viernes, 3 de febrero de 2023

Por un Pacifismo realista






Manolo Monereo
Colectivo Prometeo

A la memoria de Danilo Zolo

Querida Ana:
Tus inquietudes son muchas y mis capacidades escasas. No es falsa modestia. Cada vez tengo más dudas, y tus preguntas las acentúan. Hablar sobre pacifismo en plena guerra en Ucrania obliga a definiciones políticas en un contexto de cambios geopolíticos acelerados, de crisis ecológica/climática y –se tiende a olvidar– de un incremento sustancial de las desigualdades económicas y sociales. Ética y política están relacionadas, pero son cosas diferentes, sobre todo cuando se analiza el funcionamiento del sistema interestatal capitalista, sus conflictos y sus transiciones de poder. Mi anterior carta estuvo dirigida a explicar esto, así que no insistiré sobre ello.

Se puede decir que hoy hay dos puntos de vista enfrentados y antagónicos. A uno lo llamaremos globalismo jurídico-político y al otro, soberanismo multipolar e internacionalista. El primero es claramente mayoritario y abarca una amplia franja que va de derecha a izquierda; el segundo es muy minoritario y, aparentemente, en disputa entre diversos sectores que van desde la derecha populista a la izquierda en sus diversas acepciones. En su centro está el debate sobre los Estados-nación, el papel y significado de lo que se ha llamado globalización y más allá y más acá, la derrota de la URSS y la configuración de EEUU como híper potencia. Como verás no es poco.

Intentaré explicar el argumentario. Como he dicho, el eje es el Estado-nación. Se ha repetido tantas veces que se ha convertido en sentido común. Los Estados nacionales son demasiado pequeños para algunas cosas y demasiado grandes para otras. No sirven para resolver los llamados problemas globales: crisis ecológica, hambre y pobreza, conflictos militares, pero tampoco sirven para responder a las aspiraciones de las poblaciones a descentralizar el poder, bien en el sentido de reclamar viejas reivindicaciones “nacionales” o, simplemente, poner en pie nuevos regionalismos frente a desigualdades territoriales acentuadas y al mal funcionamiento de unas burocracias demasiado centralizadas.

Como podrás observar, querida Ana, este razonamiento se ha usado mucho para justificar el proceso de integración europea. Rápidamente chocamos con los pre-juicios que actúan como un poderoso dispositivo para bloquear el debate de fondo. Los que defienden el Estado nacional son nacionalistas. Los que se oponen al tipo de integración que es la Unión Europea (siempre ha habido otros modelos posibles) son euroescépticos o eurófobos. El enemigo se ha ido concretado mucho más en estos años, ahora se les califica de populistas. La ambigüedad del término lo refuerza y permite ser usado como arma arrojadiza en un discurso descalificador; los que defienden los textos constitucionales vigentes en cada país que hacen del pueblo el soberano y que conectan la democracia y su legitimidad con dicha soberanía, pasan a ser calificados como reaccionarios, derechistas y, ahora, populistas.

En el debate español la cosa se complica un poco más. Hablar de España como Estado nacional está mal visto para una parte de la población; para otra, se convierte en una definición excluyente de la pluralidad sustancial de nuestro país. Se puede hablar de, por ejemplo, izquierda catalana, izquierda gallega o de izquierda andaluza, pero no se puede hablar de izquierda española o es sometida inmediatamente a crítica. Si además se defiende la soberanía popular y el Estado social, estás a un paso de ser definido como populista de derechas o, simplemente, de extrema derecha.

Lo más curioso es que cada vez hay más Estados-nación o que aspiran a serlo. Y es que no se ha inventado todavía una unidad política que sea capaz de enlazar soberanía con autogobierno e independencia política. Te introduzco un nuevo término, “analogía interna” “analogía doméstica”. Es tan fuerte la idea de Estado nacional que cuando pensamos superarla por arriba o por abajo, siempre tenemos en nuestra mente una analogía, una imagen que, de una u otra forma, lo representa. En lo referente a la UE, el dispositivo de Estado-nación actúa como ideología; es decir, como falsa conciencia. No existen y no existirán –así lo creo– los Estados Unidos de Europa a partir de las estructuras de la UE. Los que mandan no quieren y, además, no pueden. Solo lo defienden los Estados-vasallos, los que no se reconocen como sujetos soberanos y desprecian su realidad histórica. Francia y Alemania no lo aceptarán. Tampoco Polonia o Hungría. La Unión Europea es una forma de dominación de las clases dirigentes con el objetivo de constitucionalizar, es decir, hacer obligatorias e irreversibles las políticas neoliberales, garantizar el poder de los grandes monopolios financieros-empresariales, limitar la democracia y, sobre todo, poner fin a la soberanía popular, al autogobierno (constituyente) de las poblaciones.

Volvamos a nuestro asunto. Hace falta un gobierno mundial para resolver nuestros problemas globales. Esta sería la consigna que podría expresar los dilemas de una humanidad que se siente en peligro y que tiene miedo al futuro ¿Su sede? Las Naciones Unidas, convertirlas en un poder supranacional, darle funciones sancionadoras y hacerlas depositarias del uso legítimo de la fuerza. La paradoja es que, usando de nuevo la analogía interna, se lo configura como un tipo de Estado. Se critica al Estado-nación, pero se acaba imaginando un Estado nación-mundo. Lo más significativo es que esto ya existe como posibilidad: el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas tiene poder, como es conocido, para sancionar y usar la fuerza; ahora se busca ampliar el concepto de seguridad (económica, ecológica, derechos humanos) y ampliar los espacios de intervención. El problema es que las NNUU fueron diseñadas para garantizar el control y el dominio de las grandes potencias ganadoras de la Segunda Guerra mundial, según el modelo (Morgenthau/Zolo han insistido mucho sobre ello) de la Santa Alianza. El Poder real reside en el Consejo de Seguridad que puede tomar sus decisiones por mayoría cualificada; eso sí, siempre
con la capacidad de veto de los cinco grandes que, dicho sea, al paso, ha sido usado sistemáticamente. Estamos hablando de poder, no lo olvides querida amiga.

El Estado nacional, la soberanía política de las poblaciones pasa a ser el enemigo, el obstáculo a derrotar para un cosmopolitismo liberal comprometido con la economía de mercado, el Estado de derecho y los derechos humanos, según la interpretación de la Santa Alianza; es decir, de las grandes potencias dirigidas y organizadas por los Estados Unidos. Hay un asunto que se ignora, a saber, las desigualdades socioeconómicas estructurales y las asimetrías de poder que gobiernan nuestro planeta, eso que en otros tiempos se llamó imperialismo. Imaginar una Federación o Confederación mundial al margen de las relaciones reales de fuerzas acaba por legitimar el “Orden internacional basado en normas”. La lucha contra el terrorismo, el intervencionismo humanitario, la defensa de la democracia o el retorno del debate sobre las guerras justas son elementos discursivos que pretenden justificar la constante injerencia (económica, tecnológica y político-militar) sobres los asuntos internos de aquellos países que el imperio considera enemigos. Es, acuérdate, el poder de definición: los que mandan se arrogan siempre la potestad para determinar qué país es democrático; qué país cumple los derechos humanos o qué país viola las sacrosantas leyes del comercio mundial. Tan viejo como el mundo pero tan actual como siempre. Ahora el problema tiende a clarificarse, ya que la globalización neoliberal está en crisis y vivimos una durísima competencia entre las grandes potencias. Estamos, ya lo sabes, en el comienzo de una compleja, larga y dramática transición geopolítica.

Mientras el globalismo jurídico-político defiende postulados claros, el soberanismo no acierta a precisar su ideario básico. Al fin y al cabo, el globalismo fue, sobre todo, un proyecto político diseñado por unos EEUU vencedores de la Guerra Fría al servicio de una nueva etapa de dominio unipolar. Sobre el soberanismo hay un aspecto curioso: es atacado, descalificado sin determinar muy bien de qué se trata. La idea común viene a decir que este es una forma de nacionalismo que defienden los partidos de extrema derecha. Unido a esto, se le suele relacionar con dos figuras criminalizadas: Donald Trump y Putin.

El soberanismo es, sobre todo, una reacción a las consecuencias económicas, sociales y territoriales de la globalización capitalista. Los procesos de desindustrialización han llevado a regiones enteras al empobrecimiento, a la desintegración social y a la emigración. La globalización tenía y tiene ganadores y perdedores; eso sí, desde el punto de vista de las clases trabajadoras lo que se vive es precariedad, fragmentación y una inseguridad que se hace existencial. Las desigualdades territoriales se incrementan sustancialmente, crece el desarraigo y el pesimismo se extiende como una segunda piel, sobre todo en los jóvenes.

La separación entre las élites económicas, políticas y profesionales con el resto de la población se acentúa. Los perdedores de la globalización tenían otra dificultad añadida: carecían de voz y de representación; la izquierda y la derecha globalistas los calificaban de conservadores, de reaccionarios, de inadaptados por no aceptar los sacrificios que exigía una posmodernidad convertida en el horizonte insuperable de la época. Solo las movilizaciones y la extrema derecha lo hicieron visible. A esto se le llamó, manipulando a Schumpeter, “destrucción creadora”.

Ver a Georgia Meloni de jefa del gobierno italiano enseña mucho y es un excelente ejemplo del nuevo papel de la extrema derecha en la Europa que está emergiendo en la época de decadencia de Occidente. La fuerza social y el empuje del populismo de derechas tiene que ver centralmente con dar voz, proyecto y programa a la crisis existencial, al desarraigo territorial y a la carencia de perspectivas políticas de unas clases trabajadoras en proceso de desintegración como sujeto social. La mayor parte de la izquierda política y social, no solo aceptó el proyecto, sino que terminó por convertirse en un actor esencial del mismo. La vieja idea de progreso de la socialdemocracia le sirvió de cobertura para justificar su cambio de estrategia que suponía, entre otras cosas, separarse de las clases populares y, específicamente, de aquellos que estaban sufriendo la agresión de una patronal omnímoda.

En este vacío, la extrema derecha encontró su nicho político-electoral. El proyecto que defiende y ensambla muchas cosas: nacionalismo, anticomunismo, conservadurismo social y religioso, xenofobia.
Hay una descalificación frontal a la clase política en su conjunto, de derecha e izquierda. Se les acusa de elitismo, de desprecio a las clases populares, de someterse a los poderes económicos, a los grandes monopolios y, sobre todo, a la todopoderosa burocracia europea. Entre discurso y programa, entre la crítica y la propuesta, existen diferencias sustanciales, que lejos de perjudicarle, le ayudan a construir mayorías y, eventualmente, a llegar al gobierno.

¿Qué política hacen los populistas de derechas cuando llegan al gobierno? Georgia Meloni lo ha definido claramente: aceptación sin fisuras del liderazgo de EEUU y de sus intereses estratégicos; defensa de Ucrania y apoyo nítido a la OTAN; aceptación de la Europa del euro y alineamiento con el nuevo eje de poder que se está forjando en torno a Polonia. Las diferencias tienen que ver con todo lo demás; es decir, eso que ellos llaman “batalla de ideas”: genero, familia, crisis climática y, sobre todo, denuncia del movimiento socialista y específicamente del comunismo. Lo más significativo es que esta reconstrucción por parte de la extrema derecha del territorio liberal-conservador se da en un contexto de retroceso de la globalización neoliberal, de ampliación de las funciones económicas, sociales y militares de los Estados nacionales y de conflictos geopolíticos de gran envergadura.

Los populismos de derechas, a la hora de la verdad, son incapaces de defender un proyecto que apueste por la soberanía popular, los derechos sociales básicos y la independencia nacional. Su nacionalismo liberal-conservador los hace perfectamente compatibles con los intereses de las grandes potencias, con la pertenencia a una Unión Europea que desindustrializa a los países del sur -el caso de Italia es dramático- y los convierte en una periferia dependiente y subalterna de un núcleo duro dirigido, al menos hasta ahora, por Alemania. El populismo de derechas ha sido capaz de enraizarse en las clases populares, dar respuesta a las demandas de amplios sectores de una población asustada, sin referentes culturales firmes y con una enorme incertidumbre ante el futuro-problema.

Creo que estamos en condiciones de definir qué entendemos por un soberanismo democrático, internacionalista, comprometido en la defensa de un nuevo orden multipolar, inclusivo y pacífico. Lo que hace años podría parecer arcaico, obsoleto, hoy retorna sobre nuevas bases. ¿Qué vuelve? Vuelve el Estado nación, vuelve el proteccionismo y una nueva relación entre el mercado interno y externo. El Estado estratega y planificador se revaloriza y el proyecto de reindustrializar nuestra economía se convierte en una tarea central en momentos en los que se viven grandes cambios tecnológicos. Es más, si prestamos atención a las demandas de las poblaciones, se verá que a lo que aspiran es a más protección, más seguridad y más justicia: un Estado del bienestar ampliado que garantice los derechos sociales y que ponga la economía al servicio de las necesidades básicas de las personas. De una u otra forma, se vuelven a dar las condiciones para el reencuentro entre la soberanía popular, democracia avanzada y justicia social.

Querida Ana, quiero ir concluyendo. Como siempre, me acaba faltando espacio y luego los amigos de Éxodo me critican. No es este ni el momento ni el lugar para una análisis histórico-social sobre la guerra y la paz y sus complejas relaciones. Basta decir que me sitúo, a mi manera, en una tradición política realista y, a la vez, revolucionaria. Esto lo aprendí de Lenin y en ello sigo. En el mundo real, la paz es una tregua entre guerras. No hablamos del pasado sino del presente. En la década de los noventa del siglo pasado, la OTAN hizo 48 intervenciones militares. Después del 11 de septiembre de 2001, EEUU, directa o indirectamente, arrasó a 7 países sumando más de un millón de muertos y más de 5 millones de desplazados. Insisto, la guerra es parte de nuestra actualidad. El conflicto en Ucrania que tanto nos alarma no debería hacernos olvidar que la OTAN intervino militarmente –por cierto, sin acuerdo del Consejo de Seguridad de las NNUU– contra un país europeo bombardeando salvajemente Belgrado. Europa no ha sido siempre un jardín, como dice el Sr. Borrell.

¿Cuál es el problema central que tiene la humanidad por delante? La crisis de la hegemonía de EEUU. Intento aclararlo brevemente: después de la desintegración de la URSS y de la disolución del Pacto de Varsovia, EEUU se convierte en la superpotencia dominante. Toda su obsesión fue impedir que pudiese volver a existir una potencia o conjunto de potencias que cuestionaran su dominio. Por eso fracasó Gorbachov. El error del que fuera secretario general del PCUS no fue intentar llegar a acuerdos con EEUU y Europa, sino pensar que Occidente apoyaría sus reformas y convivir con una gran potencia como era la URSS. EEUU siempre ha sabido distinguir muy bien la ideología de la política y en su nuevo mundo no había lugar para la reconstrucción sobre nuevas bases de la gran potencia euroasiática.

Treinta años después de la caída del muro las cosas han cambiado sustancialmente. Sobre esto hay un consenso general. Emerge China como gran potencia, el eje del poder económico pasa de Occidente a Oriente; Rusia ha reconstruido su Estado y ha fortalecido su papel internacional. Dicho de otra forma, la emergencia de China como gran potencia cuestiona objetivamente el orden internacional –y sus reglas– diseñado por los EEUU. Desde la presidencia de Obama, la Administración norteamericana toma nota del crecimiento del poder económico, tecnológico y militar de lo que fue el Imperio del Medio y comenzó una política de contención. La clave, como siempre, es el factor tiempo. Donald Trump, y sobre todo Biden, llegaron a la conclusión de que el enemigo a batir era China; que no bastaba solo con la contención, y que hay que pasar a la ofensiva para conseguir un cambio de régimen y de orientación de la gran potencia de Oriente. El conflicto en Ucrania tiene que ver con esto desde el principio. ¿Por qué? Porque el enorme continente euroasiático es la clave geopolítica del futuro y no parece posible hacer frente al desafío chino sin derrotar a Rusia.

En esta gran transición de poder que estamos viviendo, la cuestión decisiva es saber si EEUU va a aceptar el nuevo orden multipolar que está surgiendo en el mundo sin nuevas guerras y conflictos militares generalizados. No lo parece. En el debate sobre la guerra en Ucrania se suele partir de una equiparación entre EEUU y Rusia, afirmando que es un conflicto entre imperialismos. Quiero llamar la atención en que el que manda, hoy por hoy, es EEUU y lo hace con una enorme superioridad política, económica y, sobre todo, militar; y algo más, el conjunto de instituciones que organizan el orden internacional están bajo su control y dominio. El imperialismo, el de verdad, como decía el viejo Samir Amín, es el imperialismo colectivo de la Triada; es decir, de EEUU y de sus dos protectorados político militares, Europa y Japón. Lo que está haciendo EEUU es consolidar y fortalecer su política de alianzas económicas y militares para aislar a China y perpetuar su hegemonía.

Un movimiento pacifista a la altura de los dilemas de la época debería de definir con precisión qué tipo de orden mundial quiere y cómo conseguirlo. El desafío consiste en evitar el invierno nuclear y el infierno climático, cada vez más interrelacionados. Oponerse a la guerra no basta, hace falta ir más allá: tejer alianzas, construir sujetos y definir proyectos. La política es algo más que geopolítica, que Estados y poderes enfrentados. Hay un vacío, falta el protagonismo de las poblaciones; es necesario un nuevo internacionalismo que conecte liberación social, soberanía popular e independencia nacional. Paz, justicia y democracia.

Lo dicho, iniciando el debate. Espero tu respuesta.

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