la comunidad política y son preservados como un legado que debe ser difundido a las nuevas generaciones. En el caso español esos valores constitucionales no remiten a un relato común que de sentido a la vida política. Creo que esto tiene mucho que ver con el hecho de que nuestro país no pudo participar del triunfo de la democracia liberal tras la segunda guerra mundial; estuvo ausente del contexto en el que se produjo la elaboración de las constituciones democráticas. Los valores del antifascismo, el repudio del nazismo, la necesidad de fundar la adhesión a la nación en el recuerdo crítico de las aberraciones del pasado han sido muy centrales en la cultura política francesa, en la italiana y en la alemana. No se ha hecho sin problemas porque siempre ha habido una tensión entre los que no querían olvidar Auschwitz y los que pensaban que no era oportuno seguir recordando un pasado execrable cuando un pueblo había sido capaz de conseguir un crecimiento económico exitoso.
El hecho es que la cultura de la memoria cada vez es más relevante. En las sociedades democráticas europeas el debate lleva años presente, y en la sociedad española donde el proceso de transición política se hizo echando al olvido los agravios, los crímenes y las injusticias del pasado dictatorial, el debate no ha hecho sino comenzar. Es evidente que las élites que desarrollaron el proceso de transición lo hicieron con un conocimiento de la historia pasada y con una lectura de los errores que era imprescindible evitar para conseguir consolidar la democracia. Pero el precio fue el olvido de las victimas del franquismo que han tardado años, hasta que ha llegado la generación de los nietos, en reivindicar la dignidad de sus muertos. No hay Estado que se pueda fundar democráticamente sin afrontar este problema.
La memoria remite al reconocimiento. Reconocimiento a las víctimas del pasado y respeto a su memoria pero reconocimiento también de la complejidad de sociedades que tienen en su seno distintas identidades nacionales y que han sido receptoras en la última década de nuevas minorías culturales fruto de la inmigración. Un Estado que quiera alcanzar legitimidad necesita conjugar la unidad con la diversidad, la cohesión con la pluralidad, el pluralismo con los vínculos que permiten asegurar la pervivencia como comunidad. Chocamos aquí con otro de los grandes problemas del Estado actual. ¿Cómo fomentar en sociedades individualistas, consumistas, atomizadas, sentimientos de pertenencia y vínculos morales que permitan superar la fragmentación?
Personalmente soy partidario de un republicanismo laico que de un papel beligerante al Estado a la hora de articular a la nación a través de un sistema educativo público. No es éste, sin embargo, el modelo vigente en España donde hemos optado por un Estado aconfesional sin atrevernos a dar el paso a un Estado laico y donde hemos articulado un sistema educativo donde el Estado juega un papel subsidiario es decir, que llega allí donde falla la iniciativa privada. El Estado subsidiario suple las carencias de la enseñanza privada y lanza su red para hacerse cargo de los desahuciados. En la Escuela pública del Estado republicano el Estado es decisivo para articular la ciudadanía. Abstenerse en este campo es dejar vía abierta al individualismo atomizador y al comunitarismo petrificado.
Un Estado capaz de legislar autónomamente a pesar de la presión de las confesiones religiosas fundamentalistas; un Estado dispuesto a hacerse cargo de la memoria democrática y dispuesto a implicarse activamente en el proceso educativo no podrá hacer esta tarea de integrar a la ciudadanía sin garantizar los derechos económico-sociales que son la gran conquista civilizatoria del siglo veinte.
Muchas denominaciones ha recibido el siglo veinte al ser caracterizado como el siglo de los extremos, como el siglo del totalitarismo, como el siglo americano, pero si volvemos la vista atrás los mejores años del siglo, los que permitieron hablar de una época dorada fueron aquellos años en que las guerras habían quedado atrás y los trabajadores comenzaron a sentir que ellos también eran ciudadanos. Preservar esa conquista es apostar por un Estado que intervenga en la vida económica, que regule el mercado laboral, que asegure la protección social, que extienda los servicios sanitarios y educativos y que lo haga teniendo en cuenta la voz de los usuarios, las demandas de aquellos que no son clientes de un servicio privado, sino miembros de una comunidad política.
Es aquí donde se juega la legitimidad del Estado. Una legitimidad que remite al problema de si este Estado social puede sobrevivir en la jungla de la globalización o irá perdiendo su perfil en un mundo donde la laicidad y la ciudadanía, el bienestar y la justicia, son anomalías reservadas a una pequeña parte del planeta. ¿Puede subsistir la isla europea en este mar de miseria?
La prueba más clara de las dudas que suscita el futuro del Estado social viene de los interminables debates sobre la construcción europea. Los intentos fallidos de implicar a la ciudadanía en el proceso de construcción europeo tienen muchos motivos pero uno de ellos es el miedo a perder conquistas sociales tras el proceso de ampliación. El refugio en las fronteras nacionales nace del miedo a perder funciones del Estado social que no han sido garantizados por el proceso de construcción europea. El Estado-nación aparece aquí como el último refugio ante el proceso de globalización cayendo en ocasiones en el llamado chauvinismo del bienestar. Para evitar ese chauvinismo es imprescindible articular una globalización alternativa pero ese ya es otro tema del que otro día hablaremos. Muchas gracias a los compañeros del colectivo Prometeo por su invitación. Es el momento de iniciar el debate.
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