viernes, 7 de agosto de 2020

La saga/fuga de JC

 

Felipe VI y Juan Carlos I en una imagen de archivo. / Ángel Díaz (EFE)Felipe VI y Juan Carlos I en una imagen de archivo. / Ángel Díaz (EFE)
  • "Cada vez que el rey Felipe VI se distancia de su padre, lo incrimina más y profundiza en la crisis de legitimidad de la monarquía".
  • "La coyuntura política se va a ver afectada por la crisis en la casa de los Borbones. Hay dos actores que han tomado la iniciativa, el PSOE y Vox"
  • "Pasar del republicanismo como nostalgia al republicanismo como proyecto y programa. Movimiento hacía la III República (M3R)"

Manolo Monereo. Fuente: Cuarto Poder

Para Ramón Pérez Almodóvar cómplice de aventuras republicanas y, a veces, socialistas.


Lo que sabemos hoy del rey emérito se conoce desde principio de los 90 y está escrito. Simplemente, nunca se difundió para que lo conociera la opinión pública. Hay libros, informes y noticias, muchas de ellas provenientes del exterior. Las personas interesadas, no sin dificultad, podían conocerlas y asombrarse de que nunca hubiera un debate público sobre ellas. En el Parlamento, la mención a estos asuntos era siempre oblicua, cuando no desestimada y alrededor de Juan Carlos I se fue creando una omertà que aún dura.

La dinámica es inquietante. Cada vez que el rey Felipe VI se distancia de su padre, lo incrimina más y, a la vez, profundiza en la crisis de legitimidad de la monarquía. La solución sería cortar de una vez y denunciar la sistemática y permanente corrupción que había ido anidando en torno a un rey obsesionado con acumular capital e intervenir en los grandes negocios que se hacían bajo la cobertura del Estado. Nada nuevo, por lo demás, en la casa de los Borbones. Una mentalidad patrimonialista, un uso y abuso de la Jefatura del Estado para ganar influencia y poder en los negocios, la impunidad como privilegio se mezcló con una concepción reaccionaria del poder y un desprecio sobresaliente a las clases populares recubierto de campechanía. Hablar de los Borbones, al menos, desde Fernando VII equivale a constatar su falta de grandeza, su carencia de un proyecto de país y de una corrupción convertida en el modo normal de gobernar.

Ahora muchos se rasgan las vestiduras y otros fingen ignorancia. Los mismos que desde el grupo Prisa, pasando por La Vanguardia y ABC, salían aguerridamente a defender a un rey intachable y promotor de la democracia, hoy se preocupan, no de condenar las prácticas abusivas que el rey emérito realizaba, sino de proteger a la institución monárquica y, específicamente, a Felipe VI.  Lo lógico sería exigir transparencia, justicia y verdad. Hay que decirlo con claridad: las actividades de Juan Carlos las conocían todos los jefes de gobierno y los grandes partidos que se turnaron en el poder desde la Transición. Suarez, González, Aznar, Zapatero y Rajoy conocían lo que el rey hacía y lo protegieron. Sabemos que alguno intentó oponerse y la durísima respuesta del hoy rey emérito. Es más, por lo que se va conociendo, en esta protección de los negocios privados del rey, intervinieron instituciones del Estado y, específicamente, el Centro Nacional de Inteligencia.
Antes se ha dicho, y conviene subrayarlo, que los medios de comunicación han sido esenciales en el ocultamiento de las actividades de Juan Carlos, practicando un cierre de filas en torno a la institución y reprimiendo a aquellos periodistas que osaron ir más allá de lo políticamente permitido. Convendría no olvidar un dato para los tiempos que vienen: lo que ha destapado los negocios sucios del Rey no ha sido tal o cual señora, tal o cual inspector de policía encarcelado, sino las dimensiones de una corrupción que terminó llegando a los medios de comunicación internacionales y autoridades judiciales de algún Estado, como Suiza, nada proclives a una visión justiciera de la cosa pública.

La fuga del rey emérito tiene, al menos, tres consecuencias. La primera es que hace emerger las sombras en esa marcha triunfal en la que se ha ido convirtiendo la Transición democrática. Se conocen bien las estrategias y las actitudes y hasta el 23F ha sido esclarecido. La intervención del rey en la caída de Adolfo Suarez está clara y hace aparecer una paradoja que irá creciendo en el tiempo. Me refiero a que el rey ganó legitimidad por unos sucesos que, en gran parte, él contribuyó a provocar; que hoy los monárquicos y la derecha reclamen la figura de Adolfo Suárez, es algo más que una mentira histórica: Juan Carlos, en medio de una grave crisis en la UCD, fue quien forzó, en último término, su dimisión.

La segunda consecuencia es que la Casa de los Borbones, en su conjunto, queda dañada y su imagen pública, devaluada. El enriquecimiento del rey ha contribuido, directa e indirectamente, al nivel de vida y a la capacidad de gasto de su familia. Se trata de una enorme fortuna cuyo de depositario será Felipe VI. El caso Urdangarín hay que verlo ya de otra forma, en otro contexto y con otras implicaciones. La tercera consecuencia es una crisis de legitimidad de la monarquía parlamentaria como forma de gobierno. La reinstauración de la tradicional monarquía española por parte de Franco se convirtió en restauración gracias al proceso de democratización y al acuerdo con don Juan de Borbón. Se pretendió así blanquear la falta de legitimidad de origen. Las actividades del rey como jefe de la casa de los Borbones, el uso en beneficio propio y de su familia de la Jefatura del Estado, terminaron por destrozar la legitimidad de ejercicio.

Sabemos que no fue fácil convencer al rey para dejar la corona. La figura clave fue, una vez más, Felipe González. Lo que se le explicó a Juan Carlos para convencerle se puede suponer, la apertura de una crisis de régimen provocada por la ruptura del pacto social y las políticas de austeridad impuestas por la UE. El 15M, para sorpresa de muchos, puso en pie una crítica profunda al papel de los grandes poderes económicos, el cuestionamiento de una democracia bipartidista cada vez más cerrada y separada de la ciudadanía, la corrupción como forma normalizada de hacer política y la necesidad de una regeneración del sistema en su conjunto. Democratizar la democracia, poner freno al control que sobre la política ejercía el capital financiero, empresarial y corporativo; la defensa intransigente de los derechos sociales y, fundamentalmente, fortalecer el peso de las clases trabajadoras. El debate pronto giró hacia la apertura de un proceso constituyente y la monarquía se empezó a cuestionar a fondo.

No es difícil imaginar que en esas conversaciones influyó mucho el carácter juvenil de la movilización social y el masivo empleo de las redes sociales que rompían la muralla de protección que habían ido construyendo los grandes medios de comunicación. La corrupción era ya difícil de ocultar, la vida privada del rey contaminaba a la Jefatura del Estado de una manera sustancial. El asunto Urdangarín, los escándalos permanentes y, sobre todo, el desprestigio de la monarquía hicieron necesaria la abdicación de un rey súper protegido por las élites económicas y políticas. Su salida de España no pone fin al problema y abre un debate inexcusable sobre el papel de la monarquía en un país como el nuestro que vive una crisis existencial.

La coyuntura política se va a ver afectada por la crisis en la casa de los Borbones. Hay dos actores que han tomado la iniciativa, el PSOE y Vox. Pedro Sánchez intenta aprovechar la salida de Juan Carlos como instrumento para visualizar una nueva centralidad en el país; no le importan demasiado las críticas de Unidas Podemos. Es más, se cree con capacidad de convertirlas en un apoyo de su nueva posición política. Vox se adelanta y marca posición. Deja a un lado cualquier veleidad populista y aparece con su verdadera cara, la derecha tradicional española, monárquica, autoritaria y neoliberal. Pretende sintonizar con la calle y movilizar a una parte de la opinión pública contra el gobierno socialcomunista y en defensa del rey Felipe. Casado queda en una posición extremadamente difícil. En condiciones normales, debería propiciar un acuerdo con el Partido Socialista ante una crisis de Estado y de Régimen. Esto ya no es posible. La estrategia ideada por Aznar fracasa ante un Abascal que busca desesperadamente su hegemonía en el espacio político electoral de las derechas.

La situación de Unidas Podemos es difícil y con riesgo. Lo decisivo es acertar en la estrategia económica. No se trata solo de incrementar el gasto social. Hay que ir más allá: cambiar el modelo productivo fortaleciendo el papel de las clases trabajadoras, cambiar el modelo de poder (económico). La estrategia de la ministra Calviño es típica de los gobiernos social liberales: primero crecer y luego redistribuir. La economía no funciona así; el modo de distribución determina el tipo de crecimiento y el modelo productivo. Hasta ahora, las salidas a las crisis han supuesto una devaluación sustancial de salarios y precios. Si queremos hablar de verdad de transformar el modelo productivo, la clave es hacer las reformas ahora porque luego no serán posibles. Me refiero a las reformas laborales, a definir con precisión un nuevo modelo industrial y sus concreciones programáticas, a conseguir, de una vez por todas, un sistema fiscal justo, redistributivo y eficiente. Insisto, las reformas que no se hagan ahora, luego no se podrán realizar o serán solo un cambio de fachada.

La política es el arte de diferenciarse. Una fuerza como Unidas Podemos, que construyó una alianza de gobierno con un partido como el PSOE, corre el peligro de diluirse, de perder sustancia social y desdibujar su proyecto político. Las alianzas son siempre un modo de organizar el conflicto y no de ponerle fin. Es la continuación del conflicto por otros medios. El tema republicano es una fuerte identidad, ahora más que antes. ¿Por qué? Porque existe el peligro –que Vox y PP aprovecharán a fondo- de que república e independentismo acaben identificándose. Hace falta un republicanismo español claro, que mire hacia el futuro; es decir, hacia la III República. Pasar del republicanismo como nostalgia al republicanismo como proyecto y programa. Movimiento hacía la III República (M3R).

1 comentario:

  1. Lo del campechano no tiene nombre mientras seamos súbditos a tragar.

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