|
Mesa: Pepe Esquinas (dcha), Mónica García y Juan Rivera |
|
Asistentes |
[ Dada la cantidad de personas que nos han pedido el texto de la conferencia de Mónica García Prieto, hemos decidido publicarla integra en el blog. Gracias por vuestra acogida]
“La Historia es el estudio de
todos los crímenes del mundo”, decía Voltaire. A lo largo de tres décadas, me
he especializado precisamente en eso: documentar y estudiar los crímenes que se
cometen en el contexto de la guerra. Entre las conclusiones que he sacado, se
cuenta un hecho: para la mayor parte de individuos, es mucho más fácil asumir
verdades absolutas con las que sentirse cómodos antes que admitir la enorme
complejidad de las cosas. Y eso lleva a no hacer el esfuerzo de informarse, en
saber, lo cual nos condena a graves consecuencias.
Me asombran las reacciones cada
vez que se desata un conflicto armado, cuando muchas personas adoptan una
postura -a favor o en contra- dependiendo de sus simpatías o antipatías hacia
el agente estatal que comienza el conflicto. Estados Unidos suscita odio y amor
a partes iguales, como ocurre con Rusia o con Israel. Pero el análisis que
suelen hacer es simplista y nace marcado por la idea de que el enemigo de mi
enemigo es mi amigo, como si tuviésemos la obligación de tomar partido por uno
u otro, en lugar de tener derecho a exigir algo mejor, mucho mejor, que los
actuales agentes internacionales.
Es algo que me ha pasado a lo
largo de toda mi carrera: cuando cubría la invasión de Irak o de Afganistán y
denunciaba el aventurismo norteamericano que sólo pretendía asegurarse
influencia y recursos estratégicos, parte de la sociedad me aplaudía, como hacían
cuando denunciaba la represión y el estado de Apartheid impuesto por Israel en
Palestina. Pero esa misma parte de la sociedad me criticaba por cubrir las
revoluciones árabes que se levantaron contra dictadores, muchos de ellos
impuestos por Occidente, y caídos en desgracia porque compraron una versión
peculiar de los hechos según la cual las revoluciones habían sido instigadas,
orquestadas y armadas desde Estados Unidos. Como si la atroz represión que se
vive en todas las dictaduras árabes, sumada a la propaganda que hacemos en
Occidente de la democracia, la justicia o la igualdad no justificara que los
pueblos se levantaran por pura dignidad.
Os cuento todo esto porque las
dos últimas grandes guerras de nuestro tiempo nos han llevado a una
circunstancia disparatada: hay personas que justifican la invasión de Ucrania
por parte de Rusia al tiempo que denuncian la agresión con visos de genocidio
que lleva a cabo Israel en Gaza. Conociendo ambos contextos, no entiendo dónde
está el matiz.
Ambos regímenes, el israelí y el
ruso, son democracias sólo en la forma: Israel carece de Constitución, el
actual Primer Ministro, investigado por incontables casos de corrupción, ha subyugado el
poder judicial por lo cual no se puede hablar de la tradicional separación de
poderes que caracteriza a toda democracia y los extremistas, los judíos
ultraortodoxos, han tomado el Gobierno mediante pactos políticos. Es decir, se
sirven de la base formal de una democracia para reventarla por dentro y
justificar así barbaries que nunca se admitirían en democracia, esgrimiendo
mentiras y sometiendo a su población a un lavado de cerebro transmitido desde
los medios de comunicación y los curriculum escolares que deforma el espíritu
crítico de la sociedad israelí, con una larga historia de activismo detrás
prácticamente extinto hoy en día.
Lo mismo que hace Rusia, que
lleva sin ser una democracia plena desde que Vladimir Putin se instaló en el
poder a fuerza de silenciar de muchas formas a la oposición, de manipular
procesos electorales y de turnarse con sus acólitos entre el cargo de primer
ministro y el de presidente. El lavado de cerebro es una característica de la
Rusia actual, porque Rusia, como Israel, sabe muy bien que una mentira repetida
mil veces se termina transformando en verdad. Y hoy en día, se trata de
subvertir la democracia a nivel global.
Y sin embargo, si vemos o leemos
los medios de comunicación hay un discurso absoluto y lamentable que está
minando la escasísima credibilidad que nos quedaba a los periodistas: Rusia es
mala, Israel es buena. Rusia envenena a disidentes e invade países en un
arrebato imperialista propio de la Unión Soviética, e Israel (que también
envenena y asesina a líderes políticos, como ocurrió con Yasir Arafat o el
líder político de Hamas, Khaled Meshal, por no hablar de las incontables
ejecuciones extrajudiciales y cientos de daños colaterales por las que no
responde) siempre tiene “derecho a defenderse”.
Rusia miente cuando habla de
nazis en Ucrania, pero damos eco a declaraciones de altos cargos israelíes que
acusan de nazismo a los palestinos aunque Benjamin Netanyahu se comporte poco
mejor que Heinrich Himmler, el arquitecto del Holocausto.
Rusia arresta
disidentes, pero cuando Israel arresta a académicos incluso israelíes o a
civiles y activistas que denuncian el genocidio en ciernes no lo publicamos.
Rusia “asesina” civiles, Israel “bombardea posiciones” de Hamas. Los ucranianos
son masacrados por tropas rusas inmisericordes, mientras que los palestinos
mueren, así, de forma espontánea o causa natural, a juzgar por las
informaciones occidentales. Rusia argumenta que Ucrania, o Georgia, o Chechenia
le pertenecen históricamente, como Israel argumenta que Palestina es su tierra
prometida y eso le da derecho a la ocupación. En el primer caso nos reímos, en
el segundo aplaudimos al ocupante.
Ambos son procesos colonizadores
que buscan conquistar territorio y recursos estratégicos, cambiar las
influencias regionales y subyugar al pueblo nativo. La única diferencia es el
apoyo occidental a uno y a otro: Rusia es percibido como el antiguo enemigo de
la Guerra Fría y por tanto es aislado con sanciones por su postura belicista,
mientras que Israel, como lo definió José Luis Sampedro, es un estado “rentista
del Holocausto” y requiere un apoyo incondicional para purgar los pecados de
Alemania antes de la IISGM.
Lo más inquietante es que ese
aliado y rentista europeo, “la luz de las naciones” según la Torah, que presume
de ser el más democrático, más justo, más moral de Oriente Próximo se ha
desvelado como un Estado genocida según muchos académicos israelíes y no
israelíes, que esgrimen datos que constituyen evidencias empíricas, y regido
por fanáticos religiosos que emplean un lenguaje y unas tácticas de actuación
fundamentalistas más parecidas al ISIS que a Occidente. Y que usa, como Rusia,
un mantra: una mentira repetida mil veces termina convirtiéndose en una verdad.