Manuel Cañada
FCSM Extremadura
Campamentos Dignidad Extremadura
[ Nuestro queridísmo Manolo Cañada nos regala un inmenso artículo sobre el poeta Miguel Hernández publicado originalmente en la edición extremeña de Eldiario.es ( enlace de arriba). Además de la calidad literaria del mismo, destacamos su erudición y el potente discurso ideológico reivindicativo de nuestra Memoria Histórica.Sí, la misma Memoria que el actual Poder político -tan manchado de tardofranquismo- desprecia.Unas veces ignorándola, otras acallándola y en ocasiones, con el cinismo y la desvergüenza que tanto utilizan,construyendo un relato ajeno a la realidad de los hechos]
Corrían los días de octubre de 2010.
Isidoro Moreno, un veterano compañero de Arroyo de San Serván,
militante comunista desde su juventud, había sufrido un derrame
cerebral, seguido de pequeñas embolias y su salud se deterioraba a pasos
agigantados.
Fuimos a visitarle a su casa y Vale, su
mujer, nos contó la asombrosa historia: Isidoro llevaba meses sin
hablar, la mirada perdida, fugitivo el ánimo, umbrío por la pena. De
repente, una noche, sentados para cenar alrededor de la mesa camilla,
Isidoro comenzó a agitarse y a señalar nerviosamente el televisor. Qué
te pasa, qué quieres, Isidoro. De sus labios salieron las primeras
palabras, tras meses de silencio tenaz: “Es Miguel Hernández, el poeta”, dijo, y su cara se pobló de una enigmática alegría. Desde un rincón secreto de la memoria, el gran poeta de Orihuela le rescataba del mutismo.
Isidoro nació y murió campesino. Pertenecía a “la España
joven y jornalera, la del trabajo excesivo y el pan menguado”, que
cantara Miguel Hernández. Él había sido un niño yuntero más, un grano de
avena estrujado, carne de yugo arando rastrojos.
Por
eso quizás, a pesar de que no frecuentaba la literatura, su
identificación con aquel poeta resultaba tan sencilla: “Miguel era tan
campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él (…) Era un
escritor salido de la naturaleza, como una piedra intacta, con
virginidad selvática y arrolladora fuerza vital. Me narraba cuán
impresionante era poner los oídos sobre el vientre de las cabras
dormidas. Así se escuchaba el ruido de la leche que llegaba a las ubres,
el rumor secreto que nadie ha podido escuchar sino aquel poeta de
cabras” (Pablo Neruda).
Pocos poetas
suscitan tanto fervor entre la gente común. Ni siquiera Lorca, ni
Alberti, ni Neruda. Y tal vez una de las primeras razones del entusiasmo
es que sus versos respiran autenticidad y comunión con los explotados
del trabajo. Miguel Hernández -se aprecia a simple vista- va en serio,
no tiene nada que ver con el “intelectual-pingo almidonado”, con esa
modalidad de funcionario cultural que describiera Manolo Sacristán, tan
habitual en las pasarelas mediáticas y académicas.
“Tened presente el hambre”, dice el poeta, “nosotros no podemos ser como
ellos, los de enfrente, los que entienden la vida por un botín
sangriento”... Y, sin necesidad de hermenéutica rebuscada, sabemos que
el escritor nos está hablando a todos, sin distingos, no a la
corporación de los ilustrados, sino a todos, incluso a los más humildes.
También a ese hombre o a esa mujer que vuelve fatigada del trabajo y
“va dejando por el aire impreso un olor de herramientas y de manos”.
Miguel Hernández rehabilita las vidas invisibles, los objetos de las
faenas más oscuras. Las manos son “la herramienta del alma, su mensaje”;
el sudor es “el primo del sol, el hermano de la lágrima”; la escoba es
“la espada joven y alegre, delgada de ansiedad y bravura” que levanta
una “columna hacia la aurora”.
Miguel es un maestro
de la metáfora al que se entiende con el corazón. Porque “el versear más
sublime, si no pega duro en la vida o en el hombre, se queda en fina
caligrafía” (Francisco Umbral). Y él no aspira ya a que sus poemas sean
simple pirotecnia o ganchillo verbal. No hay belleza sin dignidad
humana, no hay dignidad humana sin belleza. Queremos el pan y también
los versos.
Nos ha hecho poetas la vida junto a todos los hombres
Pero, como indicaba Sacristán, la afinidad excepcional con el poeta
tiene además otras motivaciones. Él subrayaba “la verdad popular de
Hernández: no sólo de su poesía, sino de él mismo y entero, de los
actos y de las situaciones de los que nació su poesía, o en los que se
acalló”.
Si la II República y la guerra civil constituyen el parteaguas de la
historia de nuestro país durante el siglo XX, la obra de nuestro poeta
representa, sin duda alguna, la mejor expresión de la durísima
confrontación y del envite popular por superar la alianza de heraldos,
caciques, tricornios y bonetes, la España clasista, clerical y
reaccionaria.
A Rafael Chirbes le
gustaba recordar una frase del pintor Juan Gris, refiriéndose al
nacimiento del cubismo: “Todo sistema de estética debe ir fechado”. Pues
bien, la poética de Miguel Hernández va a transformarse en intensa
relación con el devenir histórico de España. El trayecto del “poeta mozo
e ilusionado de Perito en lunas al creador precozmente maduro de El
rayo que no cesa y de ahí al abnegado combatiente de la República y
bardo de sus trincheras” (Buero Vallejo), avanzará en paralelo a la
revolución social, política y cultural que vive el país.
El poeta católico y gongorino de los inicios experimenta una
metamorfosis profunda, al compás de las sacudidas colectivas. La
revolución de octubre del 34 en Asturias, la relación con Alberti,
Aleixandre, Raúl González Tuñón y, sobre todo, con Neruda, su
participación en las Misiones Pedagógicas, todo ello le arrastra sin
remisión hacia la “poesía impura”.
El 29 de
noviembre de 1935, poco antes de su fallecimiento, su amigo y primer
mentor, Ramón Sijé, le envía una carta llena de reproches por su giro
estético e ideológico. “Caballo impuro y sectario”, asevera aludiendo a
la revista Caballo Verde, que coordina Pablo Neruda y en la que Miguel
ha empezado a participar. “Nerudismo (¡qué horror, Pablo y selva, ritual
narcisista e infrahumano de entrepiernas, de vello de partes prohibidas
y de prohibidos caballos!; ¡aleixandrinismo, albertinismo!)”. Pero la
evolución de Hernández es ya imparable: “Vengo muy satisfecho de
librarme de la serpiente de las múltiples cúpulas, la serpiente escamada
de casullas y cálices”, escribe en Sonreídme, un poema de principios de
1936. “Agrupo mi hambre a vuestras hambres, voy a donde estáis
vosotros, los de siempre, los que conmigo en surcos, andamios, fraguas,
hornos, os arrancáis la corona del sudor a diario”.
La primavera del Frente Popular y el levantamiento de
los militares golpistas no harán más que clarificar su evolución poética
y política. Ya será para siempre un poeta del pueblo.
El 18 de julio y el 7 de noviembre de 1936 son las dos grandes fechas
abreojos, los momentos cruciales que ahondan definitivamente la sima
entre el pueblo y la oligarquía, entre la democracia y el fascismo; el
huracán que esparcirá el corazón y aventará la garganta de Miguel
Hernández y de tantos otros.
El 18 de julio, “la
guerra eriza su lomo de bestia desesperada”. Su íntimo amigo José
Herrera Petere, otro gran poeta de la generación de la República, apenas
conocido en nuestros días, describe en tono vibrante lo ocurrido ese
día en Madrid: “En los barrios obreros comenzó la efervescencia; comenzó
el heroísmo. Cuando todo eran dudas y vacilaciones apareció la
solución, allá, por los barrios extremos. Cuatro Caminos, Ventas, Puente
de Vallecas… Era la voz de los obreros, que también existían en Madrid,
la voz de las fábricas, de los tranvías, del Metro, de las obras, de
las estaciones, de las imprentas, de los garajes, de los talleres. Era
la voz que pedía ¡armas! ¡¡armas!! ¡¡¡armas!!!”.
La
burocracia venal estaba recostada y silenciosa, pero el pueblo emergió
apartando la cobardía y haciendo fracasar el golpe militar. “El viento
del pueblo pasó a mi lado y pasó hacia el 5º Regimiento”, escribirá más
tarde Miguel. “Había escrito versos y dramas de exaltación del trabajo y
condenación del burgués, pero el empujón definitivo que me arrastró a
esgrimir mi poesía en forma de arma me lo dieron aquel iluminado 18 de
julio... Me metí, pueblo adentro, más hondo de lo que estoy metido desde
que me parieran, dispuesto a defenderlo firmemente”.
El 7 de noviembre se produce el segundo inmenso aldabonazo. Las tropas
de Franco han tomado Toledo y tienen sitiada la capital. El asalto del
ejército fascista es inminente y el gobierno de la República huye a
Valencia. “¿Quién te salvará, Madrid, si van dejando tus puertas solas y
de par en par ante el paso de las fieras?”. Pero de nuevo aparece en la
escena el intempestivo pueblo de leones que al grito de ‘No pasarán’
organiza la resistencia.
“Esa fecha histórica, a la
que no podrá superar ninguna en grandeza, es cuando nos dimos cuenta de
lo que era la guerra”. Los versos del poeta ruiseñor estremecen las
trincheras. “Aunque te falten las armas, pueblo de cien mil poderes, no
desfallezcan tus huesos. Mientras que te queden puños, uñas, saliva, y
te queden corazón, entrañas, tripas, cosas de varón y dientes...”. No
hay apenas armas, no hay municiones, pero Madrid resiste.
Un poeta gigante, Miguel Hernández, se yergue en los hombros de un
pueblo gigante, que desafía al fascismo. No, aquí no será un paseo como
en Italia o Alemania. Aquí, a pesar de su apabullante superioridad
militar, la gavilla de generales fanfarrones necesitará tres años para
derrotar a un ejército sin apenas armas, inventado casi desde la nada,
formado por obreros y campesinos.
Es ahí, en el
heroísmo del pueblo, en su orgullo antifascista, en “la pasión y la
impetuosidad colectiva con la que responde a la rebelión militar” donde
cobran sentido los nuevos versos, su nueva forma de entender el arte. El
poeta ocupa su lugar en la trinchera y nace una poesía nueva. “Nuestro
destino es parar en las manos del pueblo. Sólo esas honradas manos
pueden contener lo que la sangre honrada del poeta derrama vibrante. El
pueblo espera a los poetas, con las orejas y el alma tendidas al pie de
cada siglo”.
Hasta el final de sus días, el escritor de Orihuela asumirá las
consecuencias de su compromiso, ya sea cavando trincheras o escribiendo
poesía. “Podemos decir que si hay verdaderamente un poeta que lucha
activamente en los frentes, convive plenamente con los milicianos, y al
mismo tiempo cultiva las letras, escribe poesía y teatro de urgencia y
trata de ser portavoz del pueblo en lucha, éste es Miguel Hernández”
(Santiago Álvarez). Eduardo Galeano afirmó refiriéndose al novelista
peruano José María Arguedas que “nunca escribió sobre los vencidos, sino
desde ellos”. Otro tanto podría decirse de nuestro poeta.
Miguel levantará desde ahí su escritura épica, vinculada a los
acontecimientos históricos. Una poesía proletaria, concebida también
para la oralidad, para ser leída en la radio o en las trincheras. Una
creación de ritmo trepidante que demuestra cuánto de cierto hay en la
afirmación de Carmen Martín Gaite: “Lo importante es que la urgencia de
lo por decir sea grande. La urgencia arrastra la forma. Olvidarse de la
literatura es vehículo para escribir la mejor literatura”.
Extremeños de centeno
“He pasado por Extremadura. Allí se defienden hombres como leones,
comiendo hierbas”. Quien pronuncia estas palabras ante el Ateneo de
Alicante el 21 de agosto de 1937 es Miguel Hernández. Nuestro poeta se
ha sumergido fervientemente en la defensa de la República y desde
finales de 1936 forma parte de la Brigada Móvil de Choque que dirige
Valentín González, el Campesino. El comisario político de una de las
compañías es Pablo de la Torriente, un escritor cubano, miembro de las
Brigadas Internacionales, uno de aquellos “hombres que contienen un alma
sin fronteras”, con el que Miguel trabará una intensa relación.
En febrero, el poeta se incorpora al Frente Sur, junto al legendario
Comandante Carlos. Desde esa fecha hasta julio se afanará entre Jaén y
Extremadura, como comisario de cultura y jefe del Altavoz del Frente,
involucrado en la publicación de periódicos y otras tareas de agitación y
propaganda.
En uno de sus reportajes da cuenta de
un combate en la sierra de Yelbes, frente a Santa Amalia, el 31 de
marzo, donde treinta milicianos resisten la ofensiva del ejército
franquista, mucho más numeroso. El texto termina así: “Atención a
Extremadura. En los frentes de Extremadura, en su corazón, hay un
material humano, combativo, insuperable. Es preciso aprovecharlo en toda
su heroica extensión para que dé plenamente su fruto”.
Son unos meses decisivos para el desarrollo de la guerra, en los que
irradia con fuerza la esperanza en el triunfo: “Este mayo, mientras la
pólvora exige fuego con más ansia que los demás meses, va, tal vez, a
decidir la victoria del pueblo que lucha como las espigas paneras contra
el fascismo de malos jaramagos y tizones”, escribe el Primero de Mayo,
justo el mismo día que termina el asalto al Santuario de la Cabeza en
Jaén por parte del ejército republicano.
Pero, además, es una etapa trascendental en el acontecer
personal de Miguel Hernández. El 9 de marzo contrae matrimonio con
Josefina Manresa y el 1 de julio entrega el original del libro Viento
del pueblo para su publicación. Extremadura constituirá uno de los
emplazamientos para este tiempo de encrucijada y esclarecimiento.
Y Castuera será la población donde se asiente junto a los miembros del
Altavoz del Frente. Las tropas republicanas proyectan abrir una ofensiva
en Extremadura y esta localidad es la capital de “la bolsa de la
Serena”, un frente casi olvidado en el suroeste del país pero de una
gran importancia estratégica. Precisamente en Castuera es donde se
realiza la fotografía más conocida del poeta- “tu imagen más exacta y
sencilla, de hombre de pueblo y viento en flor de fiera”, escribirá
Santiago Castelo-, con el fusil en bandolera, recitando sus poemas a los
soldados.
Junto a Pedro Garfias, Herrera Petere y
otros milicianos, impulsa la publicación de “Frente Extremeño”, desde
donde alientan a las tropas y a la población. El periódico se edita dos
veces por semana y en él se difunden algunas de las composiciones de
Miguel Hernández que meses después conformarán Viento del pueblo. Esta
obra recoge “los poemas que reflejan el momento cenital de la
combatividad y euforia épica” (Saray Campos). Entre ellos figuran
elegías, manifiestos poéticos como Sentado sobre los muertos, cantos a
la justicia social como Aceituneros o un auténtico himno nacional que da
título al poemario, el asombroso Vientos del pueblo me llevan. El libro
sintetiza la concepción de la poesía como arma de combate.
Una de las composiciones que contiene es Canción del esposo soldado, un
estremecedor poema escrito en Castuera sólo unos días después de que
Josefina le comunique que está embarazada. “He poblado tu vientre de
amor y sementera, he prolongado el eco de sangre a que respondo”. El
vientre de la mujer aúna amor y humanidad, erotismo y género humano.
Amor e ideales caminan juntos, “sobre los ataúdes feroces en acecho”.
Y la causa del poeta no es una abstracción, un credo
huero, sino la inmediata concreción en la felicidad de la mujer amada y
del hijo: “Para el hijo será la paz que estoy forjando”. Curiosamente,
la Canción del esposo soldado, constituirá una de la piezas de acusación
en el sumario por el que será condenado a muerte. El fascismo repugna
la belleza.
Dejadme la esperanza
Avanza la
guerra y con ella, el presagio de derrota y cárcel. “Hoy el amor es
muerte, y el hombre acecha al hombre”. El crimen acecha, llega la rabia,
el desaliento, la represión. “Las
cárceles buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen, lo
absorben, se lo tragan”… Los burócratas del terror, “las sentenciosas
tinajas vacías, pero hinchadas, los hombres viejos, los hijos de puta
ansiosos de politiquerías, publicidad y bombo, la decrepitud andante y
maloliente”, huelen ya el final y preparan la venganza.
La guerra se pierde, la resistencia se va apagando y a Miguel le
ofrecen la escapatoria institucional. María Teresa León lo cuenta en
Memoria de la melancolía. “Le habíamos llamado para explicarle nuestra
conversación con Carlos Morla, encargado de negocios de Chile. Miguel se
ensombreció al oírlo, acentuó su cara cerrada y respondió: Yo no me
refugiaré en una embajada. Me vuelvo al frente. Miguel iba a desaparecer
también como había desaparecido Federico (…) Cañoneaban Madrid. Miguel
Hernández, la cabeza rapada, todo sacudido por una rabiosa decisión, nos
repitió: Me voy al frente”.
Como un desdichado más,
el poeta busca infructuosamente la salida. Es detenido por la policía
portuguesa en la frontera, entregado a la española y encarcelado. Pero
no desfallece e incluso se toma con humor el traslado sistemático por
diversas prisiones, que denomina como “turismo penitenciario”.
Desde el presidio, el 5 de febrero de 1940, escribe a Josefina:
“Viéndome la cabeza cagada por las ratas me digo: ¡qué poco vale uno ya!
Hasta las ratas se suben a ensuciar la azotea de los pensamientos”. A
pesar de todo, Miguel sigue creando algunos de los poemas que compondrán
el Cancionero y romancero de ausencias, y, entre ellos, las
maravillosas Nanas de la cebolla, dedicadas a su hijo Manuel. “Tu risa
me hace libre, me pone alas. Soledades me quita, cárcel me arranca”…
Pero la cárcel y la máquina represiva continúan su meticuloso
aplastamiento. El 18 de enero de 1940, Miguel es condenado a muerte por
la Auditoría de Guerra de Madrid. La sentencia termina así: “Resultando
probado que el procesado Miguel Hernández Gilabert, de antecedentes
izquierdistas, se incorporó voluntariamente en los primeros días del
Alzamiento Nacional al Quinto Regimiento de Milicias, pasando más tarde
al Comisariado Político de la 1ª Brigada de Choque, interviniendo, entre
otros hechos, en la acción contra el santuario de Santa María de la
Cabeza.
Dedicado a actividades literarias, era
miembro activo de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, habiendo
publicado numerosas poesías, crónicas y folletos de propaganda
revolucionaria y de excitación contra las personas de orden y contra el
Movimiento Nacional, haciéndose pasar por el “poeta de la Revolución”
(…) Fallamos que debemos condenar y condenamos al procesado Miguel
Hernández Gilabert, como autor de un delito de adhesión a la rebelión, a
la pena de muerte”. La suerte está echada y, aunque el 25 de junio de
1940 le es conmutada la condena por la pena de 30 años de reclusión
mayor, se adivina la tragedia.
En 1941 le visitan en el penal de Ocaña Dionisio Ridruejo, Ernesto
Giménez Caballero y José María Cossío. Los tres son viejos amigos de
Miguel y, al tiempo, intelectuales vinculados al régimen franquista. Han
ido a ofrecerle la libertad y un trabajo bien remunerado a condición de
que firme el arrepentimiento. Lo cuenta Miguel Núñez en ‘La revolución y
el deseo’, su libro de memorias: “El corneta se encontraba en el
despacho del Jefe de Servicios de la cárcel cuando tuvo lugar la
entrevista. Por él conocimos lo sucedido: en un momento de la
conversación, Miguel cogió del brazo a Giménez Caballero, le llevó hasta
la ventana que daba al patio de la prisión –coincidiendo con la hora de
los paseos de los presos- y le dijo: Mira, Ernesto, estos son mis
camaradas, con ellos he luchado, con ellos sufro la derrota, y con ellos
me quedo, porque sin ellos no soy nada”.
El 28 de
marzo de 1942 Miguel Hernández muere en la enfermería de la prisión de
Alicante, “de tuberculosis y de comunismo”, como diría con ironía Manuel
Vázquez Montalbán años después. “Los fatales balazos de la insidiosa
enfermedad crecida entre el hambre y la falta de cuidados”, en palabras
de su compañero de prisión, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo,
culminan la ejecución lenta.
Crepúsculo de los bueyes
El franquismo decreta el ostracismo contra el poeta. El poder sabe que
sus versos y su ejemplo suscitan una admiración y un cariño inmensos. Es
necesario borrar la huella de uno de los símbolos más respetados de la
España republicana y para ello se establece una férrea prohibición sobre
su obra.
Nada más terminar la guerra civil, una
comisión depuradora franquista ordena la destrucción de 50.000
ejemplares de ‘El hombre acecha’. Y el rastro de persecución continuará
durante décadas. Todavía en agosto de 1960, 21 años después de terminada
la guerra civil, se deniega la publicación de una antología del poeta. Y
no será hasta finales de la década de los sesenta cuando intérpretes
como Joan Manuel Serrat, Paco Ibáñez, Francisco Curto o Enrique Morente
puedan iniciar, en pugna permanente con la censura, un trabajo de
recuperación y popularización de su obra, aunque sobre muchas de sus
canciones y poemas seguirá pesando la prohibición incluso hasta después
de la muerte de Franco. En 1976 la calificación oficial de ‘no
radiables’ sigue en vigor sobre composiciones de Hernández, como
Juramento a la alegría. Y el 21 de mayo de ese mismo año, treinta
personas son detenidas en Alicante, tras la prohibición de un
recital-homenaje al poeta.
Pero la memoria de Miguel
Hernández es demasiado grande para que puedan apresarla los carniceros
del pueblo, las sanguijuelas de la burocracia. “No se han hecho para
estos boñigos los barbechos, no se han hecho para estos gusanos las
manzanas”. Y así, a lo largo de las últimas décadas, poco a poco, la
figura del poeta se va rescatando en las plazas, en los institutos de
enseñanza o en las asambleas obreras.
Y entonces el
poder activa el mecanismo de integración, de desactivación, de
conversión del poeta en mercancía cultural. Ya desde muy temprano
(1950), Pablo Neruda advertía sobre el intento de neutralización del
personaje, señalando por sus nombres a algunos de los cómplices en el
asesinato civil del poeta y en la edulcoración del fascismo: “sepan los
malditos que hoy incluyen tu nombre/ en sus libros, los Dámasos, los
Gerardos, los hijos/ de perra, silenciosos cómplices del verdugo,/ que
no será borrado tu martirio, y tu muerte caerá sobre toda su luna de
cobardes”. José Agustín Goytisolo, allá por los 70, avisaba también: “Se
estudian sus poemas, se le cita, y a otra cosa muchachos”. Y, por
entonces, V. Montalbán exhortaba a “que Miguel no sea arrebatado por el
carro iluminado de una cultura escrita con Ka y con mayúscula”.
Así llegamos hasta nuestros días. Se cumplen 75 años de la muerte de
Miguel Hernández. El 28 de marzo, el actual ministro de Educación y
Cultura, Íñigo Méndez de Vigo, publicaba un artículo con amplia difusión
en los grandes medios. En él, con desparpajo, afirmaba: “el legado del
poeta sufrió los vaivenes propios de los hijos de su tiempo, en
detrimento tal vez de lo más importante: la fuerza renovadora y la
universalidad de su obra”. Lo que faltaba para el duro. El portavoz de
un partido fundado por siete ministros de Franco, IX barón de Claret,
integrante de una de los clanes cogollo de la oligarquía, hablando de
“los vaivenes propios de los hijos de su tiempo”, como si la cárcel, el
hambre, la tortura y el exterminio sistemáticos que practicaron los
padres, familiares y acólitos del ministro contra la población fuesen
fenómenos naturales, simples balanceos de la fortuna…
Walter Benjamin afirmaba que “articular históricamente el pasado
significa adueñarse de un recuerdo tal y como relumbra en un instante de
peligro”. Es el caso. No, los muertos de la lucha por la libertad y la
dignidad no están seguros. Convertir a mártires del pueblo como Miguel
Hernández en instrumentos de la clase dominante, en clásicos descuajados
de su clase, en monigotes de la industria cultural sin ideología es una
forma de matar por segunda vez al poeta. “Miguel Hernández murió por
ser poeta comunista. Como poeta simplemente hubiera quitado la palabra a
los dioses. Como poeta comunista se la quitó a los dioses para dársela
al pueblo”, escribió Manuel Vázquez Montalbán.
Recuperemos a Miguel para la gente común, para los yunteros y
aceituneros de hoy, para las kellys y los estibadores, para quienes
padecen los desahucios de vivienda o los contratos basura, para los que
tienen que emigrar a buscarse la vida, para aquellos a quienes se niega
el derecho a la educación o a la cultura, para la gente de abajo que
sufre y lucha. Y arranquemos al poeta del monopolio de cronistas
oficiales y políticos trileros. Que los traidores del pueblo y de la
poesía aparten sus mugrientas manos de la memoria de Miguel Hernández.
Miguel Hernández es del pueblo, no de los poderosos. Crepúsculo de los bueyes, está despuntando el alba.
"Queremos el pan y también los versos." Es el tipo de ideología del "emprendimiento" que realmente teme el capitalista. Que el esclavo se libre del yugo y ame lo que al primero le aterra y desconoce.
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