Joan Avinyo i Parés
A mediados de 1975, media España
esperaba con los rosarios en la mano para rezar sus jaculatorias por el
caudillo, difunto inminente, mientras la otra mitad esperaba con las botellas
de champán en la nevera para celebrar la ansiada desaparición del tirano. Sólo
un sentimiento era común en unos y otros: el miedo. Un miedo pegajoso,
paralizante. Durante décadas, nos inocularon la idea de que los españoles
éramos una especie de indomables fieras salvajes que nos despedazaríamos entre
nosotros cuando nos aflojaran el dogal, y el caso es que nos lo habíamos
creído.
Nada de lo que pasó en España
después de la muerte del dictador no se explica sin el miedo. No miedo del
ejército ni de la represión, sino del regreso de la guerra civil. Aquella
magnífica transición democrática llena de heroicos consensos, concesiones
generosas y emocionantes renuncias sólo fue posible por un pánico compulsivo a recrear
la peor tragedia de nuestra historia. La España del posfranquismo estaba
aterrorizada de sí misma, y eso la hizo ir con pies de plomo en su camino hacia
la libertad.
En realidad, el
franquismo había empezado a morir -más bien, a suicidarse- cuando abrió la mano
al desarrollo económico, por incipiente que fuera. Las rígidas estructuras políticas
del régimen eran incompatibles con el capitalismo moderno, incluso en su
versión de rapiña que era la que se abrió paso a lo largo de los 60. Los
llamados "tecnócratas" del Opus Dei trataron de reflotar aquello,
pero era misión imposible: cuando la sociedad se puso en movimiento, las
costuras del régimen estallaban por todas partes. No fue la movilización
popular ni la lucha de la oposición democrática lo que acabó con la dictadura,
sino la inercia de la economía de mercado en marcha, siento desilusionar a los
amantes de la épica.