Nuestro amigo Alberto Garzón y nuestro queridísmo compañero del FCSM ( y excelente candidato a la presidencia de la Junta de Castilla y León) José Sarrión nos regalan esta extraordinaria reflexión que aparece en las páginas de eldiario.es
Alberto Garzón Espinosa
/
José Sarrión Andaluz
- Candidato de IU a la presidencia del Gobierno
/ Candidato de IU-Equo Convergencia por Castilla y León a la
presidencia de la Junta
Si preguntamos por la calle a los viandantes si
están de acuerdo con la expresión "los políticos son unos mentirosos",
es probable que obtengamos una generalizada respuesta afirmativa. Mucho
más, si cabe, en estos tiempos en los que las cloacas del sistema han
emergido a la superficie y los casos destapados de corrupción se suceden
sin parar. Al fin y al cabo, se puede mentir para ganar votos o se
puede mentir para enriquecerse, sea con dinero público o con dinero
privado en forma de sobornos y favores. No obstante, todo ello opera en
el mismo ámbito: el de la falsedad o en el de la no-verdad. La pregunta
es, ¿estamos condenados a una política de la mentira?
En un texto de 1988, titulado La política como ética de lo colectivo,
Francisco Fernández Buey (Palencia, 1943-Barcelona , 2012) dedica unas
líneas a la defensa que durante toda su vida realizó Antonio Gramsci
acerca del papel de la verdad en política, para quien decir la verdad
era consustancial a la política auténtica. Esta política de la verdad se
enfrenta a la vulgar identificación de la política con la mentira, el
engaño y la doblez.
Sin embargo, se hace necesario analizar las causas de
tal vulgar identificación, que por lo general está bastante extendida.
Fernández Buey observaba cómo la tendencia conservadora a desvalorizar
la política desde un supuesto moralismo, se veía reforzada en la
actualidad por la existencia de una capa de políticos profesionales (eso
que mediáticamente se ha llamado la "clase política") que hace política
sin convicciones éticas o directamente actuando de mala fe, haciendo de
las actuaciones y decisiones públicas un asunto de interés privado. Ahí
anidaría la corrupción. Y también, añadimos nosotros, anidaría ahí una
concepción mercantilista de la política en la que lo político queda
reducido a una competición entre partidos-mercancías para la obtención
de votos-mercancía. En ninguno de los casos, es decir, ni en la
corrupción económica ni en el mercadeo de votos, es necesario decir la
verdad. Más bien al contrario, decir la verdad puede convertirse en un
claro obstáculo.
Una de las consecuencias de la
generalización de una Política de la mentira es que se termina
impulsando en la ciudadanía, y especialmente entre los de abajo, una
actitud nítidamente antipolítica. Es fácil de ver. Ante tanta mentira se
extiende la sensación de que todos son iguales y se empuja a la gente
hacia refugios que se encuentran fuera de la política. Así pues, la
lucha contra la antipolítica sólo puede llevarse a cabo exitosamente
ennobleciendo la política con la verdad y huyendo de la politiquería.
Decir la verdad es tanto como huir de la ignorancia. Y ello pertenece a
una larga tradición política que se remonta, como mínimo, a la
antigüedad griega. Buscar las causas de los fenómenos sociales y tratar
de explicarlas al resto es una tarea esencialmente pedagógica. Y nada
fácil, por cierto. Puesto que nada impide que las mayorías sociales de
cada momento histórico no puedan o quieran soportar la verdad y traten
por ello de matarte por decirla. La alegoría de la caverna puede ser
interpretada como una metáfora del final de Sócrates, que murió
asesinado democráticamente, si bien basta con pensar en las reacciones
de la mayoría social en la actualidad ante fenómenos como los
linchamientos, la pena de muerte o el cambio climático.
De forma nada sorprendente el comportamiento de la masa, el pueblo o la
mayoría social ha sido siempre comparado metafóricamente con fenómenos
naturales incontrolables. Ríos crecidos, olas del mar, bestias salvajes,
tornados, tormentas… Pierre-Joseph Proudhon dijo cierta vez que "el
pueblo habló como un borracho" tras participar en una votación. Y lo
dijo cuando tras la conquista del sufragio universal masculino por parte
del movimiento obrero, con todo lo que costó, el pueblo decidió votar a
Napoleón III y enterrar así esa conquista.
Pero es
esa tradición, la de decir la verdad, la que renace con la Ilustración y
la que prosigue con el movimiento socialista. ¿No es acaso el propósito
de la Ilustración, como señala Kant, sacar a la población de su estado
de minoría de edad a través del sapere aude! (¡ten el valor de pensar
por ti mismo!)? ¿No fue Marx quién habla de emancipación también
refiriéndose al estado de alienación de la clase trabajadora y al
desvelamiento de las ideologías, y quien denominó "científico" al
socialismo que propugnaba? ¿No fue acaso Gramsci quien invitó a una
Reforma Moral e Intelectual como práctica revolucionaria?
Precisamente Fernández Buey apoyó toda su reflexión en su vasto
conocimiento de la obra del pensador italiano Antonio Gramsci. No en
vano, Gramsci siempre fue un defensor radical de la verdad en política, y
además con independencia de las consecuencias que pudiera conllevar.
Decir la verdad es siempre revolucionario, decía. Es más, consideraba
que la verdad es consustancial a la política auténtica y la táctica de
toda política revolucionaria.
La tentación populista
El problema es que decir la verdad puede ser incluso peligroso. Y desde
luego, decir la verdad bajo el capitalismo puede implicar ganarse unos
cuantos enemigos muy poderosos. Enemigos que pueden bombardear tu
legitimidad, tu estrategia o directamente tu casa. De ahí que, de vez en
cuando, surjan tentaciones populistas que aspiran a encontrar atajos.
La estrategia populista, rigurosamente perfilada por Ernesto Laclau,
parte de la negación de la existencia de clases sociales. Y en eso
discrepa profundamente de las posiciones marxistas y socialistas, y
otras tradiciones emancipatorias y sociológicas, que atienden, ante
todo, a las condiciones materiales de vida de los individuos. La
estrategia populista no opera así, pues lo que hace es encadenar
demandas insatisfechas de la gente a través de un discurso construido
sobre la oposición entre un nosotros y un ellos y la mediación de un
hiperliderazgo. Y para conformar un nosotros suficientemente amplio,
requiere el vaciado de los significantes –las palabras– a fin de que no
digan tanto como para expulsar del colectivo a determinados individuos.
Dicho coloquialmente: cuanto menos diga uno, menos oposición tendrá. Ahí
ya hay, de facto, una falta a la verdad.
El lugar
discursivo donde más fácil es encontrar una mayoría social ganadora es
claramente el llamado sentido común. Así que la estrategia populista
busca referenciarse siempre en ese sentido común a fin de que la mayoría
social se vea en el espejo y, en consecuencia, también en los
portavoces políticos que dicen defenderlo. El problema que emerge
entonces es doble.
En primer lugar, el sentido común
puede defender propuestas contrarias a los principios y valores de la
izquierda y, desde luego, es anormal que defienda posiciones rupturistas
o emancipadoras. El sentido común no deja de ser el reflejo cultural de
un determinado statu quo o, en términos gramscianos, la ideología de la
clase dominante. Al decir de Russell, el sentido común puede ser el
menos común de los sentidos. Es verdad que en épocas de regresión
social, el sentido común puede ser parcialmente progresista –de
resistencia–, si bien eso sólo desplaza el problema y no lo hace
desaparecer. Además, la tesis populista establece que el sujeto que
encarna el hiperliderazgo es quien cabalga el sentido común y quien
puede ir modificándolo. Pero se ignora que, en tanto el populismo es
ideológicamente neutral, líderes de derechas pueden hacer descabalgar al
líder de izquierdas y dirigir ellos mismos el proceso.
En segundo lugar, el sentido común es tan generalizado y tan
aparentemente neutral que el adversario también puede usarlo para
referenciarse en él. Ello conlleva una tendencia y una paradoja. La
tendencia es que al final todos los partidos compiten por ser los
verdaderos representantes del sentido común y cada vez es más difícil
distinguir sus propuestas entre sí. Es como si quedaran atrapados por la
presencia de una fuerza centrípeta. ¿No defienden todos los partidos,
incluso los que mienten, la sanidad pública, las pensiones públicas y la
creación de empleo? La paradoja es que una vez en esa situación la
única estrategia posible de la fuerza populista de oposición es desvelar
la realidad, es decir, salir del populismo. Entrando de ese modo en
contradicción consigo misma. Tiene ello mucho que ver con las palabras
de Gramsci, cuando advertía que "la mentira y la falsificación sólo
producen castillos en el aire que otras mentiras y otras falsificaciones
harán decaer".
La construcción de un pueblo
En cierta medida, la estrategia populista es una no-respuesta. Cuenta
Zizek que es algo así como un viejo chiste en el que un tipo está
buscando las llaves bajo la luz de una farola. Alguien que pasa por allí
le pregunta dónde las ha perdido. En la oscuridad, le dice. Entonces,
¿por qué la buscas bajo la luz de la farola?, pregunta extrañado el
viandante. Porque aquí se ve mejor, responde con contundencia.
El problema real que enfrenta la izquierda es que tenemos que saber
encontrar las formas de movilización política que, criticando al sistema
económico y político y a sus formas institucionalizadas, evitemos la
tentación populista y lo hagamos precisamente diciendo la verdad. Ese es
el reto que tenemos que asumir. Es decir, manteniendo nuestra tradición
de la Política de la verdad.
Para ello tenemos que
pensar que la construcción de un pueblo, es decir, la conformación de un
sujeto político de la emancipación, es una tarea vinculada a la praxis y
no únicamente al ámbito discursivo. Es decir, la construcción se
consigue partiendo de las condiciones materiales de los individuos y de
la estructura de clases en una sociedad. Y aquí es donde tenemos que
decir que ninguno de los partidos de izquierdas ha estado a la altura en
los últimos años. Y no lo han estado en tanto han priorizado el
comportamiento como maquinaria electoral antes que el de una
organización política de emancipación.
Sólo elevando
las sensaciones y sentimientos de rabia, frustración e indignación
–consecuencia de la dinámica del sistema económico y de sus crisis–
hacia un compromiso político y social podrá lograrse conformar un pueblo
con capacidad para transformar la sociedad. Estamos ante el viejo
problema leninista de la organización. Pero ese aprendizaje, esa
formación, no se realiza con independencia de las condiciones materiales
de vida y de las experiencias vitales. Más al contrario, los partidos y
organizaciones de izquierdas tienen que estar imbricadas en los centros
de trabajo, en el territorio y en los barrios a fin de que operen como
un verdadero "intelectual orgánico" gramsciano. Un buen ejemplo reciente
de este comportamiento ha sido, claramente, el de las Plataformas de
Afectados por las Hipotecas. Ha sido la organización que mejor ha sabido
insertarse en el conflicto social y además desvelar las causas y
protagonistas de las injusticias percibidas por la gente de forma
intuitiva o primaria. Las nuevas expresiones de conflictividad sindical
como el de Coca-Cola o el de las/los técnicos de Movistar, entre otros,
también pueden darnos pistas muy relevantes.
En
ausencia de una concepción de lo político como algo que supera el ámbito
electoral, la izquierda se ve atrapada mortalmente. No sólo porque
tiene menos herramientas y recursos para disputarse los votos en un
sistema de mercadeo electoral, sino porque participa en tableros de
juego que están diseñados en su contra. Es el problema de la
espectacularización de la política y que se ha agudizado de forma
reciente en España. Los medios de comunicación, y quienes los manejan,
marcan no sólo la agenda política –de qué hablar– sino que también nos
marcan en qué términos pensar cada tema. Al fin y al cabo, la verdad no
puede adaptarse a la lógica simplificadora de los medios, sus
intervenciones rápidas y el dominio absoluto de la estética. La
izquierda puede ganar alguna escaramuza o incluso alguna batalla sobre
la agenda política, pero está condenada a perder la guerra participando
bajo las reglas de una concepción de la política basada en el
espectáculo y la mentira.
En definitiva, la tarea de
la izquierda no es la de adaptarse al sentido común, lo que implicaría
faltar a la verdad, sino cambiarlo. Cambiar el sentido común por una
concepción del mundo nueva, basada en la razón, y anclada en los
principios y valores de izquierdas que pretendemos generalizar durante
la batalla cultural, inseparable de la batalla social. Hacer de la razón
el sentido común. Eso sólo podrá lograrse con una Política de la
verdad.
Un artículo impresionante. Están totalmente de acuerdo con mis apreciaciones y análisis. Pero por qué hablar sólo de Gramci y Zizec. Por qué parece que está descubriéndose algo nuevo cuando el tema de la Ideología ha sido y es central en el pensamiento moderno de tradición marxista. Por qué esta necesidad de la recurrencia. Quién -de nuevo- está determinando nuestro discurso.
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