Julio Anguita
Colectivo Prometeo
III
La Constitución de la II República en su artículo 8º establecía que el Estado español estará integrado por Municipios mancomunados en provincias y por las regiones que se constituyen en régimen de autonomía.
La palabra "nacionalidad", referida a cualquier ente autónomo que pudiera crearse, no aparece ni una sola vez en el texto. En función del citado artículo Cataluña obtuvo su estatuto de autonomía en 1932, Vizcaya, Guipúzcoa y Álava (no se nombraba a Euskadi), en 1936. El de Galicia fue aprobado por las Cortes de la República en el exilio mejicano en 1945. En los tres estatutos cada región se afirmaba como parte constitutiva del Estado Español.
Los entre bastidores de la Transición, llenos de presiones y amenazas por parte de los poderes fácticos del franquismo, tabúes y pies forzados (la monarquía), produjo la Constitución de 1978 en la que aparecen los términos regiones y nacionalidades aunque sin especificar quienes eran unas y otras. A pesar de ello se sobreentendía que las nacionalidades eran las que habían tenido estatuto aprobado o gestado con la República y en consecuencia podían alcanzar un autonomía "de primera" según el artículo 151". Las demás autonomías disponían del artículo 143 para alcanzar una autonomía "de segunda". Andalucía rompió de manera sorpresiva el reparto previsto y logró su autonomía por el 151, aunque sin las consecuencias lógicas derivadas de aquella gesta del pueblo andaluz. La Constitución, por otra parte, reconocía los derechos históricos de los territorios forales y la especificidad de Navarra. Y junto a ello una Ley Electoral que primaba de manera muy significativa, a los partidos mayoritarios (PSOE y PP) y a los partidos nacionalistas (PNV, ERC y CiU).Y sobrevolando todo ello, el equívoco de fingir ignorar que los términos nación y nacionalidad son sinónimos. La Constitución, ante la realidad de una España plurinacional dio una larga cambiada, y a esperar que escampe. Pero sigue lloviendo.
Durante años, los partidos nacionalistas de carácter conservador han ido apoyando y apuntalando a los gobiernos de PSOE y PP, a cambio de dádivas, cesiones o vista gorda ante determinadas caso de corrupción, con CiU y Pujol como ejemplos más emblemáticos. Y así hasta noviembre de 2003, cuando el candidato a la Presidencia del Gobierno, Rodríguez Zapatero, afirmó en Barcelona durante un acto público: apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán. El 30 de septiembre del 2005, el Parlament, con 15 votos en contra del PP, aprobó un Estatuto que enseguida se vio cuestionado, cuando la vicepresidenta del Gobierno, María Teresa de la Vega, afirmó que el texto aprobado tendría que ser retocado en el Congreso de los Diputados.
En enero de 2006, el PSOE y CiU pactaron un texto retocado, que produjo la salida de ERC del pacto y la propuesta del PP de que el debate sobre el Estatuto se tramitase como una reforma constitucional, que hubiese requerido el voto afirmativo de 210 diputados. El caso es que el Congreso aprobó el nuevo texto con el voto en contra del PP y el anuncio de que elevaría un recurso al Tribunal Constitucional. Aprobado el nuevo Estatuto en referéndum por el pueblo catalán, estuvo en vigor y se aplicó hasta que cuatro años después el alto Tribunal recortó partes importantes del mismo. Leña para un fuego todavía incipiente.
IV
El conflicto catalán no solamente está velando y difuminando las alertas de crisis económica y climática que ya están entre nosotros, sino que además está llevando a la propia Cataluña a una escisión social interna de incalculables consecuencias.
La irreductibilidad de las dos posiciones enfrentadas no conduce sino a una tragedia que afecta a toda España. Ambas partes hablan de diálogo, pero se encastillan en dos puntos de partida irreconciliables. Para el independentismo radical no puede haber interlocución si no se acepta lo que ellos llaman derecho a de-cidir. Para el Gobierno y los partidos constitucionalistas no hay negociación posible que no sea dentro del marco constitucional. Ambos se equivocan y con ello van arrastrando a la sociedad catalana y española a una visión guerracivilsita del conflicto. Vayamos por partes.
No es sensato, ni serio, ni útil para el objetivo que se dice buscar (la independencia de un Estado, del que se es parte desde hace siglos), plantear una declaración de independencia desde un Parlament dividido y en nombre de una ciudadanía que también está dividida a la mitad. La palmaria insensatez de la decisión parlamentaria solamente ha sido superada por la carencia de seriedad en la forma con que se ha hecho, es decir, desdiciéndose inmediatamente de lo aprobado por caminos chuscos y extravagantes, que le quitaron el mínimo sentido de valor y dignidad que tal acción demanda. Lo que se quería vestir de acción épica devino en una opereta bufa. Y lo que es más grave aún, en unos parlamentarios que se deben a su pueblo que alentaron y embarcaron a sus representados en algo que ellos sabían era imposible. Puro voluntarismo, pero un voluntarismo sectario, pueril y, sobre todo, carente de una estrategia que no sea el cultivo del victimismo más ramplón.
El independentismo ha errado tanto en el fondo como en la forma. Olvidaron los fracasos de 1931 y 1934. Tampoco debe obviarse la intensificación del malestar con mensajes como el "España nos roba" tras el cerco al Parlament por los "indignados" en el 2011.
Las protestas en España y en Cataluña se hicieron contra la misma política económica y social, aplicadas tanto por Rajoy como por Mas. Debajo del giro hacia el independentismo radicalizado existe un conflicto social latente.
Pero, pese a todo ello, es necesario admitir que en Cataluña desde hace siglos existe una conciencia de identidad muy arraigada y, además, admitida subrepticiamente en la Constitución. La realidad de una España plurinacional es negada con la boca chica, pero admitida en los hechos por los gobiernos del PSOE y el PP. Solamente la torpeza de Madrid ha ido facilitando el tránsito de muchos catalanes hacia el independentismo. Quiero decir que, tarde o temprano, los catalanes serán consultados, aunque no en las condiciones de ruptura social que hoy existen. Eso o el conflicto, larvado o manifiesto, permanente.
Yo veo muy difícil que los actuales líderes del independentismo numantino sean capaces de ir más allá del choque frontal; han calentado demasiado la calle y ahora no tienen otra salida que la permanente huida hacia adelante. Corresponde a Madrid (si no se encierra también en el inmovilismo) ayudar a que en el independentismo catalán aparezca una visión girondina de su proyecto. Y para ello no tiene por qué hacer de la Constitución una barrera. Con el texto constitucional en la mano se puede. Lo veremos en la próxima entrega.
Como siempre, Julio Anguita nos elucida con sus reflexiones. En este caso, desde mi humilde posición, me permitiré hacer un escolio a su nucleo textual.
ResponderEliminarFracasar en los intentos de 1931 y 1934 no son el cierre de todo intento posterior de lograr el anhelo liberador de un pueblo autoconsciente. No se invalida la batalla definitiva por derrotas previas. Todo lo contrario: se extraen fuerzas y experiencias para proseguir en la lucha proindependentista.
Los marxistas del PCE, y en general los marxistas clásicos, observan en las construcciones nacionales una veladura de los conflictos clasistas inherentes a los modos sociales de producción. Y no tiene por qué ser así. Son dos líneas paralelas, pero no necesariamente antitéticas.El construccionismo territorial autónomo es transversal, metaclasista. El marxismo adolece de una teoría del animal humano sociobiológica, etológica y territorial. Y, por ello, minusvalora lo humano preprogramado, dando un caracter holístico a lo cultural.
Patria, lengua, comunidad y territorio son factos ineludibles sobre los que construir la historia. Y nosotros, los catalanes, tenemos esa signatura dada. Y, la existencia de conflictos intracatalanes, en muy buena parte, es debida a la acción de los AIE estatales sobre nuestra población.
La demofobia del estado español es brutal. Y ampararse en las sagradas escrituras de la Constitución como dogma inamovible de cognoscibilidad eterna es un craso error. ¿Qué somos menos que Escocia y Quebec para imposibilitarnos un referendo? El estado español tiene un problema estruendoso: o se abre a la reforma, o el conflicto permanecerá de una u otra forma.