Manolo Monereo
Comentar los resultados de Unidas Podemos es cada vez más difícil. Lo subjetivo cuenta y los números tienden a empeorar. Se ha escrito mucho y se hará aún más. Quedan por ver las transferencias de votos para tener un análisis más preciso. En lo que se dice hay verdad; que una cosa son las elecciones autonómicas y otra las generales; que no son lo mismo las elecciones en Euskadi que en Galicia; que las eternas peleas internas pesaron mucho; que UP ha ido perdiendo base social y raíces en el territorio; que los gobiernos autonómicos han salido reforzados de la crisis creada por la pandemia. A todo esto, se le añade la singularidad de que el voto perdido por UP no ha ido al PSOE sino a la izquierda nacionalista y que no parece que la participación en el gobierno esté reforzando el peso electoral de UP. En estos mismos días han salido dos encuestas -una de ellas la del CIS- que hablan de una horquilla de voto entre el 10 y el 12% para la formación que lidera Pablo Iglesias.
Los resultados han sido calificados de derrota sin paliativos y se recomienda la autocrítica. Mi punto de vista es algo diferente. Creo que los datos hay que verlos en su tendencia histórica: constatan la decadencia electoral de UP, su pérdida de peso en territorios y localidades y su progresiva conversión en una fuerza minoritaria que intenta hacer política en el área hegemonizada por el PSOE. A esto le llamé hace varios años “entrar en la problemática IU”. Aquí hay que constatar una paradoja: se diseña una estrategia (alianza de Gobierno con el PSOE) para evitar el retroceso electoral que, sin embargo, está llevando a la organización a los resultados de la vieja Izquierda Unida, con una diferencia: UP no tiene ni la organización, ni los cuadros ni la implantación territorial de la fuerza política que dirigió Julio Anguita. La tesis que defiendo es que Podemos vive una crisis latente desde hace tiempo que se ha ido acentuando en cada convocatoria electoral. Una crisis de proyecto.
¿Cuáles son los datos más relevantes de esta crisis? En primer lugar – es lo más evidente- un persistente descenso electoral. Los malos resultados en CCAA y en elecciones locales influyen cada vez más en las elecciones generales y viceversa. Esto se constata con mucha fuerza en Euskadi y, sobre todo, en Galicia. No olvidemos que la idea-Podemos se inicia, en gran medida, en un experimento político-electoral que tiene su origen en la tierra de Castelao. En Euskadi se tuvieron, nada más y nada menos, dos mayorías en elecciones generales. En segundo lugar, la progresiva desaparición de Podemos como actor político-social enraizado en un territorio. Los círculos han ido perdiendo sustancia social o, simplemente, desapareciendo. El activo organizativo, la militancia, se ha ido agotando y el retorno a lo privado se ha incrementado mucho. En tercer lugar, el tipo de partido que se ha ido construyendo realmente es el normalizado en estos tiempos de post política: el partido cártel; es decir, un partido institucional basado en cargos públicos y en políticos profesionalizados, financiados por el erario público y conectados fundamentalmente con los medios de comunicación y las redes sociales. El eje electoral institucional es claramente el predominante y la militancia es llamada para ratificar acuerdos tomados en otras instancias. En cuarto lugar, lo que podríamos llamar la disolución del imaginario alternativo de Podemos. Esta fuerza no nace para ser partido bisagra o izquierda complementaria del PSOE, sino para ser alternativa al bipartidismo y crear una nueva situación política. Se podría decir que Podemos no se ha esforzado demasiado en concretar programáticamente este imaginario. Esta es su debilidad pero también su fuerza. Ha vivido del imaginario del 15M y ha conectado con él, sobre todo, en los procesos electorales. En quinto lugar, el cambio de estrategia. Más allá que sea justificado o no el cambio de orientación política, lo sustancial es que tiene consecuencias para Podemos como discurso autónomo y como propuesta diferenciada. No es lo mismo ser fuerza electoral determinante y con voluntad de mayoría que contribuir a la alternancia política de mano de un partido que ha sido pieza fundamental de un modo de organizar el poder de un régimen y, no se debería olvidar, el principal adversario electoral. No es lo mismo ser alternativa al Partido Socialista que pedir el voto para gobernar con él. Insisto, esto tiene consecuencias electorales y pesará cada vez más en el futuro.
Mi convicción es que el núcleo dirigente de Podemos era consciente de esta crisis de proyecto y que la intentó eludir con un golpe táctico audaz: gobernar con Pedro Sánchez. No siempre con la suficiente claridad, fueron apareciendo elementos de análisis que iban en la dirección de una “fuga hacia adelante”, de un “salto sin red” en la búsqueda de atajos ante una coyuntura que se hacía cada vez más difícil e inmanejable. Esos elementos funcionaban por acumulación: a) agotamiento del impulso transformador del 15M; b) crisis orgánica profunda y el fraccionamiento progresivo de todas las estructuras y aparatos; c) consolidación del partido socialista y del proyecto Sánchez; d) el factor tiempo; es decir, aprovechar este ahora y aquí para ganar poder, el verdadero, el del boletín oficial del Estado.
En el fondo del no debate, en el fondo del no análisis colectivo estaba el cambio de fase y la necesidad de una nueva estrategia. “El asalto a los cielos” se terminaba; la guerra de maniobra amenazaba con interrumpirse dramáticamente y los problemas se acumulaban hasta límites difíciles de gobernar. Para decirlo sin ambigüedades: la situación exigía pasar a una guerra de posiciones, acumular fuerzas y densidad organizativa; implantarse sólidamente en los territorios y protagonizar el conflicto social; construir un verdadero partido y forjarlo en la auto organización social. Esto exigía tiempo y hegemonía. Más Togliatti y menos Laclau. La decisión que se tomó, gobernar con el PSOE, tuvo consecuencias inmediatas: reforzar el centralismo organizativo, homogenizar el partido, priorizar las conexiones con los medios de comunicación y las redes sociales, disciplina estricta y, lo fundamental, minimizar los aspectos programáticos más rupturistas y menos aceptables por el Partido Socialista; normalizarse y dar un perfil de fuerza de gobierno.
Entrar ahora en el debate si esta estrategia de UP ha tenido éxito o no, nos llevaría demasiado lejos en este momento. Los datos electorales están ahí y habría que evaluarlos con cierto rigor. El debate que me interesa ahora es otro, es saber si el pesimismo del equipo dirigente de UP está justificado o no. Asociar el agotamiento del 15M con una estabilización de la crisis del Régimen ha sido un error de análisis de profundas consecuencias tácticas y estrategias; y lo que es peor, dejar el campo de la contestación social y de la revuelta a la extrema derecha. El mundo, nuestro mundo, antes de la pandemia y después de ella, está preñado de conflictos sociales y de una acentuación de la lucha de clases. Los grandes centros de elaboración y análisis político vienen avisando de que este otoño/invierno será muy difícil y se darán, posiblemente, condiciones para revueltas sociales importantes. Es más, se está aconsejando a los gobiernos –sobre todo a los del Sur de Europa- para que refuercen sus medidas represivas y acentúen la legislación de excepción.
La clave, a mi juicio, es entender bien esta fase. Cuando hablo de “problemática IU” me refiero a las consecuencias que tiene gobernar con tu principal adversario electoral que es, a la vez, pieza básica de un tipo de poder que se está reforzando en este último periodo. Ser socio minoritario en un gobierno así, implica riesgos enormes y el peligro de la disolución como fuerza política significativa. No se trata de tener un plan A y un plan B; simplemente se trata de tener un plan partiendo del conflicto y no eludiéndolo. ¿Cómo salir de este dilema? Primero, reforzando el discurso autónomo de UP. A más unidad, más autonomía, mayor diferenciación y creación de un polo ideal y moral que suscite compromiso político y participación electoral. Sin esto, nada es posible. Los ejemplos de la Unión Europea o de la Casa de los Borbones da muchas pistas cobre lo que se puede hacer y no se hace con suficiente radicalidad. Gobernar es un modo de organizar el conflicto y no su anulación.
Otra cuestión sobre la que he reflexionado mucho es la necesidad de ir hacia unos estados generales de la izquierda española. Se trata de definir colectivamente un proyecto de país que organice el imaginario social, que consolide un sentido común y que ofrezca una salida en positivo a las diversas crisis que se acumulan en el Estado español. Un proyecto de país que sitúe a España en su centro y que sea capaz de definirla como construcción y como creación colectiva desde el punto de vista de las mayorías sociales, de las clases trabajadoras y, sobre todo, de los jóvenes.
Un tercer elemento tendría que ir en la dirección de crear una nueva formación política. No hay base ya para crear el partido Podemos e Izquierda Unida ha ido perdiendo militancia, organización y proyecto en paralelo al de su aliado político. Las fórmulas jurídicas podrían ser diversas y sus acentos organizativos podrán tener una geometría variable. Lo fundamental es una constituyente que dé vida a una nueva formación política que busque implicar a los que estuvieron y ya no están, a los que retornaron a la vida privada y, sobre todo, a miles de hombres, mujeres y jóvenes que van a protagonizar un conflicto social inevitable.
Un cuarto elemento es para el ahora: crear en todas partes comités de Unidas Podemos. Hacerlo sistemáticamente impulsando la creatividad social y definiendo una estrategia de unidad popular. Hay que dar señales evidentes de autonomía política y de discurso alternativo, hay que prepararse activamente para el conflicto social. Si gobernar es un modo de organizar el conflicto, no se debería tener miedo a la movilización social ni volver a un muestrario histórico que confundiría a Pedro Sánchez con Juan Negrín y a Pablo Iglesias con Vicente Uribe.
Al final, un viejo asunto, eso que se ha llamado dialéctica revolucionaria. La realidad es una y trina. La clave es distinguir la realidad de la correlación de fuerzas definida por poder, es decir, entenderla como un complejo tendencialmente contradictorio que una fuerza con voluntad de transformación debe interpretar y convertirla en plataforma para la acción consciente. Siempre existe una posibilidad en la realidad que tiende a la subversión. Hay tiempo, pero no demasiado.
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