miércoles, 18 de junio de 2025

Otras visiones, otras lecturas: Salvar a Europa de la Unión Europea




Héctor Illueca/Doctor en Derecho y profesor de la Universitat de València

Augusto Zamora R./Profesor de Derecho Internacional Público

Antonio Fernández /Escritor e historiador

Manolo Monereo/Analista político. Miembro del Colectivo Prometeo


Lo que parecía impensable hace sólo unos años, ahora es una realidad tangible: Europa ha entrado en una nueva fase de rearme. En términos presupuestarios, el salto es colosal y no tiene precedentes desde la Segunda Guerra Mundial. Los planes de la UE contemplan una movilización de hasta 800.000 millones de euros en el corto y medio plazo, mientras que el Gobierno de España ha anunciado su intención de elevar el gasto en defensa hasta el 2% del PIB en 2025, lo que implica una asignación adicional de 10.471 millones de euros al ámbito militar. Aún más significativa resulta la declaración realizada el pasado 16 de mayo por el secretario general de la OTAN, Mark Rutte, que afirmó que España alcanzará, “sin duda”, un gasto en defensa del 5% del PIB en los próximos años. Si se cumple este objetivo, España dedicaría aproximadamente 80.000 millones de euros anuales a ámbitos relacionados con la defensa y la seguridad.

La decisión de la UE de embarcarse en un plan de rearme de estas dimensiones supone un punto de inflexión en la configuración económica y política del continente. En efecto, a diferencia de otras iniciativas de emergencia como el fondo Next Generation EU, que estableció mecanismos excepcionales de mutualización de deuda, el rearme se financiará básicamente mediante la emisión de deuda soberana de cada Estado miembro, lo cual tendrá implicaciones profundas en términos de desigualdad, disciplina fiscal y jerarquía política en el espacio europeo. Esta elección no es en absoluto neutral: al optar por un esquema de financiación descentralizado, la UE consagra una arquitectura asimétrica que reproduce y profundiza las desigualdades existentes en su seno, evocando los años bárbaros de la crisis financiera en los que el endeudamiento público se convirtió en un mecanismo para disciplinar a los países periféricos y obligarles a acometer salvajes recortes sociales. En lugar de corregir los errores del pasado, el rearme europeo los reproduce en un nuevo contexto político-militar.

Los pueblos del sur de Europa saben muy bien lo que esto significa: el rearme podría reactivar el patrón vivido durante la crisis de deuda soberana en la zona euro. Países como España, Italia o Grecia, con niveles de deuda estructuralmente altos, enfrentarán serias dificultades para financiar su esfuerzo bélico y es probable que el endeudamiento se produzca en condiciones cada vez más onerosas, lo que limitará su margen fiscal y condicionará sus decisiones presupuestarias, reproduciendo una jerarquía política impuesta desde los mercados. Ello significa que los Estados con mayor solvencia podrán desarrollar sus capacidades de defensa sin demasiados problemas; en cambio, los Estados periféricos sólo podrán hacer frente a sus compromisos de gasto militar si aceptan restricciones en otras partidas clave, como sanidad, educación o pensiones. El resultado es una economía de guerra fuertemente jerarquizada, donde la capacidad de empréstito determina la posición relativa de cada Estado en el reparto efectivo del poder europeo: quienes pueden financiar el rearme, lo lideran; quienes no están en condiciones de hacerlo, simplemente, obedecen.

Tal y como ha sido diseñado, el rearme europeo subvierte las prioridades públicas y entierra el constitucionalismo social de posguerra, consolidando un nuevo bloque histórico en torno al capital bélico-industrial. El margen de maniobra del Estado ante las clases será cada vez más estrecho y estará condicionado por imperativos geoestratégicos definidos en instancias completamente ajenas a la voluntad popular. En este contexto, se producirá una separación cada vez mayor entre el país legal —las instituciones formales— y el país real —las mayorías desposeídas—, erosionando la legitimidad del orden vigente. Una nueva conciencia surgirá entre el océano de mentiras que sostiene la propaganda de guerra. Todavía es difusa, fragmentaria, incluso contradictoria. Pero existe y se alimenta del hartazgo, del deterioro de las condiciones de vida y de una memoria que todavía guarda el eco de otras resistencias. Esa conciencia no se expresará de inmediato en formas organizadas ni con los viejos lenguajes. Será un proceso lento, desigual y lleno de tensiones. Pero abrirá una grieta, y por esa grieta puede entrar la historia.

Toda crisis encierra la posibilidad de un nuevo comienzo. La fractura de la constitución material puede abrir un ciclo político de largo aliento orientado hacia la redefinición democrática del poder. Bajo la superficie, como un viejo topo que horada sin descanso, está surgiendo una conciencia crítica que podría impulsar un proceso constituyente fundado en la soberanía popular, la defensa de la paz y la justicia social. A nuestro juicio, esta apuesta no exige una ruptura con Europa como espacio político e histórico, sino precisamente lo contrario: la reconstrucción de Europa sobre nuevas bases. Es necesario articular una Europa confederal capaz de superar el diseño tecnocrático y postnacional de la actual UE. Una Europa que parta del reconocimiento del Estado nacional como espacio indispensable para la democracia, y lo integre en un marco de cooperación supranacional basado en el respeto mutuo y en la existencia de instituciones comunes. No se trata de volver a los viejos nacionalismos excluyentes, sino de asumir que no puede haber democracia sin demos, y que solo en el marco de una comunidad política organizada —con capacidad de deliberación, decisión y autogobierno— puede expresarse la voluntad general.

Una Europa confederal exige repensar el continente como una comunidad plural y solidaria, construida desde abajo, en la que la paz, el derecho internacional y la igualdad entre los Estados miembros sean principios rectores. No hablamos de disquisiciones teóricas ni de formulaciones abstractas. Si Europa aspira a tener voz propia en el contexto internacional y a dejar de ser un apéndice de Washington, hay al menos tres puntos críticos que deben tenerse en cuenta para delinear una vía alternativa: en primer lugar, ampliar el espacio político de los Estados para que puedan gestionar las economías nacionales de acuerdo con sus intereses específicos; en segundo lugar, proponer un tratado de amistad y cooperación con Rusia que exprese una voluntad de entendimiento mutuo y colaboración estratégica, abandonando la lógica de la confrontación; y, en tercer lugar, apostar por la integración activa en un mundo multipolar más equilibrado y abierto a la pluralidad de modelos políticos, económicos y culturales. Finalmente, Europa tiene que elegir si quiere seguir siendo un actor subalterno, alineado incondicionalmente con los intereses de EEUU, o si está dispuesta a participar en la construcción un mundo nuevo, más equilibrado, donde los pueblos tengan voz, protagonismo y reconocimiento.

Europa debe tomar partido, romper con la subordinación al atlantismo y alzarse como parte activa de un mundo en transición que ya no gira en torno a Washington, ni mucho menos a Bruselas. Recuperar, si se nos permite, el espíritu de Bandung, la Conferencia que en 1955 reunió a los países afroasiáticos recién independizados para proclamar el derecho de los pueblos a decidir su destino en un marco internacional basado en la soberanía, la paz y la cooperación entre iguales. Aquel encuentro histórico significó la irrupción de un sujeto colectivo en la escena mundial, el anuncio de una geopolítica desde abajo que reivindicaba la dignidad de los pueblos liberados del colonialismo. Más de medio siglo después, Europa tiene la responsabilidad histórica de recoger ese legado y definir su lugar en el mundo. Volver a Bandung significa construir una relación distinta con el Sur Global; reconocer como interlocutores a los pueblos que, desde América Latina hasta África o Asia, están reclamando un nuevo orden internacional basado en la igualdad, la sostenibilidad y la justicia social; en definitiva, participar activamente en el proceso de transformación del mundo que es la gran tarea de nuestro tiempo.

Volver a Bandung no es nostalgia del pasado, sino una apuesta por el porvenir.

Este artículo forma parte de un texto más amplio que se publicará próximamente en El Salto.

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