Manolo Monereo/Juan Martín Díez
Ver a los ministros del PSOE y de UP recibir en pie a Pedro Sánchez enternece. El Presidente del Gobierno, cual nuevo Duque de Alba, retorna vencedor de las huestes calvinistas holandesas. Las palabras son las de siempre: “histórico” y “solidaridad”. Una vez más, la UE nos salva, nos concede créditos y ayudas para salir de una crisis tan dura como la de la covid-19. La unanimidad de la clase política es impresionante. Los medios de comunicación lo acompañan y apenas hay voces críticas en una sociedad civil agarrotada ante un futuro lleno de incertezas. Solo Vox pretende diferenciarse, pero lo hace mal y sin convicción. La derecha aznariana sigue siendo defensora de la UE del euro, de la estricta supeditación a una Alemania que no pasa por sus mejores momentos y del vínculo trasatlántico expresado firmemente en la OTAN.
No hace falta ser demasiado lúcido para entender que el europeísmo es la ideología políticamente dominante y que, crecientemente, actúa como un discurso disciplinario: todo político, todo intelectual o periodista sabe que rechazar la UE es condenarse al ostracismo, quedar en los márgenes de la esfera pública. La normalización empieza siempre por las loas al viejo continente, por distanciarse de los soberanismos estatales y por apostar en cada crisis por más integración. Las bases del discurso europeístas aparecen claras desde hace muchos años: Europa es esta UE. No hay otros modos de pensarla y construirla. Negarlo es situarse en el área del autoritarismo y del euro escepticismo. La UE es un bien en sí, independientemente del conflicto de clases, de las correlaciones de poder y de los intereses de los Estados. La clave es su marcha irreversible hacia la Europa federal. Los hitos históricos los marcan las crisis; lo que mide la profundidad de la integración europea es el desmantelamiento de la soberanía estatal. Se tiene cuidado de no relacionar soberanía estatal con soberanía popular. Ceder soberanía es siempre la señal del avance de la Unión Europea; no importa que sea hacia instituciones no democráticas y sin responsabilidad. Menos soberanía popular es más Europa.
Si hablamos en serio de política, habría que hacerse una pregunta: ¿las medidas que acaba de tomar el Consejo europeo son suficientes para resolver la crisis existencial que vive la UE? Creemos que no. Gran Bretaña se ha ido –por cierto, sin acuerdo todavía con la UE– y la crisis del coronavirus acelera una situación económica que daba señales negativas 10 años después de la crisis del 2008. Lo histórico no es el acuerdo, es la acumulación de crisis que están rompiendo las costuras de una Unión Europea situada claramente en el neoliberalismo. Pensar que con estas medidas la UE toma impulso y reconstruye su futuro es, una vez más, convertir los deseos en realidades.
Lo que tenemos delante de nuestros ojos es una ruptura del mercado interno que se intenta cubrir con los acuerdos sobre el fondo de reconstrucción (Next Generation UE). Alemania vive un fin de ciclo político, pero también económico y productivo. Durante años la UE ha tenido que convivir con una potencia hegemónica que practicaba una estrategia neo mercantilista basada en el dumping fiscal y social. Alemania ha jugado siempre con ventaja, desindustrializando al Sur y acumulando recurrentes superávits en su balanza comercial. Esto no está permitido por las normas de la UE, pero sus organismos han cerrado los ojos ante ello sistemáticamente. Una estrategia neo mercantilista es, por definición, un juego no cooperativo que genera ganadores y perdedores y que hace que los que salen beneficiados (Alemania más los países del núcleo) acumulen ahorros y se conviertan en acreedores.
El euro, no solo no ha conseguido la convergencia entre las economías, sino que ha incrementado las diferencias entre países y en el interior de los propios países. Alemania sabe ceder cuando llega la ocasión. Según los datos que publica Bruegel, cuando nosotros discutimos sobre lo que nos va a tocar de la solidaridad europea, Alemania ya ha invertido directamente más del 13% de su PIB; más de la mitad de las ayudas autorizadas por la Comisión han sido para Alemania (lo que supone algo más de un billón de euros). Compárese con el escueto 3,7% del PIB que el Gobierno español ha movilizado mediante políticas fiscales discrecionales según la misma fuente. Cuando nosotros nos alegramos de que, al final, la ayuda en subvenciones ha alcanzado 390 mil millones de euros, Alemania ya ha invertido dos paquetes que alcanzan la cifra de 370 mil millones, movilizando el 60% de su PIB. De la crisis se va a salir desigual y asimétricamente y los países del Sur empezarán a notar los fondos europeos en el 2º semestre del año que viene.
Un fondo insuficiente
El acuerdo del Consejo Europeo ha sido el parto de los Montes. Las magnitudes acordadas son aparentemente impresionantes pero, cuando se examina lo que le llega a España y se pone en relación a las necesidades generadas por la crisis pospandémica, se advierte su insuficiencia. Recordemos que las previsiones de caída del PIB no bajan del 8%. El desempleo probablemente llegue al 20% al final de año y algunas empresas industriales empiezan a anunciar la transformación de ERTEs en EREs, sin olvidar la ruina en la que quedan numerosos pequeños negocios y los sectores ligados a hostelería y turismo.
Recordemos que el PIB se desagrega en consumo de los hogares, inversión de las empresas, gasto público y exportaciones menos importaciones. Pues bien, en 2020, se han hundido la inversión, el consumo y las exportaciones: solo unas políticas fiscales discrecionales pueden detener el colapso de nuestro PIB. Sería razonable un aumento del gasto público no inferior a 100 mil millones de euros aprovechando la oferta que ha presentado el Banco Central Europeo de comprar hasta 1,5 billones € en deuda pública.
Sin embargo, la adhesión de las ministras Calviño y Montero a los principios de las finanzas responsables les impide tolerar mayores desviaciones presupuestarias que las causadas por los estabilizadores automáticos. Concluidos los siete primeros meses del año, desconocemos si el Congreso levantará los límites de deuda y déficit que contempla el artículo 135 de la Constitución para situaciones de emergencia.
Detengámonos a analizar el fondo de recuperación de 750 mil millones de euros. Para empezar, 77.500 millones son una mera reclasificación de partidas que corresponden a otros programas preexistentes en el marco financiero plurianual como el Horizonte o Invest EU (antiguo plan Juncker). 360 mil millones son préstamos de los cuales se supone le corresponderían 60 mil millones a nuestro país —cantidades que habría que devolver.
La atronadora campaña propagandística oficial exagera la verdadera dimensión de las ayudas no reintegrables, 312.500 millones de euros. Se dice que a España llegarán 71.280 millones, pero distribuidos en tres años; eso supone, en promedio, unos 25.000 millones los dos primeros y 21.300 millones en el tercero. Es decir, con suerte en 2021 llegarán subvenciones que representan el 2,1% del PIB español. Si restamos nuestras aportaciones al presupuesto comunitario, que se incrementan por el Brexit; los rebates o bonificaciones que han conseguido Austria, Alemania, Dinamarca, Países Bajos y Suecia; los nuevos impuestos que quiere crear la Comisión Europea y que deberemos transferir a Bruselas; las subvenciones se van a quedar, según algunas estimaciones, en 43 mil millones €, en tres años, es decir, algo menos del 1,3% de nuestro PIB en 2021. Recordemos que sólo los ERTE han costado hasta junio 42.000 millones de euros.
Las consecuencias de llegar demasiado tarde
Un plan de reactivación industrial sería oportuno en una tierra en la que Solchaga sentenció que la mejor política industrial es la que no existe. Aunque ha resucitado en el debate público, la discusión sobre las políticas industriales no será posible. El dogma ha vencido al pragmatismo y Calviño y Montero han preferido evitar más incumplimientos presupuestarios en 2020. Pero la realidad tiene la desagradable costumbre de imponerse. No actuar ahora y esperar a que lleguen los fondos europeos es irresponsable. El colapso del gasto del sector privado ha abierto una brecha en la demanda agregada que, si no rellena el Estado ya con mayor gasto, nos colocará en una senda de crecimiento muy inferior de la que veníamos siguiendo. Conviene no olvidar que en economía existe un fenómeno llamado ‘histéresis’, que no es otra cosa que las cicatrices que dejan en la economía las crisis. El empleo se destruye rápidamente y tarda años en recuperarse. Una empresa se puede llevar a concurso de acreedores muy rápidamente pero crear otra nueva requiere de un gran esfuerzo de planificación e inversión. Proteger la estructura productiva existente es más eficaz que tratar de crear otra nueva.
Que el acuerdo permita a la Comisión Europea hipotecar las transferencias futuras que proceden de los Estados mediante la emisión de deuda, se ha saludado hiperbólicamente como un momento “Hamilton”. Es desconocer la Historia y una representación deshonesta. En 1790 el secretario del Tesoro de los EEUU, Alexander Hamilton, en un momento excepcional, propuso que el Gobierno Federal asumiera toda la deuda de los Estados federados para que todos partieran de las mismas condiciones y la emisión de una potente deuda estatal. Nada semejante ha ocurrido la semana pasada.
Mientras, seguimos acumulando deuda y un escenario económico social grave. No hay razones económicas ni políticas para definir como históricos unos acuerdos que son una tregua en la larga crisis de la UE que Alemania está gobernando con dos objetivos: proteger su mercado estratégico y ganar tiempo para reconvertir, lo antes posible, su tejido productivo obsoleto en partes fundamentales.
Una condicionalidad peor que la de los hombres de negro
Con alivio se nos ha informado de que en esta ocasión el rescate viene sin hombres de negro. No hace falta, los países frugales han conseguido algo mejor: la vigilancia y la denuncia entre vecinos. El acuerdo del Consejo dice que "en el caso excepcional de que uno o más Estados miembros consideren que existen desviaciones graves del cumplimiento satisfactorio de las metas y los objetivos pertinentes, podrán solicitar al presidente del Consejo Europeo que remita la cuestión al próximo Consejo Europeo". Nos vigilarán como esos que desde los balcones insultaban a quienes salían durante la pandemia o ahora no se ponen mascarilla.
Imaginemos por un momento que un Estado centroeuropeo confiara su estrategia de desarrollo a su especialización en un determinado sector industrial, —pongamos por caso el del material rodante para ferrocarril— y que el Estado español tuviera similares pretensiones. Estamos seguros de que no se les pasará por la cabeza, pero no nieguen que existe la tentación de vigilar con especial celo los proyectos que presentemos al Consejo y denunciar cualquiera que pretenda acceder a subvenciones de los fondos de Next Generation EU por apartarse de unos objetivos y metas que, por otra parte, no están claramente definidos. En definitiva, ahora tendremos a los gobiernos de 26 estados opinando, censurando, protestando cada una de las estrategias de desarrollo que propongamos. ¿Quién nos garantiza que no caeremos víctimas de operaciones de chantaje y de competencia desleal?
Según el documento del Consejo los "Estados miembros elaborarán planes nacionales de recuperación y resiliencia que expongan el programa de reformas e inversiones (…) [que] se revisarán y adaptarán según proceda en 2022 para tener en cuenta la asignación definitiva de fondos correspondiente a 2023". La condicionalidad sigue existiendo y ya se habla de que implica renunciar a la reversión de la reforma laboral del PP. Por otra parte no hay la menor duda de que la suspensión de las reglas de decoro fiscal es temporal y que en 2021, o 2022 a más tardar, se exigirá el cumplimiento de los objetivos de déficit y deuda pública.
España, Francia e Italia son los países de la UE que han perdido más tejido industrial. El centro de gravedad industrial europeo se ha traslado hacia el Este, Alemania y los países de su órbita —República Checa, Austria, Polonia o Hungría. Está en juego un proceso irreversible de desindustrialización de la periferia meridional europea.
La cuestión de la soberanía democrática
España estará entre los mayores receptores, es verdad; pero habría que preguntarse cuál es el precio: una nueva y sustancial cesión de soberanía a órganos no electos. Las instituciones supranacionales ya podían interferir sobre nuestros niveles de gasto público y endeudamiento pero Next Generation EU da un paso más. Ahora nuestros socios tendrán la oportunidad de evaluar y censurar nuestra política industrial, nuestros proyectos de desarrollo económico, nuestros planes de recuperación. Parece que ni siquiera podremos legislar sobre nuestro marco de relaciones industriales. La pregunta que debemos hacernos es que para qué queremos un parlamento bicameral que se limita a transponer directivas y al que ya no le queda siquiera una de las prerrogativas más antiguas de los parlamentos desde que se constituyeron las Cortes de León: la capacidad de aprobar impuestos y decidir cuál es el nivel adecuado de gasto público.
De facto, la UE vive en un estado de excepción. Las reglas básicas han sido suspendidas y las instituciones europeas están tomando decisiones sin un respaldo claro de su ordenamiento jurídico. Pronto vendrán nuevas sentencias del Tribunal Constitucional alemán y llegarán también las resoluciones del Tribunal de Justicia Europeo admitiendo las decisiones del Consejo. En el centro, la incompatibilidad creciente entre la democracia constitucional y un ordenamiento jurídico supranacional con voluntad de constitución material. Hace unos días Mario Monti hablaba de que el fondo de reconstrucción y el marco financiero plurianual no existen. Se refería a que ahora las decisiones del Consejo tendrían que ser aprobadas, como si fuera una reforma de los Tratados, por todos y cada uno de los 27 Estados. La pregunta que surge es ¿por qué no haber aprovechado esta crisis para modificar sustancialmente el Pacto de Estabilidad y Crecimiento? Así se pondría fin, definitivamente, a los criterios económico-financieros de Maastricht y a la obligatoriedad de las políticas neoliberales. Eso sí que sería histórico, un verdadero y singular “momento” Hamilton.
La Unión Europea es el gran consenso que queda en nuestro país. Nunca fue un proyecto que pretendiera transformar en un sentido democrático e igualitario a España y a Europa. Fue otra cosa: fugarse de España, poner fin a una historia de golpes de Estado, de guerras civiles, de dominio de una oligarquía sin proyecto de país y del control autoritario de las clases subalternas. En definitiva, unas estructuras de poder que hicieron imposible cualquier forma seria de reformismo económico y social. Nuestras élites vieron en la construcción europea un medio para poner fin a España como problema histórico-social. Sin embargo, a partir de la crisis de 2008, la solución, la Unión Europea, se convertía también en problema y emergían unas derechas aún más duras y profundamente autoritarias en todas partes.
El discurso europeísta fue cambiando. El acento ahora se pone en que la Unión Europea es la única garantía para preservar nuestras maltrechas libertades públicas, nuestro recortado Estado social, nuestros limitadísimos derechos laborales y sindicales. Más que nunca europeísmo del miedo, ante una España que parece retornar con su peor cara. Lo que se tira por la ventana acaba entrando por la puerta. Pensar así tiene, al menos, dos problemas: que esta Europa (la de la UE y la OTAN) es una defensora coherente de los derechos humanos básicos y que España no está en condiciones de gobernarse democráticamente a sí misma. Esto sí que es vieja historia.
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