domingo, 7 de febrero de 2021

Profecía cumplida: La Navidad y sus muertos.

 


Antonio Pintor
Colectivo Prometeo

    Estamos en los primeros días de febrero de 2021 y, tal como había previsto la comunidad científica, y cualquiera que aplicara la razón a los hechos conocidos, la situación de la pandemia en nuestro país ha adquirido tintes dramáticos, con elevadas cifras de contagios, hospitales colapsados, sanitarios extenuados y los fallecidos en cantidades tan elevadas que están saturando las funerarias. Volvemos a rememorar lo ocurrido en la primera embestida del virus.

    A pesar de ello, el relato diario de los medios de comunicación se limita a contar, día tras día, la misma tediosa sopa de cifras carente de análisis crítico y emoción en sus contenidos. Con la consiguiente apatía y desinterés en quienes las escuchan, a pesar de la gravedad de los hechos. ¡Vamos, como si la cosa no fuese con nosotros!

En este contexto, los acontecimientos son tratados, por unos y otros, con una resignación similar a la de una catástrofe imprevista de la naturaleza, como si de un terremoto se tratara. De manera que las actuaciones de las autoridades políticas y sanitarias suelen ir un paso por detrás del virus, ocupados en paliar las consecuencias del desastre en lugar de planificar y actuar con antelación. Condicionados a concentrar los esfuerzos en el ámbito asistencial, especialmente el hospitalario, para resolver los daños ocasionados, al tiempo que se descuida la atención primaria y los aspectos preventivos. Prevención que, durante las navidades, se ha limitado a decirnos de manera persistente lo que, aunque se nos permitía, no debíamos hacer. Dejando al arbitrio y la responsabilidad de cada persona su cumplimiento.

   Sin embargo, la actuación por parte de los gobernantes ante la pandemia en estos momentos, no puede ser comparable a la producida ante un desastre natural imprevisto, pues lo que nos está ocurriendo se sabía con la antelación suficiente para haberlo evitado, sino en su totalidad, en gran medida.

    Si en marzo del 2020, no teníamos ni idea ante lo que nos enfrentábamos, y cuando empezamos a ser conscientes de la gravedad del problema nos encontramos con escasez de recursos, tanto materiales para la protección de los profesionales como para el tratamiento de los enfermos, es razonable considerar que se actuó lo mejor que se pudo o se supo, con aciertos y errores. Sin embargo esta presunción de inocencia no es aplicable a lo que está ocurriendo en estos días, ya que desde distintos organismos de salud se alertaba de las consecuencias de no tomar medidas extremas durante las fiestas navideñas que, de no hacerse, preveían unas 20.000 muertes extras en nuestro país durante los meses de enero y febrero. Previsiones que, por desgracia, se van cumpliendo.

   A principios de diciembre, tras diez meses de pandemia, ya teníamos conocimientos suficientes sobre el virus para tomar las medidas convenientes. Sabíamos que es altamente contagioso, que se transmite principalmente entre las personas por vía aérea mediante aerosoles y gotitas de flugge, y que las temperaturas invernales propician el contagio al provocar agrupaciones en espacios cerrados. A lo anterior, se añade la aparición de una variante que, en el mejor de los casos es 70% más contagiosa y en el peor, que además, puede ser más lesiva. Si con este escenario favorable al virus, en vez de actuar en consecuencia poniendo limitaciones, lo que hemos hecho es darle más facilidades, al permitir la movilidad y reuniones familiares en Navidad, tendremos todos los ingredientes para predecir, sin ser ningún lumbreras, lo que está ocurriendo, tan fácil como ¡blanco y en botella!  

     Sin embargo nuestros gobernantes, con las Comunidades Autónomas a la cabeza en la toma de decisiones tal como exigían en los primeros meses de pandemia como requisito imprescindible para solucionarla, siguen tan preocupados como incapacitados para tomar las medidas necesarias. Instalados en la queja al gobierno como actividad principal, ahora por dejarlos decidir. En sus, lamentables y tediosas, comparecencias siguen mostrando su preocupación y advirtiendo que de seguir así tendrán que tomar drásticas medidas, sin aclarar hasta donde podemos llegar antes de que las tomen y que tipo de medidas. Todo queda pospuesto a la socorrida reunión con los respectivos “expertos”. Ejemplarizando una conducta de auténticos procrastinadores, ante unos problemas que necesitan lo opuesto, es decir, mensajes claros, actuaciones rápidas y “no dejar para mañana lo que se debe hacer hoy”.

    Con los datos que teníamos a principios de diciembre y ante la perspectiva de poder iniciar la campaña de vacunación a finales de ese mes. ¿Qué medidas debieron tomarse?

En mi opinión, se tendría que haber implantado un confinamiento de 2-3 semanas similar al de marzo con lo que, esperando obtener los mismos resultados, y no se me ocurren razones para pensar otra cosa, hubiésemos llegado a final de diciembre con una prevalencia poblacional reducida y, consecuentemente un sistema sanitario libre de presión asistencial por Covid, tanto en hospitales como en atención primaria.

En este escenario, bastante más deseable que el actual, además de haber evitado las decenas de miles de muertos, los profesionales y los centros sanitarios estarían en mejores condiciones para vacunar a la población. También se hubiese disminuido el riesgo de que durante el proceso de vacunación, los vacunados se infecten antes de desarrollar la inmunidad, algo bastante factible en el contexto actual.

Que otros países de nuestro entorno estén pasando por una situación similar, no justifica la mala actuación de quienes teniendo capacidad para tomar decisiones han tomado las equivocadas que nos han traído hasta aquí. No nos sirve recurrir al dicho “mal de muchos…” pues sabemos a quienes consuela.

En contraste con lo anterior, que suele ser lo que transmiten los medios, tenemos países en los que la pandemia está siendo bastante controlada. A fecha de 2 de febrero, según la página donde se publican los casos de Covid en cada país, en Japón con más de 126 millones de habitantes y unas 350.000 afectados, solo algo más de 6,000 las personas fallecidas, en Noruega con 5,4 millones de habitantes son 582 los muertos, Australia con 25 millones no llegan a 1000 y Nueva Zelanda con 5 millones solo se han contabilizado 25 fallecimientos, etc. España con 47 millones, hemos superado los 60.000 muertos. ¿Por qué estas diferencias? No lo sabemos, porque ni se informa, ni se investiga. ¡Qué interesante ocasión para un periodismo de investigación!

En una sociedad como la nuestra, con una importante desconfianza y desafección hacia los gobernantes, se sabe que las restricciones que se consideren necesarias solo se cumplirán si lo son por obligación legal y no meras recomendaciones. Sin embargo durante las navidades se ha recurrido a las recomendaciones en detrimento de las obligaciones, y así hemos estado hasta que los contagios, los enfermos y muertos han saturado hospitales y funerarias. Siempre un paso por detrás.

Si a la brecha de recelo mutuo entre gobernantes y gobernados, le añadimos la división social y política, con un enfrentamiento cainita entre partidos políticos y  administraciones, cuando necesitamos el entendimiento y la acción conjunta, para poder superar los retos planteados por un problema, que no debería tener color político, como es la pandemia, lo sorprendente sería obtener buenos resultados.

  Si admitimos la premisa de que los problemas que tenemos con la pandemia son consecuencia de una manera de pensar y actuar por parte de quienes nos gobiernan, tanto a nivel central como autonómico, e incluso europeo, tendríamos que concluir, parafraseando a Einstein, que no podremos resolverla mientras no cambien quienes han intervenido en su creación. En definitiva, que necesitamos personas que aporten ideas nuevas, por lo  que deberían ser relevados de su puesto todos los que hasta hoy han tenido alguna capacidad de decisión para luchar contra el coronavirus. Y no tengo claro si, además, debería abrirse una investigación por su responsabilidad en el sufrimiento y muertes consecuencia de las medidas (no) tomadas para salvar la Navidad y, supuestamente la economía.

Si no somos capaces de aprender de los errores, estaremos condenados a repetirlos una y otra vez, lo que en una situación de este tipo no podemos ni deberíamos permitir. Preocupa que, cuando aún no hemos terminados de enterrar a los muertos de la Navidad, se oigan voces pidiendo ¡salvar la Semana Santa!

En nuestras manos está remediarlo. Podemos seguir resignados y anestesiados delante del televisor o levantar la voz y exigir a los responsables políticos, desde el Rey hasta el Concejal del último pueblo, que consideren esta crisis un problema de Estado y actúen en consecuencia, trabajando conjuntamente y utilizando la ciencia y la ética como herramientas para frenar la pandemia.

Parafraseando para la ocasión a mi querido amigo Julio Anguita: “No me preocupa los errores del poder, lo que me aterra es el silencio del pueblo”. O lo que es peor, el griterío de la masa instalada en la queja, sin otro fin que dañar la democracia, en nombre de la libertad.

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