Héctor Illueca / FCSM Valencia
Inspector de Trabajo y Seguridad Social
Doctor en Derecho
Profesor Universidad Valencia
Inspector de Trabajo y Seguridad Social
Doctor en Derecho
Profesor Universidad Valencia
El clima de las tertulias televisivas en los días posteriores al 26J
era muy elocuente. El nerviosismo de las semanas previas había sido
sustituido por un tono más pausado. Se notaba incluso cierta jovialidad.
La vieja clase política y sus portavoces mediáticos contemplaban
satisfechos el millón largo de votos perdido por Unidos Podemos con
respecto a las elecciones del 20D, sin ocultar cierta sensación de
alivio. Hasta Albert Rivera parecía más tranquilo a
pesar de los malos resultados obtenidos por Ciudadanos. Por el
contrario, en la acera del cambio político parecía haberse instalado
cierta decepción, sin duda motivada por las expectativas creadas por las
encuestas electorales. Confieso que a mí también me sorprendieron los
resultados. Sin embargo, más allá de la impresión inicial, cabe
preguntarse si hay motivos racionales para semejante estado de ánimo.
¿Acaso es Unidos Podemos una ilusión efímera que va a desvanecerse a las
primeras de cambio? Yo, la verdad, no lo creo y en los párrafos
siguientes trataré de argumentarlo poniendo en perspectiva los
resultados electorales.
En contra de lo que suele afirmarse, Podemos no es, o no es sólo, el
resultado de un discurso cuidadosamente elaborado por su dirección
política, cuya intervención habría logrado aglutinar el descontento
popular generado por la crisis. Podemos es, más bien, la traducción
electoral de un gran movimiento social surgido al calor de la crisis y
aguijoneado por la gestión prepotente de una élite política
profundamente corrupta y al servicio del capital financiero. O, por
expresar la idea con mayor claridad, Podemos no ha creado el movimiento
social, sino que es éste último el que ha dado vida a Podemos. Lo cual,
por cierto, no le resta ningún mérito a una dirección política que supo
interpretar el momento histórico y construir un discurso capaz de
sintonizar con las aspiraciones del movimiento real que se estaba
gestando en nuestra sociedad. Otros no supieron ver la importancia e
implicaciones de este nuevo espacio en términos electorales y han sido
barridos por los acontecimientos.
Ahora bien, este movimiento es mucho más complejo de lo que suele
reconocerse. Posee hondas raíces sociales y ha penetrado profundamente
en la juventud, que percibe la necesidad de un cambio histórico para
abrir el porvenir. El sustrato, por emplear la expresión de E. P. Thompson,
es una cultura democrática labrada durante décadas y salpicada de
episodios que han contribuido a la educación política de nuestro pueblo:
entre otros y por citar sólo algunos, la lucha antifranquista, las
movilizaciones contra la OTAN, la huelga general del 14 de diciembre de
1988 o las masivas protestas contra la invasión de Irak. Una tradición
que no sólo ha condicionado el ejercicio del poder, neutralizando
riesgos y amenazas de involución democrática sino que también, y
fundamentalmente, ha inculcado a la ciudadanía una predisposición a
defender los derechos democráticos a través de la acción colectiva y en
abierta oposición al establishment. En medio de la vorágine, no
está de más recordar que en los procesos históricos las continuidades
siempre son más importantes que las discontinuidades.
Pues bien, es esta cultura democrática la que absorbe el impacto de
la crisis económica y percibe la traición de una clase política
controlada por la banca y obediente al diktat de Berlín. Los
recortes sociales, la generalización del paro y la precariedad o el
creciente autoritarismo político interaccionan con la conciencia
democrática y sirven de levadura para una nueva actitud de oposición al
poder y favorable al cambio progresista. Los jóvenes, pero no sólo los
jóvenes, se enfrentan a una realidad extremadamente dura en la que
predominan los trabajos precarios, la incertidumbre ante el futuro, la
emigración, el desarraigo. Influidos por una experiencia de largo
aliento, sectores cada vez más importantes de las clases populares
sienten la identidad de sus respectivos intereses y constatan la
hostilidad de la trama de poder político, económico y mediático que está
expoliando el país. De fondo, la mirada vigilante del directorio
europeo garantiza en última instancia la estabilidad del sistema. Corre
el año 2011: la protesta está servida y no se hace esperar.
En efecto, el 15 de mayo de 2011 dio comienzo un nuevo ciclo de
luchas populares en nuestro país. Aunque el año 2010 fue testigo de
importantes movilizaciones sindicales, aquel domingo de mayo suele
considerarse, con razón, el punto de partida de una gigantesca
movilización social contra las políticas de austeridad que se prolonga
hasta el presente y está lejos de haberse agotado. Como es lógico, la
fisonomía del movimiento ha ido cambiando con el transcurso del tiempo y
en función de las circunstancias imperantes en cada momento,
transitando por diferentes fases o etapas: la ocupación de las plazas por el 15M, las mareas ciudadanas, las Marchas de la Dignidad…
Pero el común denominador ha sido siempre la defensa colectiva de la
democracia y los derechos sociales frente a una oligarquía especialmente
cerrada y crecientemente aislada tras un muro de policías, políticos y
periodistas. En definitiva, un bloque progresista cada vez más
consciente y potencialmente hegemónico que pone en cuestión los
consensos fundamentales del régimen del 78, como hemos podido ver estos
años y se verá aún más en el futuro.
Podemos fue capaz de interpelar exitosamente a la ciudadanía crítica y
ganarse la confianza de esta corriente social, convirtiendo la ola de
protestas en la movilización sociopolítica más importante de Europa.
Ciertamente, las elecciones del 26J no han arrojado el resultado
esperado, sobre todo si lo comparamos con las encuestas, pero ello no
debería llevar a conclusiones apresuradas sobre la consistencia política
del movimiento. Resulta imposible obviar que el Brexit
condicionó fuertemente los días previos a las elecciones, creando un
clima de inquietud e incertidumbre que activó los resortes más
conservadores de muchos votantes. Mal asunto para las fuerzas del
cambio. Por el contrario, no hay datos que avalen la hipótesis que
achaca el retroceso electoral al acuerdo entre Podemos e IU, por más que
cierta prensa, especialmente el diario El País, se empeñe en
que así sea. Es más, es muy probable que, por efecto del sistema
electoral, la unión entre ambas fuerzas amortiguara el impacto de la
pérdida de votos y les permitiera conservar el mismo número de diputados
que obtuvieron por separado en las elecciones del 20D.
Avalada por la previsible abstención del PSOE, esta legislatura se
prevé aún más dura que la anterior en términos de regresión social e
involución democrática. El Banco de España ha anunciado la enésima
reforma laboral; Rajoy ha prometido a Bruselas recortes
por valor de 8.000 millones de euros y el estado de la hucha de las
pensiones hace presagiar su futura privatización en beneficio de las
instituciones financieras. Sin embargo, nuestro pueblo está en mejores
condiciones que hace cinco años para afrontar este desafío. Ha adquirido
experiencia y posee un liderazgo solvente, amén de una conciencia cada
vez más clara sobre la auténtica naturaleza de los problemas a los que
se enfrenta: recuperación de la soberanía, vertebración territorial y
democratización de la economía. Las fuerzas del cambio deben estar cada
vez más unidas en defensa de un proyecto de país que entronque con las
demandas y aspiraciones de la mayoría social. Las alianzas actuales
deben consolidarse y extenderse más allá del campo electoral. España
está preñada de una gran transformación social, pero sólo unidos
podremos hacerla.
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