Manolo Cañada
[Nuestro queridísimo Manolo Cañada vuelve a regalarnos el mejor antídoto contra el olvido: el recuerdo de como la clase obrera, con su lucha y sacrificio, impulsó las conquistas sociales. Contra la Desmemoria impuesta, Memoria Histórica]
-Pero papá –le dijo Josep, llorando-. Si Dios no existe, ¿Quién hizo el mundo?
-Tonto –dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto-. Tonto. El mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.
Eduardo Galeano
El mundo lo hicieron los albañiles, decía aquel padre acuciado por el
hijo, en el cuentecillo de Eduardo Galeano. Pero además, también fueron
ellos –y por extensión el conjunto de la clase trabajadora- quienes
alumbraron los cuatro derechos y el poquito de democracia del que
disfrutamos. Las televisiones y los periódicos nos machacan todos los
días con el relato cansino de los vencedores. Para los grandes medios de
comunicación, como denunciaba Pasolini, “sólo lo que pasa dentro de Palacio
parece digno de interés y de atención; lo demás es minucia, hormigueo
de gente, cosas informes, de segunda categoría”. Pero, por lo general,
es fuera de palacio donde nace todo lo bello y digno que hay en la vida.
Hace unas semanas se celebraba el 35 aniversario de la Asamblea de
Extremadura y se acercan ahora los fastos de la Constitución española
del 78. Arreciará de nuevo el discurso zalamero sobre la modélica
Transición, las bondades del consenso y la clarividencia de los padres
de la patria. Una trola que cada vez cuela menos, porque casi todo el
mundo sabe ya que el rey está desnudo -con cuentas en Suiza pero
desnudo- y el edificio de la segunda restauración borbónica, que parecía
inquebrantable, se deshace vertiginosamente.
Pero hay otro posible relato, distinto al oficial, que se sale de “los pentagramas canijos, estrechos, de la Cultura de la Transición”
(Guillem Martínez). Y en Extremadura también. Hay otra transición
distinta a la de los ramallos e ibarras, a la de los masa godoy y los
díaz-ambrona. Una transición sin latifundios que se renuevan a golpe de
subvención pública, sin bonetes y sin tricornios. Distinta a la
Extremadura del Yuste imperial y el Guadalupe milagrero. Y diferente
también a la del cuento de la modernización capitalista y el nuevo
caciquismo. La otra Transición, la de los ignorados, la de los de abajo.
La transición del chaval de 15 años que el 14 de agosto de 1977 trepó
al balcón del Ayuntamiento de Badajoz y colgó allí una bandera repudiada
todavía entonces, verde, blanca y negra. La transición de los
campesinos cortando las carreteras con remolques de tomate. La
transición de los jornaleros de Tierra de Barros, con sus hogueras de
madrugada, abriendo la puerta al primer convenio del campo. La
transición del Movimiento Democrático de Mujeres, de los colectivos de
renovación pedagógica o del movimiento vecinal reivindicativo. La
transición de Voz Castúa y de las asociaciones que pusieron en pie el I
Congreso de Emigrantes Extremeños. La transición de los colonos y
ecologistas que impidieron que se instalaran las industrias celulosas en
las vegas del Guadiana y que Monfragüe se llenara de eucaliptos. La
transición de los miles de extremeños que, burlando los cordones
policiales, por caminos y trochas, llegaron a Villanueva de la Serena el
1 de septiembre de 1979 para exigir la paralización de la Central
Nuclear de Valdecaballeros. La transición, en suma, de una indomable
clase obrera que salía a la luz con luchas épicas como las huelgas
indefinidas de la construcción en Cáceres (33 días) y en Badajoz (57
días).
El 6 de abril de 1978 comienza la huelga de la
construcción en Badajoz. Albañiles, oficiales, peones, yeseros,
escayolistas, encofradores, ferrallas, soladores, alicatadores,
ladrilleros, maquinistas, gruistas, electricistas, pintores…nadie falta a
la cita. Un relámpago de rebeldía sacude Extremadura durante casi dos
meses. Es la primavera de la construcción, los más humildes levantando
la empalizada de los derechos. “Fue una huelga diferente, hecha desde
abajo, en la que los propios trabajadores tomaban las decisiones en
asamblea y que suscitó una impresionante solidaridad, con colectas en
todos los pueblos”, explica Elías Muñoz, que era por entonces el
responsable en Mérida de la sección juvenil del Sindicato Unitario. Una
huelga dura, intempestiva y que, como todos los grandes movimientos, se
ha cocinado a fuego lento, en los días anónimos y oscuros de la obra.
De sus brazos iban brotando muros
Los
hermanos Rejas son una institución en el mundo obrero de Villanueva de
la Serena. Fernando y Miguel son dos veteranos albañiles, oficiales
experimentados que han tenido que bregar con patronos, encargados y
pistoleros de toda ralea, pateando obras en Extremadura, pero también en
Huelva, Ciudad Real, Toledo, Ávila o Suiza. Fernando empezó a trabajar
en la construcción a los 16 años y Miguel a los 25. Tras una vida de
fatigas -38 años de cotización el uno y 42 el otro, sin contar los años
trabajados sin seguro- sus pensiones apenas alcanzan el salario mínimo
(734 y 762 euros, respectivamente). Durante décadas fueron el alma de
CCOO en la comarca y en el 78, componentes de la primera línea de lucha.
“Ser
albañil es un orgullo, la construcción como una guerra. Es orden. Peón,
oficial, capataz. Mira estas manos, mira esta paleta, la llana. Son las
mías, éstas no las toca nadie. El palustre te lo haces tú, a tu medida,
no debes dejar que nadie te lo toque”: eso decía el jefe de obras
del constructor Rubén Bertomeu, en Crematorio, la extraordinaria novela
de Rafael Chirbes. Sí, la construcción es una guerra y los trabajadores,
habitualmente, quienes la pierden. Destajo, agotamiento, intemperie,
sabañones, callos, impago de horas extras, sobreexplotación,
eventualidad, persecución de enlaces sindicales, prestamismo,
subcontrata, accidente laboral son algunas de las palabras que describen
el contorno de esta guerra de desgaste. Los hermanos Rejas van
recorriendo algunas de las posiciones donde se libran los combates: “Con contratos de obra, trabajando para un mismo empresario, me he tirado hasta quince años”, relata Miguel. “Hacíamos muchas chapuzas, hasta de noche, después de llegar de trabajar. Y los sábados por la tarde, y los domingos”. Chapuzas para completar el sueldo, recuerda Fernando.
La eventualidad es una pieza central en la dominación de los patronos.
Pero el boletín de despido, los “avisos fríos e inhumanos” no son nada
más que la expresión de una estructura jurídica y económica al servicio
de la ganancia empresarial. La división básica se marca por entonces a
través de dos categorías, fijo de obra y fijo de plantilla. Pero la
condición de fijo de plantilla sólo se alcanza a partir de los dos años
seguidos y esa duración no la tienen la inmensa mayoría de las obras… El
“pistolero” es una figura central en el entramado empresarial de la
construcción. Es el mercenario del metro cuadrado, el prestamista de
mano de obra, el que se arriesga a moverse en la frontera de la
legalidad. Los Florentinos, los Villar Mir, las Koplowitz de cada época
necesitan de un ejército de pistoleros, de sucios especialistas en
subcontratación, economía sumergida y defraudación de salarios. Arriba,
el banco y la gran empresa, más abajo la red de subcontratas en serie,
después el pistolero y al final de la cadena, el obrero. Es la
arquitectura de la explotación, la pirámide del sudor.
Joaquín
Vega, yesero de Badajoz, uno de los sindicalistas más extraordinarios
que ha parido Extremadura, fallecido en 2010, en Tarrasa, donde tuvo que
emigrar en busca de trabajo, se refería a la construcción de los años
setenta también con una metáfora bélica: “Te sentías mal, te sentías
avasallado constantemente… Cuando entrabas en la obra era como en la
mili, donde los capitanes te decían “aquí los huevos los dejas en el
cuerpo de guardia”, pues allí los huevos los tenías que dejar abajo en
la obra, que arriba mandaban ellos. No tenías derecho más que a trabajar
y solo a trabajar. No te daban de alta en la seguridad social y si
caías malo te tenías tú que pagar los médicos, porque si denunciabas a
la empresa, encima no volvías a trabajar en Badajoz”. Fernando Rejas, abunda en ese último atropello, tan habitual entonces: “Los
patronos y los pistoleros daban de alta a unos sí y a otros no. Iba la
mujer al médico a llevar al chiquillo y resulta que no te tenían dado de
alta. Y hablo de las obras grandes, como por ejemplo la barriada de la
Cruz del Río, aquí en Villanueva, que se hizo por entonces”. Y
detrás del hambre canina de plusvalía, del impulso ciego del capital, de
la precariedad y la inseguridad permanentes, el albañil herido, el
cuerpo que cae al vacío, el reguero interminable de muertos en accidente
laboral.
Así nace la conciencia. “A las tres de la tarde, la plomada pregunta, los niveles nivelan y al compás del trabajo piensa el hombre”
(Eladio Cabañero). Y en la pelea continua por el alta en la seguridad
social, por la nómina, por el finiquito, por los certificados de
empresa, por que se paguen los domingos y las vacaciones o por que se
cumpla la ordenanza laboral, va creciendo la dignidad y la certeza
inapelable del conflicto. Y un día es Fernando el que le dice al patrón
de turno, sereno pero firme: “a la nómina le falta dinero”. Y otro día
es Miguel el que da el paso adelante: “No te vas a comer la liquidación,
ya se te ha acabado fumar tabaco Jean con mis perras”. Y, al siguiente,
son Joaquín y José Antonio de la Flor los que van a reclamarle los
salarios impagados al pistolero correspondiente, al bingo donde se los
funde o a la puerta de su casa. Y así, amasando experiencia y
conciencia, tanteando los límites de lo posible y pensando cómo
rebasarlos, va alzándose la convicción de que la unidad y la lucha son
el único camino.
La invasión de la cochambre
El 5 de julio de 1975 se celebra en Burgos un gran festival de música
pop, en el que actuan grupos como Burning o Triana y al que asisten más
de 4.000 jóvenes de toda España. Al día siguiente, La Voz de Castilla,
sorprende con una portada que ha hecho historia: La invasión de la
cochambre. El título sensacionalista del diario va más allá del
prejuicio contra determinadas corrientes o tribus musicales, condensa el
espíritu con el que los sectores más retrógrados del país afrontaban la
inminente transición política. Y recuerda el sempiterno desprecio que
en España han exhibido siempre los señoritos hacia “la chusma analfabeta y homicida que os empeñáis en llamar pueblo” (Concha Espina), hacia “el tizne de obreros del andamio, que huele a sangre, sudor y alpargata” (Agustín de Foxá).
En las últimas décadas ha madurado un sólido movimiento popular de
oposición al régimen, un frente antifranquista muy plural integrado por
sectores profesionales y del magisterio, por movimientos como el
estudiantil o el vecinal e incluso por una parte de las bases de la
Iglesia Católica. Pero, sin lugar a dudas, el sujeto político
fundamental y el motor de ese movimiento que exige la ruptura
democrática será, durante esos años, el movimiento obrero. Este hecho se
ha ocultado deliberadamente en el discurso oficial sobre ese período. Y
no es casual, porque, como apuntará Rafael Chirbes, los dos actores
decisivos excluidos del gran pacto de la transición serán el exilio y la
clase obrera.
En el interior del movimiento, el sindicalismo
de la construcción jugará un papel crucial. Ya de por sí, a lo largo de
la historia contemporánea los albañiles han desempeñado una función
relevante. Pero a estas alturas de siglo y tras la transformación
fordista en la organización del trabajo, el legado de aquella clase
fundadora de la masonería que construía al mismo tiempo obras y logias
de fraternidad o el más reciente ejemplo de militantes de la CNT como
Cipriano Mera, el albañil que no quiso ser general y que declaraba
orgulloso que su verdadera victoria había sido la paleta, eran poco más
que entrañables ecos. Habría de ser una nueva generación, que no vivió
la derrota de la guerra civil en primera persona, quien pusiera en pie
las nuevas formas de unidad y de lucha. Y así, asistimos “al gran
salto sorpresivo para muchos, al ver cómo la construcción, los más
parias de toda la clase obrera, sometidos a una dispersión constante por
la eventualidad, se incorporaba masivamente a la vanguardia del
movimiento” (José Luis Nieto). Los grandes ríos nacen en los
pequeños ojos de agua y en la conjunción de los afluentes. Y los grandes
movimientos lo hacen en la articulación de las iniciativas
individuales, “en la paciencia de esperar el momento justo para actuar
con otros”, en el proceso acumulativo de la entrega y el sacrificio de
muchos.
Durante los años setenta, el nuevo sindicalismo de la
construcción se extiende paulatinamente por toda España. De ese proceso
de expansión podemos destacar cinco grandes hitos fundacionales. El
primero de ellos, en 1970, es la huelga de Sevilla. Se trata de la
primera huelga general de la construcción en España tras la guerra civil
y la represalia será dura: 2.000 suspensiones de empleo y sueldo. Pero
los trabajadores han encontrado un nuevo método de lucha, un nuevo
instrumento organizativo que será fundamental en el ensanchamiento
posterior del movimiento. El piquete informativo se convierte “en una culebra que serpentea de obra en obra recogiendo a su paso a un creciente número de trabajadores”
(Manuel del Álamo). Como le gustaba decir a Joaquín Vega, “una huelga
de la construcción sin piquete es como un jardín sin flores”.
El segundo acontecimiento, que conmocionará a toda España, es la huelga
de Granada. Un mes después de la de Sevilla, los trabajadores granadinos
ponen en pie un formidable paro general por el convenio de la
construcción. La huelga se salda con una alevosa y brutal represión. El
21 de julio de 1970, la policía ametralla la manifestación obrera, hay
113 detenidos, decenas de heridos de bala y tres trabajadores muertos,
Antonio Cristobal Ibáñez Encinas, Manuel Sánchez Mesa y Antonio Huertas.
El gobernador civil prohíbe que el entierro sea público, pero la lucha
continúa. Se inicia un encierro y la huelga se prolonga una semana más.
Estremece leer ahora los documentos aprobados durante esos días por los
obreros granadinos, rebosantes de coraje y lucidez. “Hemos acordado
que la diferencia de sueldo entre el oficial y el peón sea mínima, para
que no existan entre nosotros diferencias de clase”; “Las horas extras
tienen que estar descartadas mientras haya parados. Se desgasta la
gente, que no puede vivir. No se trata con los hijos, no se vive en
familia, no se descansa. Las horas extras son una estafa que nos hacen
los empresarios” (Enrique Tudela).
El tercer gran jalón son
las huelgas en Madrid y el asesinato de Pedro Patiño. En Madrid, el
movimiento de la construcción es ya muy vigoroso, pero ahora, recogiendo
las experiencias de Sevilla y Granada, se rompe definitivamente el
“apoltronamiento” (Arcadio González). El 3 de septiembre de 1970 se alza
una imponente huelga de rama, como no se conocía en la ciudad desde
1936. Las reivindicaciones son cristalinas: contra la eventualidad, por
el subsidio de paro y por la eliminación de destajos y horas extras. De
resultas de la huelga hay más de cien detenidos pero el proceso es ya
imparable. En Granada, en Sevilla, en Madrid, los trabajadores están
fundando un nuevo sindicalismo, las Comisiones Obreras, que Francisco
García Salve, el cura Paco, definirá con siete características: un
movimiento de masas, no clandestino, organizado desde la base, de
carácter asambleario, que compagina la lucha legal con la extralegal, y
busca los intereses sociopolíticos de todo el proletariado.
El
movimiento crece día a día y va forjando sus coordinadoras, sus
referentes naturales, no dirigentes externos, sino militantes fraguados y
curtidos en las obras. Arcadio, Tranquilino, Macario Barja, Cipriano
García, Ángel Rozas, Luis Romero, son algunas de las cabezas visibles de
esa hidra combativa que ha surgido en los tajos. Y dentro de ese núcleo
extraordinario de luchadores, destaca la entrega de muchos extremeños
de la diáspora como Manuel Pozo, Paco Sancho o Víctor Santos.
Las Comisiones Obreras de aquella época son una creación extraordinaria,
el producto de una confluencia muy plural en la que sobresale la
aportación de todas las familias comunistas y el compromiso de buen
número de cristianos de base. “Yo creo en la clase obrera”: es el título
de un libro de Francisco García Salve, donde narra su inserción en el
movimiento. El libro fue secuestrado y el autor procesado en 1980.
García Salve formaba parte del nutrido grupo de curas obreros
comprometidos hasta el tuétano con la lucha obrera. Había sido jesuita y
pasó de ser un prolífico autor de libros sobre espiritualidad para
jóvenes, cristianismo conciliar y yoga al andamio y la asamblea. Lo dejó
todo en Bilbao y se hizo “carne y sangre obrera” en Madrid, viviendo en
una chabola y trabajando como peón de la construcción.
El
poder no sabe cómo atajar aquel seísmo de los nadie y eleva el listón
represivo. El 13 de septiembre de 1971, durante una nueva huelga, la
Guardia Civil mata a tiros a Pedro Patiño, un señalado militante de
CCOO. El crimen es tan manifiesto que sus verdugos le entierran entre
fusiles sin permitir que ni siquiera los familiares más íntimos puedan
darle el último adiós.
El cuarto momento fundamental es, de
nuevo, otra huelga y otro asesinato. Ahora es en Barcelona, en Sant
Adrià de Besòs, en la construcción de la planta térmica. La víctima de
la represión policial se llama Manuel Fernández Márquez, un trabajador
de veintisiete años, casado y con un hijo de dos años. Es extremeño, de
Villafranca de los Barros, un nómada más de la sorda rebelión, de la
emigración forzosa, que ha cambiado el pastoreo por el andamio y el
cortijo por el suburbio. “Un hombre con ropa de trabajo es un latido
entre la lluvia. El latir de Manuel Fernández Márquez formará parte de
la plantilla de los mil trescientos empleados de Construcciones
Pirenaicas S.A. (Copisa), la principal de las empresas que trabajaban en
el montaje de la nueva planta eléctrica de San Ádrián” (Javier Pérez Andújar).
Es 3 de abril de 1973. La policía ha tomado la fábrica, en respuesta a
la convocatoria de huelga. Los trabajadores quieren acceder al interior,
pero la policía se lo impide y les ordena que se dispersen. Comienzan
las cargas, comienza la desigual batalla. Dos trabajadores están tirados
en el suelo. Uno está herido, se llama Serafín Villegas, tiene 25 años,
un disparo le ha rozado el cuello. El otro es Manuel Fernández Márquez,
yace sobre un charco de sangre, una bala le ha atravesado la cabeza.
Son las ocho de la mañana, la noticia del asesinato se extiende como la
pólvora. Al día siguiente un compañero de trabajo comienza a leer un
poema en el funeral: Manuel Fernández murió por gritar Yo soy yo y mis
compañeros. No puede acabar de leer, la policía arremete contra la
multitud congregada para repudiar el crimen…
Y, por último, las
grandes huelgas de 1976 y 1977. El gobierno impone un tope salarial del
17% pero los trabajadores lo rompen una y otra vez, logrando en muchos
casos subidas del 40%. Y, junto a la protesta contra la congelación
salarial se abren paso las reivindicaciones socio-políticas, la
amnistía, las libertades y el sindicato obrero. El gobierno se asusta
del efecto contagio y se opone a homologar el acuerdo de Madrid que ha
elevado de modo sustancial el sueldo base del peón. Estalla la primera
huelga general de la construcción en toda España, que tendrá lugar entre
el 26 al 30 de abril de 1976.
Los Pactos de la Moncloa,
firmados en octubre de 1977, son presentados como “una tregua política y
social” para acabar de asentar el régimen democrático. Pero, en la
práctica, como analizará Agustín Moreno, la motivación central es “la
recuperación de la tasa de ganancia, la remisión forzosa de los
salarios reales, disciplinar a la clase obrera a nivel laboral y
dividirla a nivel sindical y político, impedir las movilizaciones y la
formación de un proletariado que desvíe su combatividad a la
participación pasiva en las elecciones”. El poder persigue que la
política abandone los centros de trabajo y los barrios y se encierre en
el parlamento. La estafa de la Transición avanza.
La primavera de los albañiles
Soy una piedra terrera
que el mundo desprecía al verme
soy un escombro cualquiera
pero en diciendo a romperme
soy un metal de primera
(El Cabrero)
Como recuerda el historiador Juan Andrade, Extremadura presenta unas
dificultades específicas para organizar la movilización social: el
raquitismo industrial, la memoria de la cruenta represión o la sangría
migratoria lastran el movimiento. “En Extremadura las condiciones
objetivas eran bastante adversas para la gestación y el desarrollo de un
movimiento de masas de oposición al régimen, análogo, aunque fuera a
pequeña escala al que se daba en otras zonas del Estado”. Pero, a pesar
de ello, los trabajadores extremeños van a plantar cara de un modo
insospechado.
Antes de la gran huelga del 78, tres fogonazos
señalan la combatividad de los obreros de la construcción. El primero
será la huelga de febrero del 76 en Badajoz. El día 12, más de dos mil
trabajadores –según el diario Hoy, poco sospechoso de veleidades
obreristas- participan en una manifestación no autorizada que recorrerá
toda la ciudad. Los conatos de enfrentamiento con la policía durante el
recorrido son constantes. Al final de la manifestación, el alcalde y los
responsables del sindicato vertical se ven obligados a recibir a la
comisión obrera. Y después de la reunión, sesenta trabajadores se
encierran en la catedral. La movilización sorprende a los patronos y a
los políticos y, tras una semana de lucha, se eleva el salario mínimo
desde las 9.583 a las 14.050 pesetas. El segundo foco de conflicto serán
las obras de las centrales nucleares de Almaraz y Valdecaballeros,
donde se librarán importantes conflictos durante la transición. Y el
tercer aldabonazo se producirá en Cáceres. Allí, el 29 de septiembre de
1977 se inicia una movilización que pondrá contra las cuerdas a la
patronal, aunque se cierra, tras más de un mes de huelga indefinida, con
un sabor agridulce después de la aceptación del laudo que dicta el
gobierno.
En Badajoz se velan las armas de una contienda que se
intuye inminente, pues el convenio ha de renegociarse en marzo. La
patronal ha aprendido de la derrota del año anterior y tiene ahora una
nueva carta que vale oro, el paraguas de los Pactos de la Moncloa, que
establecen un tope salarial del 22% y reman a favor de la
desmovilización. Los empresarios, conscientes de la importancia
estratégica del conflicto que se avecina, pone sobre la mesa la primera
escaramuza, una de sus amenazas favoritas, la tabla de rendimientos
mínimos. Por su parte, los sindicatos, presentan una propuesta
reivindicativa que hoy sonaría timorata: 30 días de vacaciones, jornada
de 40 horas y 27.000 pesetas de salario.
La patronal da largas y
a finales de marzo los trabajadores deciden ir a la huelga. CCOO y UGT
proponen que sean paros intermitentes, pero la asamblea se inclina por
la propuesta de la CSUT que aboga por la huelga indefinida. Con el paso
de las semanas, la división sindical se convertirá en el auténtico talón
de Aquiles de los trabajadores. La pugna latente entre CCOO y el
sindicalismo más contestatario obedece a razones diversas. En primer
lugar, dos de esas organizaciones, la Confederación Sindical Unitaria de
Trabajadores (CSUT) y el Sindicato Unitario (SU) -con sólida presencia
en Badajoz y Mérida, respectivamente- han nacido como escisiones de
CCOO, y se establece entre ellas y el sindicato matriz una dinámica en
la que prima más la competencia que la unidad. Pero además, los Pactos
de la Moncloa y el rumbo de la transición, han abierto un debate
estratégico de envergadura. CCOO se encuentra ante una encrucijada que
gravitará constantemente durante la huelga: o acepta la lógica del pacto
de austeridad o pelea por desbordarlo. Además, otras alternativas, muy
activas entonces, como la Unión Sindical Obrera (USO) y la AOA
(Asociación Obrera Asambleísta), se afanan también por abrirse un
espacio sindical.
El 6 de abril empieza la huelga con una
participación masiva: “Solo han trabajado los “piteros” y los
“garnacheros”. La fuerte implicación de los trabajadores impone una
dinámica unitaria, que trasciende el corporativismo de las
organizaciones sindicales. Asamblea y solidaridad serán las dos grandes
palabras que caractericen la huelga. “En Villanueva estábamos en
asamblea permanente, las hacíamos en la sede de CCOO. Desde allí se
organizaban los piquetes para todos los pueblos de la comarca llegando
hasta Castuera”, recuerda Miguel Rejas. “En Don Benito, la asamblea se reunía en la plaza y, desde allí se organizaba a diario el piquete, para recorrer tajos y pueblos”, relata Manolo Díaz, uno de los activistas más destacados en la ciudad. “En
Mérida, las asambleas se hacían en el local del Sindicato Unitario, en
la barriada de la Paz, pero después se quedó pequeño y empezamos a
hacerlas en el campo de fútbol. Los piquetes de solidaridad abarcaban
toda la comarca, e incluso llegamos a pueblos de Cáceres”, explica Elías Muñoz. “Desde
Almendralejo nos encargábamos de organizar todo el sur: Villafranca,
Zafra, Fregenal o Jerez de los Caballeros. Cuando conseguimos parar toda
la provincia es cuando tuvimos fuerza en la mesa de negociación”, cuenta Miguel Cansado, un joven albañil que tendrá un papel relevante en el conflicto y en los años posteriores.
Una corriente de solidaridad arropa la huelga. Hay colectas en todos
los pueblos y barriadas, recogidas de fondos para nutrir la caja de
resistencia, exposiciones benéficas, paros de solidaridad... La
identificación de las clases populares con la lucha de los albañiles es
espontánea. Los obreros de la construcción interpretan como ningún otro
gremio las fatigas y la dignidad del trabajo. Paco Umbral lo explicará
con palabras hermosas: “Siempre que escribo del pueblo estoy pensando
en los albañiles más que en el proletariado industrial. Un albañil
parado, para mí es una mitología de infancia, pueblo en estado puro, no
el mentido y fementido pueblo de los sainetes”.
Pero al
poder no le gusta que el pueblo puro se organice. El 27 de abril, en las
inmediaciones de la Plaza de San Juan, se produce una carga policial
violentísima. Los trabajadores se encuentran allí concentrados de forma
absolutamente pacífica. Están coreando “Salarios sí, hambre no” cuando
un oficial de la policía aparece por una de las calles laterales y grita
“a por ellos”. Botes de humo, palos, carreras. Una mujer de 40 años es
alcanzada por una bala de goma. Y los trabajadores se defienden como
pueden: “Allí volaban las mesas y las sillas, se las tirábamos a la
policía. Viendo que nos tenían cortadas las calles, nos encerramos en la
Iglesia, aunque sólo consiguieron entrar unos veinte. ¿Por qué esa
represión tan dura, si ya había muerto Franco y se suponía que estábamos
en democracia, si la gente sólo quería manifestarse?”. Así lo recuerda
Manuel Gutiérrez, conocido como Tole, uno de los yeseros más activos de
Badajoz durante décadas. Siete trabajadores son detenidos, entre ellos
Loly Trabajo, de USO, y Juan Antonio Gómez Morato, de la CSUT. El
Gobierno Civil pretende que a los trabajadores detenidos se les aplique
la jurisdicción de guerra. La represión será un factor importante en la
contención de la huelga: “Todavía había en los pueblos muchos
resquicios del franquismo”, recuerda Miguel Cansado. En Almendralejo,
sin ir más lejos, el teniente y un capitán de la guardia civil, nos
pegaron una paliza a otro compañero y a mí, a plena luz del día”.
Por la tarde se celebra una nueva reunión. La Delegación de Trabajo
propone ahora 23.200 pesetas. Y la patronal, que el día anterior ofrecía
22.780 pesetas, acepta la propuesta “a pesar de que supera los topes
del pacto de la Moncloa”. Pero la asamblea de trabajadores rechaza la
oferta y exige 26.500 pesetas. La pugna continúa y se extienden los
encierros en las iglesias de las principales poblaciones.
El
Primero de Mayo estará marcado en toda la provincia por la solidaridad
con la huelga. La crónica del diario “regional” Hoy de aquella fecha no
tiene desperdicio: “Una manifestación de neto cariz marxista, en la
que se enarbolaban banderas rojas, con la hoz y el martillo, y la verde,
blanca y negra con que se pretende representar a Extremadura. También
hubo alguna bandera republicana que no llegó a desplegarse, y la
ausencia total de la bandera española”. La huelga de la construcción
es mucho más que un conflicto de rama, están en juego también
equilibrios básicos de poder, el combate entre continuismo y ruptura
democrática está vivo.
El día 11 de mayo hay nuevos
enfrentamientos entre la policía y los huelguistas. Por esas fechas, los
trabajadores empiezan a dar signos de agotamiento. La caja de
resistencia sólo puede afrontar los gastos de la propia organización de
la huelga. “A los cuatro días, la caja de resistencia ya no
funcionaba. CCOO compró lentejas, garbanzos, leche, patatas, que se
repartían en la sede. Y gente que iba allí y daba dinero, como alguno
que llegó y aportó mil duros. Pero, con todo, así no se podían cubrir
las necesidades”, relata Miguel Rejas. Ahora, el tiempo juega en
contra de los obreros. En Mérida el Sindicato Unitario reclama al
alcalde que medie con los empresarios para que se sienten a negociar. La
respuesta de la patronal respira soberbia: “La patronal se ha reunido
con todas las centrales que lo han solicitado, fuesen todas o algunas de
ellas a espaldas de las demás, pues nuestro mayor interés es llegar a
un acuerdo”. Divide y vencerás. La patronal ha encontrado la grieta
donde hacer fuerza.
Paulatinamente, la centralidad del
conflicto se traslada del salario a la readmisión de los despedidos. La
cohesión obrera se rompe, las asambleas se tensan y los empresarios se
niegan a mantener la antigüedad de los trabajadores. Las mediaciones no
dan el fruto deseado. A finales de mayo la huelga está dando las
boqueadas. Por momentos, parece que son los empresarios los que mejor
han comprendido el “secreto heliotropismo de la lucha de clases” del que
hablara Walter Benjamin, la importancia de la subjetividad, del
sentimiento de victoria o de derrota, más allá de los números.
El 31 de mayo, tras una asamblea llena de incidentes, se firma el
convenio por parte de todas las centrales menos la CSUT. El salario se
fija en 23.610 pesetas. La reincorporación al trabajo se vivirá de modo
muy distinto en función del grado de cohesión de los trabajadores en
cada localidad. En unos casos se consigue que respeten la antigüedad y
en otros ni siquiera respetarán la indemnización por despido. Y aunque
el número de trabajadores que disfrutan de antigüedad es pequeño, este
hecho se convertirá en un extraordinario elemento de división, que los
patronos explotarán a conciencia. El pulso continuará ahora, pueblo a
pueblo, empresa a empresa. Pero mientras la izquierda y el movimiento
obrero abandonan la memoria de la lucha y de lo conseguido, la patronal
alimenta incesantemente el fiasco de la antigüedad y el sentimiento de
derrota.
Pero, ¿realmente fue una derrota? Es cierto que la
dura represión, el agotamiento de miles de trabajadores sin ningún tipo
de ingreso y la división sindical fueron factores decisivos para un
desenlace distinto al deseado. El movimiento se encontró desgarrado,
incapaz de trascender las acusaciones mutuas de entreguismo y
maximalismo. Ángel Álvarez Morales, secretario de organización de CCOO
por entonces y al cabo de unos años consejero de la Junta de
Extremadura, escribirá el 11 de junio, ocho días después de terminar la
huelga: “El consenso, a nivel parlamentario-político funciona
relativamente. No ocurre así en el marco laboral, en el que el disenso
entre patronales-centrales es manifiesto” y aboga por una negociación de los convenios más espaciada porque “la
cadena sucesiva de negociaciones colectivas es a todas luces
innecesaria, costosa y contraproducente para la economía global del país”.
Con esa mentalidad de funcionario del consenso es imposible ganar una
huelga de las dimensiones de esta. Y, como contrapunto, la actitud del
todo o nada, caracterizada por “la ausencia de un proyecto propio, la
coincidencia en las principales categorías con la izquierda mayoritaria
y la instalación en una especie de parasitismo táctico” (Agustín Morán).
Con todos sus errores, la huelga de la construcción del 78 será el
desafío más importante de los trabajadores extremeños a la patronal
durante décadas. “La primera huelga que tuvo que romper con el antiguo régimen que habíamos tenido y combatido” (M. Cansado).
Y, además, será capaz de arrancar un magnífico convenio que desbordaba
los Pactos de la Moncloa, alcanzando una subida salarial del 40%.
Joaquín Vega lo valoraba así: “Conseguimos que hubiera un convenio de
la construcción, que hasta entonces no había. Hasta aquel momento era
la ley de la selva, cada empresario te contrataba de la manera que le
daba la gana. Yo creo que la huelga fue un éxito, a partir de entonces
teníamos una herramienta de para pelear contra una patronal acostumbrada
a restallar el látigo”. Fernando Rejas abunda en la misma idea: “Para
nosotros la huelga fue positiva. Era uno de los convenios más altos de
España y quizás el primero en las ramas de la provincia. Al final se
llegó a 23.610 pesetas. ¿La antigüedad? No había gente que la tuviera,
apenas”. Y Miguel Cansado insiste también en esa valoración positiva muy positiva: “Se
ganó en calidad de vida y en condiciones de trabajo. Por ejemplo
conseguimos no tener que trabajar los sábados. Y hasta entonces las
vacaciones y las pagas extras no existían prácticamente”
La huelga abrió definitivamente el melón de los convenios colectivos en
Extremadura. Los obreros de la construcción junto a los jornaleros
serán en la región quienes señalen el camino de la negociación
colectiva. Y no sólo de los convenios, también del cooperativismo como
embriones de alternativa al sistema. En Don Benito, después de la
huelga, decenas de trabajadores constituirán cooperativas de
construcción, siguiendo el ejemplo de Cocodon, integrada por cuarenta
obreros.
Sin memoria no hay futuro
“El
tiempo de bocadillo no es regalo del patrón, está ganado con cada gota
de sangre de estos compañeros, cuando dan las seis y nos vamos a nuestra
casa esas horas están pagadas con la sangre de nuestros compañeros, y
si un sábado no se trabaja y se cotiza a la seguridad social esas
cotizaciones están ganadas con la misma lucha”
(Octavilla en Granada, 1970)
“La Transición tiene la firma del olvido”,
escribió Alfons Cervera. La firma del olvido y el refrendo del
silencio. El relato idílico de la transición se funda no sólo en la
salmodia de la reconciliación y del progreso, también lo hace en los
silencios y en los silenciamientos, en la amnesia programada de las
luchas populares.
Sobre la huelga de la construcción del 78
también se ha decretado la amnesia, como sobre tantos otros episodios
fundamentales dónde los de abajo pusieron el cuerpo y tomaron la
palabra. No es casual. Los olvidadores y los olvidadizos saben bien que
no debe recordarse aquello que cuestione la Transición no ya como estafa
política, sino además como negocio compartido por las élites políticas y
económicas. El sindicalismo de los años setenta suponía una amenaza
tanto para el orden político, como para el orden económico. Cuestionaba
el régimen del beneficio capitalista y la democracia de juguete que se
impuso.
En las cunetas de la historia han quedado muchos
episodios olvidados que necesitamos recuperar. Cuando le preguntaban a
Manuel Sacristán por qué se dedicaba a estudiar y escribir sobre
personajes como el Indio Gerónimo o Ulrike Meinhoff lo explicaba así: “Empecé
a intentar entender lo que había quedado liquidado en la cuneta por la
marcha histórica, como reacción a la bestial y siniestra idea ésa de los
vertederos de la historia”. Hay que rescatar los momentos en los
que la gente de abajo se unió, luchó y venció. Y rescatar también los
caminos cegados, las posibilidades negadas, lo que pudo haber sido y no
fue.
Sacar a la luz las semillas, recuperar los momentos preñados de sentido. Sin memoria no hay estrategia ni tampoco futuro.
Joaquín
Vega, Salustiano Gómez Lillo, Genaro Gómez Lillo, Loly Trabajo, Gómez
Morato, Manuel Gutiérrez, Agustín Cienfuegos, de Badajoz; Manolo Díaz,
Ramón Fernández, José María Díaz, Manolo Manzano, José María Tamargo, de
Don Benito; Joaquín Martínez Trejo, Luis Méndez, Elías Muñoz, de
Mérida; Miguel Cansado, Román Franganillo, de Almendralejo; Fernando y
Miguel Rejas, Melchor Rodríguez, Francisco Sánchez, de Villanueva de la
Serena… Son sólo un ramillete de nombres de esa generación valiente de
trabajadores que se curtieron en esta huelga y que lucharon por los
derechos que disfrutamos. Este escrito se hace en señal de
agradecimiento a su entrega y a la de todos los trabajadores que
participaron en la huelga.
1 comentario:
Si hay alguien que ejemplariza la ética social de una manera consecuente y sistemática, ese es Manuel Cañada. Personas como Manuel son el faro de conducción de muchos que le admiramos. Gracias, Manuel, por tu existencia ética en este mundo tan bárbaro.
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