Desde que Hans Tietmeyer, presidente del Bundesbank entre 1993 y 1999, dijera que los políticos debían acatar los dictados de los mercados, la realidad no ha hecho otra cosa que avalar la capacidad premonitoria de esta aseveración.
Los mercados y quienes los encarnan, el Poder, marcan las directrices que los gobiernos acatan porque también participan de esa filosofía que significa, entre otras cosas, el fin del sistema democrático.
Si el gobierno de turno tuviera la independencia de criterio y la convicción profunda de que el servicio a su pueblo es la única justificación de su existencia, hubiera puesto en marcha mecanismos constitucionales para afrontar con éxito la precariedad que ya constituye el nervio de la vida ciudadana. Hubiera bastado que, en función del artículo 128 de la Constitución, la riqueza del país se subordinase a los intereses generales.
Una riqueza que no la constituyen únicamente los bienes raíces, sino también los recursos monetarios existentes en la economía sumergida, el fraude fiscal y los paraísos fiscales. Y puestos a señalar preceptos constitucionales que avalarían y respaldarían una política hecha en beneficio exclusivo de la mayoría de la población, recordemos el redactado del nuevo artículo 35.4 de la Constitución tras la reforma de la misma en el 2011: Los límites del déficit estructural y de volumen de la deuda pública solo podrán superarse en caso de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado.
¿Cuánto tiempo llevamos en recesión? Guste o no guste, cualquier autoproclamada alternativa a la situación presente no tendrá posibilidades de cuajar mientras no se cuestionen los fundamentos sobre los que el Poder marca las directrices: el euro y el Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Las recientes recomendaciones de Bruselas acerca de la necesidad de seguir aún más por la senda de las reformas contra los residuos del Estado de Bienestar excusan de mayor argumentación.
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