Juan Francisco Martín Seco
Desde hace tiempo, la izquierda, bien fuese la política, la sindical o la mediática, venía reclamando la derogación de la reforma laboral del PP de 2012. El PSOE, desde la oposición, prometió que la derogaría una vez llegase al poder. La izquierda a la izquierda del PSOE iba más allá, exigía que se derogase también la de Rodríguez Zapatero de 2010. Y el sanchismo, ya en el gobierno, pactó con Bildu su derogación.
La ministra de Trabajo, tras entrar en loor de multitudes en el congreso de CC. OO. y al grito de presidenta, presidenta…, ya en la tribuna y con cierto tono mitinero gritó “derogación sí o sí”, aunque más tarde en una emisora de radio afirmó que la derogación era un fetiche de la izquierda. No se sabe muy bien qué quiso decir, ¿quizás que era una simple consigna electoral? Después añadió que técnicamente eso no era posible. Aseveración que es -y que me perdone la señora ministra- una estupidez. Todas las leyes al final de su articulado derogan parcial o totalmente otras leyes. Eso sí, conviene dejar claro antes qué preceptos las van a sustituir.
Lo que, sin embargo, sí puede ser cierto es que la derogación no sea viable políticamente, porque nos guste o no estamos en Europa, no solo en la Unión Europea sino también en la Moneda Única, y nuestro ámbito de decisión económico y político queda por ello sensiblemente reducido. Económico, porque cuando no es posible devaluar la moneda, para sobrevivir hay que practicar la devaluación interna, es decir, la depreciación de precios y salarios. Político, porque en muchas materias estamos al albur de lo que decidan las autoridades europeas, especialmente cuando esperamos la llegada de recursos, aunque, cualquiera que sea el procedimiento, haya que devolverlos más tarde.
La reforma pactada por el Gobierno y por los agentes sociales no toca el núcleo fundamental ni de la de 2010 ni de la de 2012, consistente en el coste del despido y en el cómo y cuándo se puede despedir. Resumiendo, en ambas leyes se reducen las indemnizaciones y se determinan las causas (económicas, técnicas, organizativas y de producción) de los despidos colectivos (ERE y ERTE) con tal vaguedad y amplitud que las empresas pueden actuar con absoluta libertad, tanto más en cuanto que se eliminó la obligación de pedir la autorización administrativa. En la negociación actual cambiar este apartado hubiese sido casus belli para los empresarios, ya que constituye el contexto de flexibilidad que consideran necesario para moverse y que les permite trasladar los costes de toda crisis o conflicto bien al Estado bien a los asalariados.
Esta flexibilidad se va a incrementar en la nueva ley con la potenciación de los ERTE y su renovada normativa. Con los ERTE las empresas llegan al máximo de elasticidad, despedir sin despedir. Da la impresión de que el Gobierno y los sindicatos sufren con este procedimiento un espejismo y que pasan por alto muchas de sus consecuencias; desde luego, el coste para el Estado, lo cual no es extraño teniendo en cuenta que la doctora ministra de Hacienda, en esto como en otras muchas cosas, está de vacaciones. En cualquier caso, lo que no se puede admitir es que se hable de ello como si fuese una forma de evitar el despido y que a los trabajadores en ERTE no se les considere parados. Aunque quizás puedan volver a su puesto de trabajo, de momento están fuera de él. Esto es así tanto más cuanto el término temporal se utiliza de forma abusiva.
Se suele citar el enorme porcentaje de temporalidad como el mayor defecto de nuestro mercado laboral. Es muy posible que tengamos que buscar su origen en el coste y en la sencillez con la que se puede despedir. Se continúa hablando de contratos temporales y fijos, pero la verdad es que, dada la facilidad actual para despedir, toda contratación es temporal, pues hace ya tiempo que el despido es libre en España. Aun cuando la justicia haya catalogado un despido como improcedente, la empresa no estará obligada a la reincorporación, solo a indemnizar. No se debería calificar ningún contrato como fijo; todo lo más, como indefinido. La única diferencia se encuentra en el montante a pagar por las indemnizaciones.
En la actual negociación social se ha dado mucha importancia a la dualidad del mercado de trabajo. Al principio, el Gobierno y los sindicatos pretendieron que se estableciera una proporción de contratos temporales que podía mantener cada empresa. Pero ante la oposición de la patronal se ha optado al final por reducir las figuras posibles de los contratos temporales. Me temo que no sea suficiente y que mientras haya tanta diferencia en el coste del despido los empresarios sabrán encontrar subterfugios para hacer pasar por temporales lo que en realidad son trabajadores indefinidos. La minuciosidad con la que se describen las condiciones de cada forma de contrato servirá de poco si al final no pueden ser controladas.
Pienso que la única forma de reducir radicalmente la temporalidad limitándola a los contratos que en realidad lo son es eliminando el incentivo que tienen las empresas para hacer pasar un contrato por otro, es decir, estableciendo que la rescisión del contrato temporal conlleve proporcionalmente la misma indemnización que la del indefinido. Este razonamiento es el mismo que vienen planteando los empresarios y otros defensores del neoliberalismo económico cuando mantienen que para eliminar la dualidad del mercado laboral lo que hay que hacer es abaratar el despido. Como se ve, la inferencia es la misma solo que al revés. En lugar de pedir que la indemnización del contrato temporal se acerque a la del indefinido, plantean que sea la del indefinido la que se acerque a la del temporal.
No hay por qué dudar de que en esta negociación tanto la izquierda en el gobierno como los sindicatos hayan llegado hasta donde han podido, pero ello no conduce a echar las campanas al vuelo y sacar pecho en tono triunfalista cuando lo único que hay es un incumplimiento, si se quiere forzado, pero un incumplimiento, al fin y al cabo, de una promesa. Más bien ello debería llevar a reconocer humildemente las limitaciones que tenemos dentro de la Moneda Única.
Aun cuando en la Unión Europea se viven actualmente momentos más relajados que en 2010 o en 2012, parece bastante claro que Bruselas no hubiera visto con buenos ojos una reforma laboral sin la firma de la patronal y, desde luego, lo que nunca hubiese aceptado habría sido una derogación total de unas leyes que habían surgido de la presión tanto de la Comisión como del BCE. Pueden tolerar algunos cambios, dado que la situación económica es distinta de la de entonces. Pero nada más. De momento, no se precisa una devaluación interna como la que hubo que acometer en la crisis anterior. Digo de momento, porque ha hecho su aparición un fenómeno desconocido en los últimos años, la inflación, que, dejando por ahora aparte otros aspectos, conlleva el peligro de que nuestros precios crezcan más que los de los otros países europeos, tal como ocurrió del 2000 al 2008, y de que nos veamos inmersos así en los mismos problemas de entonces.
Según han manifestado varios organismos internacionales, entre los que se encuentra el BCE, esta inflación, que está originada por la elevación de los precios de la energía, va a ser transitoria y desaparecerá a corto plazo. Pero hay que preguntarse si en estas posturas no hay mucho de voluntarismo y de confundir los deseos con la realidad. Efectivamente, detrás de la subida actual de los precios se encuentra el incremento del coste de la energía, que en buena medida proviene, al menos en un país como España, del exterior.
Ello, por fuerza, tiene que representar un empobrecimiento de la economía nacional. Una pérdida que todos los agentes deberían asumir de manera proporcional. El problema radica cuando nadie quiere hacerlo y todos pretenden trasladárselo al vecino: los empresarios a los trabajadores y los trabajadores a los empresarios, y dentro del mundo empresarial cada sector a los otros que son sus proveedores o sus clientes. En fin, una guerra que lo más seguro es que devenga en una espiral de precios y salarios difícil de sofocar que no terminará hasta que alguno o algunos se den por vencidos.
Si la inflación se consolida, existen pocas dudas de que el BCE y el resto de los bancos centrales se van a ver en un aprieto. La política de expansión cuantitativa puede entrar en crisis y no habrá más remedio que disminuir las compras de activos e incluso adentrarse por la senda de la subida de tipos de interés. En Europa esta nueva situación va a crear dificultades a las economías nacionales; en especial, a aquellas que registran un elevado nivel de endeudamiento y que lo mantienen gracias a las compras que realiza el BCE.
España puede situarse a la cabeza de este club, teniendo en cuenta que confluyen varios vectores. Por una parte, ha incrementado sustancialmente el gasto público sin aumentar los ingresos en la misma cuantía, con lo que el endeudamiento del Estado ha llegado a niveles no conocidos y difícilmente sostenibles. Pero es que, además, esta política fiscal expansiva no ha servido para estimular la economía. Se cierra el año 2020 y nuestro país se encuentra a la cola, en cuanto a recuperación, de los 23 países principales de la OCDE, y por supuesto de la Eurozona, con un PIB que se sitúa en el 93,6% del de 2019, y según todos los analistas será el único país de la UE que no alcanzará el nivel previo a la pandemia hasta 2023. Por otra parte no hace falta recordar que todos los datos indican que la desigualdad se ha incrementado sustancialmente.
Sánchez, como siempre, niega la realidad y se encierra en un discurso triunfalista que copian todos sus ministros. El otro día, en un montaje escénico convocado con la intención de dar cuentas de sus dos primeros años de gobierno y en el que solo pudieron preguntar los medios afines, intentó escudarse en la vacunación y el empleo. De la vacunación poco le toca y del empleo, aparte de que los datos estén trucados al no computar a los trabajadores en ERTE ni a los autónomos con cese de actividad, hay que considerar que un incremento de la ocupación en mucha mayor cuantía que el PIB lo único que indica es que se reduce la productividad. Todo un éxito.
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