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Fuente: El Jueves |
Fuente: Laicismo.org
Antonio Gómez Movellán
La persecución de la blasfemia tiene, en el mundo en que vivimos, un uso político. Por un lado, se pretende justificar un supuesto anti imperialismo en un fanatismo religioso y por otro se pretende también justificar un control imperial en una falsa superioridad cristiano occidental contra el atraso de otras “civilizaciones” y sus religiones.
Fanático deriva de la palabra latina fanum que significa “templo”; los fanáticos eran los adeptos al templo; los pro-fanos serían los que están delante o fuera del templo, los no consagrados. En general todas las religiones clericales son fanáticas y las que se pretenden más universales más fanáticas son.
A raíz de la fatwa contra Salman Rusdhie, en 1989, la mayoría de los líderes religiosos del mundo justificaron, de una u otra forma, el fanatismo y apoyaron que se reforzaran los delitos de blasfemia o de ofensa a los sentimientos religiosos ante las manifestaciones críticas a la religión o su simbolismo.
El Vaticano hizo declaraciones públicas calificando como blasfemo el libro “Los Versos satánicos” y justificando la reacción airada de millones de musulmanes:
”El mismo apego a nuestra propia fe nos induce a deplorar lo que es irreverente y blasfemo en el contenido del libro de Salman Rusdhie”, se escribió, en 1989, en el Observatorio Romano.
Lo mismo ocurrió en Gran Bretaña donde los líderes anglicanos, como el mismísimo Arzobispo de Canterbury, Robert Rancie, también consideraron que había que reforzar las legislaciones contra las ofensas a los sentimientos religiosos e igual hicieron los rabinos judíos. Atacar las doctrinas religiosas es intolerante, se decía.