ilustración: Juan Genovés
Manolo Monereo *
( fuente: Cuarto Poder.es)
Para las compañeras y los compañeros del CEPS
Siempre
es bueno saber dónde se está en cada momento, cuál es la fase política
real que se vive y ser capaces de distinguir lo episódico de lo
fundamental, las voces de los ecos, que decía el poeta. Tiene esto que
ver con un fenómeno que en momentos como el presente es mortal de
necesidad, nos referimos a hacer política a base de titulares de prensa y
situar los mayores o menores desajustes internos de las fuerzas
políticas en el centro de las preocupaciones, olvidando que, a pesar de
la aparente normalidad, esta etapa se caracteriza por una lucha
especialmente dura y hasta encarnizada, entre las fuerzas empeñadas en
la consolidación del nuevo régimen monárquico y aquellos que defendemos
la ruptura democrático-republicana. Olvidar esto es perderse y no
tenemos todo el tiempo del mundo para dar vueltas sobre nosotros mismos:
hay que hacer política y a lo grande. No queda otra.
Los nostálgicos de la Constitución del 78, cada vez menos, es verdad,
plantean este asunto de modo diferente: estamos en un paréntesis
doloroso, muy doloroso, pero transitorio; volveremos pronto al pasado, a
los pactos, a la negociación colectiva, a los derechos sociales, al
crecimiento económico y a la paz social. Esta es la penúltima quimera
(siempre caben más) de los que se niegan a afrontar la realidad y sacar
consecuencias políticas y estratégicas adecuadas. No, el pasado no
volverá. La disyuntiva aparece cada día más clara: o un nuevo régimen
monárquico, en acelerada construcción, basado en una democracia
“limitada”, “oligárquica” y crecientemente “autoritaria”, o un proceso
constituyente que defina un nuevo proyecto de país fundado en una
democratización sustancial del poder económico, político y
mediático-cultural.
Cabe una variante —vengo insistiendo en ello desde hace tiempo— el transformismo,
es decir, usar la fuerza de los que quieren cambios reales para
consolidar nuevas formas de dominio que lejos de ”democratizar la
democracia” consoliden y hagan más fuertes poderes económicos y
mediáticos y su control sobre la clase política. La clave está, en
muchos sentidos, en el gobierno de Rajoy y,
secundariamente, en su partido. El poder del Estado es siempre decisivo y
en épocas de transición mucho más: coordina, centraliza y ordena los
diversos poderes (incluido los no gubernamentales) y los convierten en
decisión política.
El gobierno del Estado (del bloque del poder, sobre todo) tiene que
tomar opciones nada fáciles, la primera el papel del PSOE en la sociedad
española. Sin una ayuda potente de los poderes fácticos, el Partido
Socialista no levantará el vuelo. La operación primarias no
parece haber servido para dar una señal inequívoca de recuperación y
todo apunta que los problemas de su decadencia político-electoral siguen
estando muy presentes y sin una salida visible. El tema de fondo es
simple: el papel del partido de Felipe González ha sido
históricamente hacer imposible una alternativa de izquierdas,
asegurando la leal alternancia de los partidos dinásticos. El avance de
Podemos y la consolidación de IU lo hacen innecesario para esa función y
lo obligan a definirse en un nuevo campo político, donde las opciones
son todas muy complicadas y con resultados inciertos. El PP, al final,
puede dejarlo caer.
Otro asunto de calado es la llamada “cuestión catalana”. La presión
de los poderes está siendo muy fuerte, intentando una salida que ayude a
la consolidación del nuevo régimen en construcción y que, sobre todo,
no contribuya a acumular fuerzas del lado de los que impulsan la ruptura
y el proceso constituyente. Al final, el asunto tiende a alinearse del
siguiente modo: reforma constitucional o proceso constituyente, es
decir, es lo sustancial, evitar el protagonismo del sujeto popular, de
las mayorías sociales en el cambio político. Rajoy sigue teniendo el
“botón nuclear”: convocar elecciones generales anticipadas con la
secesión catalana en el centro, generando así un nuevo alineamiento
político e impulsando una salida mucho más a la derecha de la crisis del
régimen.
Ahora bien, el catalizador, el acelerador de los cambios sigue siendo
el avance electoral de las fuerzas rupturistas, es decir, Izquierda
Unida y Podemos. No tener esto en cuenta, situarlo en un segundo plano o
jugar a política palaciega es caer en las trampas de los poderes
realmente existentes. Dividir a las fuerzas del cambio, cooptarlas,
desviarlas del objetivo siempre ha sido la política de los que mandan.
Parecería que ahora se está ensayando un “pacto bajo mesa” cuyo
contenido sería algo así como “todos contra Podemos”, intentando impedir
la necesaria unidad, la alianza, no hay que olvidarlo, que reclaman los
hombres y mujeres de izquierda, la ciudadanía, que quiere poner fin a
tanto sufrimiento social, al paro y a la pobreza, a los desahucios, y
hacerlo viable, no es poca cosa, con la movilización y la lucha social.
La esperanza de que el cambio es posible, de que está en nuestras
manos y que depende de nosotras y nosotros, es una fuerza social, un
imaginario tan poderoso, que va más allá de IU o de Podemos. El acento
hay que ponerlo en este aspecto: la hegemonía se construirá en torno a
la capacidad de unir a las fuerzas por la transformación y traducirlas
en una propuesta político-electoral solvente, mientras, el “partido
orgánico” (Gramsci) sigue creciendo y acumulando
voluntades, hasta el punto que se puede estar pasando de la simple
adición a la multiplicación de fuerzas y consensos, que sitúen la
cuestión de la alternativa en el horizonte de lo posible. No entender
esto es desconectar de la gente y convertirse en prescindible social y
electoralmente.
La unidad no es fácil, nunca lo ha sido, tampoco en el interior de
las fuerzas políticas, de esto sabemos mucho en IU. Podemos es una
fuerza en construcción, que aspira a ser algo más que un excelente
aparato político electoral. Hay una tendencia de fondo a su favor y, lo
que es más importante, está cambiando el campo político en su conjunto,
obligando a los actores a definirse frente a ella y a cambiar la agenda
política. Su convergencia con IU es un reto nada fácil y la lógica de la
diferenciación pesa y pesará mucho. La pregunta de fondo es pertinente:
¿puede aspirar Podemos al gobierno del país sin IU o contra IU?
Ciertamente, esta pregunta debe de responderla también IU y hacerlo
sin ambigüedades. En principio, la respuesta no resulta difícil: desde
hace varios años, especialmente desde su última Asamblea, hace año y
medio, IU adelantó temas y propuestas que posteriormente Podemos
recogería y las convertiría en discurso propio. IU no tiene que cambiar
de política, ni adaptarse sin más a los nuevos tiempos: llegamos
autónomamente y desde nuestro proyecto a una propuesta estratégica que
no por casualidad se resumía en la en algo tan inequívoco como la
Rebelión Democrática, ni más ni menos.
¿Dónde ha estado el problema? En que no hemos sido plenamente
coherentes con nuestra política, que no confiamos suficientemente en lo
que aprobábamos en nuestros órganos de dirección y que al final se
impuso el seguimiento de unas encuestas que nos eran aparentemente, solo
aparentemente, favorables y la atención preferente se centró en los
previsibles gobiernos futuros con el PSOE. Lo que se impuso por los
hechos y por las decisiones que se iban tomando era algo así como: menos
procesos constituyentes, menos república, menos rebelión democrática y
más programa concreto y electoralmente viable. El proyecto, se troceó,
no construimos un discurso adecuado y dejamos de estar en la vanguardia.
Se fue a amarrar el resultado y no a ganar.
La unidad es lucha y conflicto, no la paz celestial. Depende de la
correlación de fuerzas y de la inteligencia política de aquellos que
aspiran a construir un bloque político y social alternativo. El objetivo
es claro: impulsar el proceso constituyente y plantearse en serio y
hasta el final la conquista del gobierno y la transformación del poder.
Este es el problema real y señala con precisión los desafíos y dilemas
de la estrategia unitaria.
Convertir un problema de esta dimensión y hondura, como se hace
ahora, en una cuestión identitaria centrada en las siglas, es desviarse
de la cuestión central e iniciar el camino a ninguna parte. Lo
fundamental, hay que insistir, es definir bien la fase y apostar por ser
alternativa y no mera alternancia, es decir, plantearse en serio el
problema del poder. La unidad no es sumarse a otras fuerzas u ocupar
espacios más o menos compartidos electoralmente, es algo muy diferente y
mucho más radical: construir desde abajo y a la izquierda, como ha
señalado muchas veces Julio Anguita, un contrapoder
social con voluntad de ser mayoría, una fuerza (contra-) hegemónica que
no tenga miedo a ganar y que se tome en serio construir un nuevo
proyecto de país. Esta ha sido la propuesta histórica de IU, la
plataforma moral e ideal que hemos defendido hasta el presente y que
recientemente hemos reafirmado en el Consejo Federal de IU. Lo demás, es
secundario y nos sitúa fuera de la política real.
Es el momento de sumar y no de sumarse. No hay espacios políticos
permanentes ni posiciones ganadas para siempre. Los espacios se crean y
se definen en la lucha social, se potencian con la organización y se
articulan desde un discurso que trabaja en y desde los imaginarios
sociales y que cambian el “sentido común” de las clases subalternas. Ser
poder es convertirse en fuerza social organizada y en esperanza
colectiva; es saber traducir las demandas de las gentes en mayoría
electoral y es, sobre todo, plantearse en serio el gobierno de la cosa
pública. Todo ello requiere una dirección política a la altura de los
tiempos: jefes, sí, jefes y cuadros, como nos enseñó Lenin
y nos tradujo como nadie Antonio Gramsci. Esto es IU, sobre todo IU, no
únicamente, pero sí la que generó y genera confianza, militancia y
voluntad, la Izquierda Unida de Julio Anguita.
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