martes, 14 de diciembre de 2010

Conferencia Juan Francisco Martín Seco


JORNADAS SOBRE FISCALIDAD, GASTO SOCIAL, ESTADO DE BIENESTAR Y POLÍTICA TERRITORIAL

IMPUESTOS: NECESIDAD, SUFICIENCIA Y PROGRESIVIDAD
Juan Francisco Martín Seco
Córdoba, viernes 28 marzo



INTRODUCCIÓN

Casi todas las críticas al sector público, la mayoría de las posturas contrarias a la intervención del Estado en la economía, terminan en una queja acerca del alto grado de presión fiscal y en denostar a la Hacienda Pública como estructura parasitaria de la sociedad, que esquilma el sacrosanto fruto del trabajo individual. El hecho fiscal es campo abonado para que el liberalismo económico coseche adeptos. Ciertamente a nadie le gusta pagar impuestos y, por esa razón, en este ámbito los razonamientos demagógicos encuentran fácil eco.
Por otra parte, la forma en que los tributos nacieron y se estructuraron a lo largo de la historia colabora también a la propagación de esta actitud negativa. La estructura impositiva guarda una correlación casi perfecta con los distintos mecanismos y formas organizativas del poder. En aquellas épocas históricas en que el poder se fundamentaba de manera especial en la dominación de los vencedores sobre los vencidos, eran estos los que soportaban casi en su totalidad las cargas fiscales. En la etapa feudal, la imposición recaía sobre los braceros, jornaleros, campesinos y plebeyos en general, y servía para financiar los gastos suntuarios y las aventuras bélicas de señores y reyes. A menudo, resulta difícil distinguir lo que eran tributos en sentido estricto de lo que más bien se podía considerar como rentas o gravámenes sobre las tierras; del mismo modo que a veces cuesta discernir en las relaciones jurídicas de aquella época dónde terminaba el dominio sobre la tierra y dónde comenzaba el ejercido sobre las personas. En las monarquías absolutas, los tributos tenían como objeto mantener a la Corona. No existía, por supuesto, distinción entre el patrimonio del príncipe y el del Estado o nación. La carga tributaria recaía sobre el pueblo llano, mientras que la nobleza y el clero estaban exentos de todo gravamen.
Hasta la llegada del nuevo régimen surgido de la Revolución Francesa, los impuestos se configuran como importantes instrumentos de los que se valen los poderosos para oprimir, explotar y expoliar a las clases bajas[1]. Y por eso, no puede extrañarnos que en casi todas las revoluciones y revueltas populares esté presente el tema fiscal como una de las reivindicaciones capitales. En la etapa anterior al capitalismo, la expoliación económica no se practica en el propio proceso productivo, sino posteriormente mediante instrumentos coactivos, es decir, a través de impuestos o cargas fiscales[2]. En el Antiguo Régimen la explotación y la injusticia hunden sus raíces más en el sistema político que en el económico, y por eso la Revolución Francesa es ante todo una apuesta contra aquel y en favor de los derechos y libertades civiles.
A partir de la Revolución Francesa[3], la organización política de la mayoría de los países civilizados sufre, aunque a distinto ritmo, profundas transformaciones. El soberano ya no es un déspota más o menos ilustrado; el soberano, al menos en teoría, es el pueblo. La Hacienda Pública se separa del patrimonio del monarca, y se constituye como el conjunto de bienes y recursos necesarios para hacer frente a las cargas de la comunidad. Al mismo tiempo, se produce en el ámbito económico una transformación tanto o más importante. El desarrollo y extensión del sistema capitalista implica la segregación del trabajador del resultado de su actividad. La división del trabajo, el maquinismo, la revolución industrial y la importancia progresiva que el capital asume en el proceso productivo establecen una nueva estratificación social, con una profunda división en clases. En la mayoría de los países se han abolido los privilegios jurídicos y ha desaparecido la esclavitud, pero la dualidad social ha surgido entre los que son dueños de los medios de producción y aquellos que solo disponen de la fuerza de su trabajo.
La desigualdad económica, la explotación, no tienen ya en primera instancia raíces políticas, sino más bien económicas. Surgen del propio proceso productivo. Para la mayoría de los ciudadanos la posibilidad de trabajar está condicionada a encontrar un puesto en el mercado laboral y, por lo tanto, a expensas de quien posee los medios de producción, es decir, el capital. El desempleo significa la miseria y la marginación, y el trabajador se ve obligado a vender lo único que posee, la fuerza de su trabajo, en un mercado desigual. Es en ese mercado donde se determina la parte del producto destinada a retribuir al trabajador y la destinada a primar al capital. Se fija en última instancia la distribución y, por ende, el grado de igualdad o desigualdad social.
En esa nueva sociedad, las clases dominantes no necesitan ya de exacciones coactivas impuestas desde el poder político. El mercado, y la injusta distribución que comporta, crea las condiciones adecuadas para la desigualdad y la explotación. Lo único que precisan es que el Estado no intervenga en la economía o que intervenga tan solo para garantizar la permanencia del "statu quo". Pero, precisamente por lo mismo, desde las capas más bajas, desde el movimiento obrero, sindicatos y partidos de izquierdas, se empieza a reclamar una postura activa del Estado en el proceso productivo. Comienza a tomar forma una nueva concepción de los tributos. Estos no son ya los instrumentos que utilizan los poderosos para oprimir y expoliar a las clases bajas, sino, antes bien, uno de los medios de los que se puede valer un Estado democrático para compensar los excesos del poder económico y corregir la concentración abusiva de riqueza en pocas manos.

En estas coordenadas, los impuestos pueden asumir el papel de instrumentos vitales a la hora de corregir y minimizar las desigualdades sociales. La teoría de la Hacienda Pública ha ido evolucionando alejándose de los principios sobre los que se sustentaba en el Antiguo Régimen. Los impuestos dejan de ser transferencias de fondos de las clases pobres a las poderosas, para convertirse en el medio por el que los ciudadanos financian las cargas de toda la comunidad. Aparece por tanto la necesidad de los tributos y la exigencia de que los sistemas fiscales gocen de suficiencia para poder sostener los gastos del Estado.

NECESIDAD Y SUFICIENCIA DE LOS IMPUESTOS
La estructura impositiva de un país debe tener la suficiente potencia recaudatoria como para sostener las cargas del Estado; pero de qué Estado estamos hablando. El Estado liberal, el del lassez faire, lassez passer, cuyos gastos se reducen a la policía, la defensa, la justicia y poco más, es por supuesto muy distinto -y su sistema fiscal también debe serlo- del Estado social que tiene que asumir múltiples funciones y competencias, garantizando a todos los ciudadanos, sea cual sea su renta, unos servicios mínimos: educación, sanidad, prestación de desempleo, pensiones,  infraestructuras, etc.
Existe la sospecha de que la ofensiva contra los impuestos es más bien una ofensiva contra el gasto público, en concreto contra los gastos sociales. Pero, en realidad, el planteamiento suele estar equivocado. En la mayoría de los gastos no se trata de saber si se van acometer o no tales gastos. Por lo general, los gastos con mayor o menor eficacia, con mayor o menor extensión, tienen que realizarse. En un país no se puede eliminar la sanidad o la educación. La única elección consiste en si se van a financiar mediante impuestos o mediante precios. El que lo sea mediante precios no significa que el gasto vaya a ser menor. Con frecuencia es todo lo contrario; pero eso sí, la cobertura será totalmente sesgada y dirigida únicamente a los privilegiados. El caso más evidente es el de la sanidad en EEUU en la que, a pesar de ser altamente deficiente y dejar sin cobertura total o parcial a un gran número de ciudadanos, el gasto por habitante es cuatro veces el de España.
En relación con la suficiencia del sistema tributario, se encuentra también un tema planteado de forma teórica en la Hacienda Pública. Digo que es un problema teórico, porque jamás ha sido viable, y menos que nunca ahora que el Estado tiene que asumir múltiples objetivos: basar el sistema fiscal en un solo impuesto. La suficiencia y la equidad de un sistema fiscal exigen una pluralidad de impuestos complementarios y debidamente armonizados, que graven las manifestaciones de capacidad económica de los ciudadanos. La conclusión tiene su importancia en los momentos actuales cuando algunos han encontrado la piedra filosofal, y siempre que quieren arremeter contra un gravamen (patrimonio, sucesiones) se escudan en la doble imposición. Tachan de injustos a estos impuestos porque los recursos que se pretende gravar han tributado ya por el IRPF. Y es que, dado el proceso circular de la renta, todos los impuestos estarían inmersos en este concepto. De acuerdo con esta visión tan estrecha, solo podría existir un tributo. ¿Acaso no tendríamos que hablar de doble imposición en el IVA o en los Impuestos Especiales, ya que los recursos que dedicamos al consumo han sido previamente gravados en el Impuesto sobre la Renta? En el Impuesto de Trasmisiones, ¿no son los mismos bienes los que se gravan en una serie indefinida de transacciones? Y qué decir del IBI, este sí que es un impuesto de patrimonio, solo que generalizado, no progresivo y que recae exclusivamente sobre los bienes inmuebles, con lo que afecta principalmente a las rentas bajas. Nadie ha pedido sin embargo su supresión, todo lo contrario, se está incrementando de forma espectacular, entre otros motivos para compensar la eliminación del impuesto de actividades económicas de los empresarios.
EQUIDAD HORIZONTAL
La equidad horizontal exige que dos contribuyentes en idénticas condiciones soporten la misma carga fiscal. Así enunciado, este principio parece bastante evidente y no harían falta más explicaciones si no fuera porque hoy la estructura autonómica está poniéndolo en entredicho.
Podría pensarse que la expresión déficit fiscal aplicada a una autonomía significaría lo mismo que cuando se aplica a un país, es decir, el resultado presupuestario, la diferencia entre los gastos y los ingresos de la correspondiente administración autonómica. Nada de eso. Podría pensarse también que la denominada balanza fiscal es el equivalente a la balanza de pagos de una nación, pero en el ámbito de una Comunidad Autónoma. Tampoco van por ahí los tiros.
El concepto que han divulgado los nacionalistas o aquellos que a su sombra mantienen posturas regionalistas nada tiene que ver con todo lo anterior. Se refiere al resultado, positivo o negativo, entre lo que cada Comunidad contribuye al erario público, principalmente mediante los impuestos, y lo que obtiene de éste mediante las infraestructuras, los servicios y las prestaciones públicas. Entendido de tal manera el concepto, tiene un vicio de partida: no son los ciudadanos los que aparecen como contribuyentes y receptores, sino las Comunidades Autónomas. Ahora bien, la equidad no puede medirse en clave territorial, sino personal. La cuestión no es tanto si una Comunidad recibe o paga más o menos, cuanto si dos ciudadanos, residan en el territorio que residan y siempre que se encuentren en idénticas circunstancias, son gravados en las misma cuantía y reciben los mismos servicios.
El mal llamado déficit o superávit fiscal de una Comunidad es simplemente el resultado que se deduce de manera automática de la agregación de los saldos de sus residentes. Las Autonomías con una renta per cápita inferior a la media nacional tendrían lógicamente que presentar superávit en su llamada balanza fiscal. Por el contrario, aquellas que disfrutan de una renta per cápita superior a la media parece natural que arrojen déficit. Este no tiene otra significación que la de indicar que nos encontramos en una Comunidad rica y más prospera que el resto.
Es este carácter de segunda derivada el que dificulta la elaboración de las balanzas fiscales. En una economía interrelacionada y con una Hacienda Pública, tal como debe ser, centralizada, no resulta fácil regionalizar los ingresos y los gastos. Por poner un ejemplo, los recursos que la Caixa realiza en la Agencia Tributaria de Barcelona pueden provenir de las retenciones sobre la nómina y, por lo tanto, de los impuestos abonados por un empleado de esa institución financiera en Sevilla; y los ingresos realizados por Freixenet, del IVA soportado por los consumidores de Extremadura.
EQUIDAD VERTICAL
A lo largo de los dos últimos siglos se ha ido dando cabida al principio de equidad, aunque se ha interpretado sucesivamente de diferentes maneras. En un sentido más bien raquítico y restringido, la equidad se identificó con la capitación, de forma que todos los contribuyentes debían soportar en igual medida las cargas fiscales. Se trataba, sin duda, de un avance porque eliminaba los privilegios y exenciones de la nobleza y del alto clero, pero resultaba a todas luces insuficiente al no considerar la riqueza y la renta que cada persona poseía. La falta de justicia parecía ser tanto mayor cuanto que cabe plantearse si los beneficios que el Presupuesto suministra no están en proporción directa con el nivel de vida y con el patrimonio que se posee, y cuyo disfrute es garantizado por el Estado.
La doctrina fiscal, por tanto, se fue decantando por sistemas más equitativos, en los que la carga tributaria estuviese en relación con la capacidad económica, fuese cual fuese la variable (renta, patrimonio, etcétera) que midiese esa magnitud. Según se adoptase un criterio más o menos exigente, el sistema resultante sería proporcional o progresivo. El sistema proporcional implica que cada contribuyente renuncia en favor de la Hacienda Pública a un porcentaje igual de su renta o patrimonio, aunque lógicamente la cantidad pagada en valores absolutos sería mayor a medida que aumentase la capacidad contributiva del ciudadano. El sistema progresivo da un paso más. Se acepta que cuanto mayor sea la capacidad económica del contribuyente, mayor debe ser el porcentaje que aporte de su renta o patrimonio. Con esta última posición se asume el carácter redistributivo de la tributación, al tiempo que se va admitiendo que el presupuesto debe hacerse cargo de los gastos de protección social y del sostenimiento de determinados servicios públicos, cuyos principales beneficiarios van a ser las capas económicamente más débiles de la población y, por lo tanto, deja de ser cierto que las prestaciones públicas benefician más a aquellos que poseen mayor riqueza. El papel de la Hacienda Pública se invierte y, lejos de originar transferencias de fondos de las capas inferiores a las superiores, redistribuye la renta y reduce la desigualdad que ha generado el mercado.
IMPUESTOS DIRECTOS - INDIRECTOS
Los defensores del liberalismo económico repudian en general toda imposición y propugnan una presión fiscal lo más baja posible. Pero, al mismo tiempo, son conscientes de la necesidad de mantener algunas cargas fiscales para que el Estado pueda asumir ciertas funciones acordes con sus intereses. El liberalismo económico no pretende la desaparición del Estado, solo su reclusión a aquellas esferas convenientes para el desarrollo del capital y de las clases acomodadas. Por eso la ofensiva contra la imposición no suele realizarse de manera indiscriminada, sino que se ataca primordialmente la imposición directa y se muestra una clara preferencia por los impuestos indirectos que, al no ser personales, carecen prácticamente de progresividad. Esta opción netamente ideológica se oculta tras forzados argumentos técnicos, tales como que los impuestos directos desincentivan la actividad económica o que los impuestos indirectos son más fáciles de controlar y, por lo tanto, el fraude menor.
Cuesta aceptar esta última afirmación. No existe motivo alguno que induzca a creer que es más sencillo el control de los impuestos indirectos que el de los directos. No parece, por ejemplo, que el fraude en el Impuesto sobre el Valor Añadido pueda detectarse mejor que en el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas, o de Sociedades. Es más, en algunos casos suelen coincidir las bolsas de evasión fiscal. La ocultación de ventas o la compra de facturas falsas, cuando se realizan, tienen repercusiones en todos los tributos; como no podía ser menos, ya que se parte de la misma contabilidad. Es cierto que en determinados impuestos indirectos -como los que gravan el tabaco, la gasolina o el alcohol- el control es mucho más sencillo y el fraude menor; pero ello se debe únicamente al especial sistema de distribución que tienen estos productos, del mismo modo que existen determinadas fuentes de renta o sectores económicos más controlables que otros.
La verdadera finalidad de aquellos que se inclinan por los impuestos indirectos y en contra de los directos es la de reducir o minimizar la progresividad del sistema, su carácter redistributivo.
LA COARTADA DE LOS EFECTOS ECONÓMICOS
En todas las épocas y organizaciones sociales las elites dominantes han preferido disfrazar sus intereses tras motivos altruistas o de conveniencia general. Incluso en los regímenes autocráticos o dictatoriales, en los que no se pide opinión al pueblo, se ha considerado siempre que el engaño, la propaganda y los falsos argumentos constituían una ayuda inestimable a la hora de mantenerlo sometido. Pero si este proceder es conveniente en cualquier sistema, se convierte en imprescindible en las sociedades llamadas democráticas en las que, a pesar de todos los defectos de las democracias formales, los gobernantes deben someterse periódicamente al refrendo de las urnas. Ninguna formación política puede presentarse abiertamente a unas elecciones con un programa que afirme explícitamente su intención de beneficiar a los ricos y perjudicar aun más a los pobres y, sin embargo, todos los partidos terminan siendo sensibles a las presiones de los poderes económicos, e incluso promueven sus intereses por encima de cualquier otra consideración. En todos los casos, las fuerzas económicas y las fuerzas políticas que las favorecen necesitan revestir sus intenciones con una máscara de neutralidad y objetividad, disfrazando de bien general lo que solo va en beneficio de unos pocos y, por lo tanto, en perjuicio de la mayoría. El neoliberalismo económico ha prestado un servicio inestimable en esta tarea.
En el campo fiscal se participa, como es lógico, de este doble lenguaje. El mecanismo ha consistido en fijar para los impuestos múltiples finalidades y en defender que el alcance de estos objetivos está en contradicción con su función redistributiva. Es decir, contraponer una vez más equidad a eficacia. En una sociedad igualitaria -dicen- se perdería el estímulo para trabajar, producir y crear, el progreso se detendría. Nadie pone en duda que un cierto grado de desigualdad es imprescindible, está inserta en la misma ley de la naturaleza y es, por lo tanto, imposible de erradicar. Pero ello nada tiene que ver con los enormes desequilibrios sociales y económicos que se dan hoy, tanto a escala nacional como mundial. Esas inmensas desigualdades no solo son innecesarias, sino incluso contraproducentes para la eficacia del sistema.
Los argumentos que se manejan son inconsistentes. Existen dudas más que razonables de que una imposición progresiva sea un elemento esencial a la hora de decidir si se asume una mayor carga de trabajo, entre otras razones porque a ciertos niveles de renta, que es donde se plantea la alternativa, son más bien otros los motivos que actúan, tales como el prestigio, el poder, etcétera; aun cuando la razón económica cuente, la remuneración es tan elevada que incluso después de fuertes impuestos continúa siendo atractiva. Por otra parte, en sociedades con altos niveles de desempleo este argumento se convierte casi en insultante. Precisamente una tributación progresiva puede ser un medio eficaz para repartir el trabajo, haciendo menos atractivo el pluriempleo, las horas extraordinarias o la acumulación de puestos y contratos por parte de algunos profesionales. El trabajo comienza a ser un bien escaso que hay que distribuir. A partir de ciertos niveles de ingresos lo que se debe estimular no es el trabajo sino el ocio, o una actividad creativa fundamentada en motivaciones psicológicas distintas de las retributivas.
En cuanto al ahorro, lo primero a determinar es en qué casos es conveniente alentarlo o, por el contrario, si lo que conviene incentivar es el consumo. Por otra parte, la efectividad de los incentivos fiscales para estimular el ahorro es muy reducida. Más bien al contrario, el incremento selectivo de los impuestos puede ser una forma mucho más segura de forzar el ahorro total de la nación, mediante un incremento del ahorro del sector público[4]. Hay que considerar, además, que con la libre circulación de capitales el ahorro ha dejado de ser un tema nacional, se ha internacionalizado, hasta el extremo de que no existe ninguna garantía de que el generado en el interior no vaya a invertirse más allá de nuestras fronteras. Si algo debe incentivarse, no es el ahorro sino la inversión.
El nivel de imposición modifica, ciertamente, la tasa neta de beneficios de las empresas y en ese sentido puede influir en los planes de inversión. No obstante, estos vienen determinados en mayor cuantía por las expectativas acerca del comportamiento de la demanda. En este sentido, puede ocurrir -frente a lo que a menudo se afirma- que una imposición progresiva, al redistribuir la renta a favor de las familias con menores ingresos, y por lo tanto con una propensión mayor al consumo, termine influyendo positivamente en la actividad y, en consecuencia, sobre la inversión. En todo caso, lo que puede incidir en las decisiones empresariales no es la tasa de rentabilidad neta considerada en absoluto, sino su comparación con la que se obtendría en otros negocios o inversiones. Si la imposición es homogénea y general, no tendría por qué afectar al nivel total de la actividad. Son las ventajas concedidas a determinadas inversiones las que discriminan y benefician algunas actividades o materializan las inversiones hacia sectores concretos[5].
En resumen, los efectos económicos de los impuestos son muy aleatorios y de difícil determinación, y su signo depende generalmente de una gran diversidad de variables; por ello resulta muy arriesgado diseñar una política fiscal en función de estos objetivos[6]. Existe una alta probabilidad de que no se consigan e incluso que produzcan efectos contrarios a los deseados. De lo que no cabe duda es de que irán en detrimento de la finalidad principal de los impuestos: la suficiencia recaudatoria para atender el gasto público y propiciar, con un sistema progresivo, la redistribución de la renta. En la mayoría de los casos se tiene la sospecha de que todos los otros objetivos no son más que el pretexto para desactivar un sistema fiscal fuerte y progresivo con el que no se está de acuerdo.
Todo este discurso no es nuevo, surgió tan pronto como apareció la pretensión de que los sistemas fiscales fuesen progresivos y tuviesen una clara finalidad redistributiva. La ofensiva ideológica ha existido siempre. Sin embargo, hay que reconocer que ha sido en la década de los ochenta -con lo que se ha dado en llamar el reaganismo y el thatcherismo- cuando ha tomado fuerza y se ha constituido en ideología dominante, imponiendo sus postulados, aunque con éxito desigual, en los distintos países.
IMPUESTO SOBRE LA RENTA
Sus ataques se dirigen de forma especial hacia el impuesto personal sobre la renta. Algunos, los más maximalistas, abogan por sustituir este tributo por un impuesto sobre el gasto personal, figura sobre la que se ha escrito mucho pero que nunca se ha llevado a la práctica[7] por su extrema complejidad. Como su propio nombre indica, consiste en tomar como variable, a efectos de medir la capacidad económica del sujeto, el gasto realizado y no los ingresos. Este impuesto va íntimamente unido al nombre del economista Nicholas Kaldor, no porque fuese el primero en proponerlo sino porque fue quien lo trató de manera más seria y científica, e intentó además llevarlo a la práctica.
Hoy en día, los que defienden esta figura tributaria se escudan en los efectos perniciosos que según ellos tiene para la eficacia del sistema económico gravar el ahorro. En realidad, están abogando por la concentración del capital y atacando la función redistributiva de la imposición. La misma finalidad se encuentra también detrás de todas las formas y mecanismos acuñados para eximir de tributación el ahorro y desnaturalizar el impuesto sobre la renta. Es el camino elegido por los que consideran con sentido pragmático que el impuesto sobre el gasto personal resulta imposible en la actualidad. Aceptan entonces el impuesto sobre la renta, pero dirigen sus esfuerzos a desactivarlo, atacando por diferentes caminos su progresividad.
La simplicidad es, por supuesto, una característica deseable en toda figura tributaria, pero no hasta el extremo de anular otras cualidades tanto o más importantes. Existe una estrecha relación entre complejidad y equidad. Cuanto más justo se pretenda que sea un gravamen, más personalizado habrá de ser para adaptarse lo más posible a la capacidad de pago del contribuyente, tantas más variables deberá atender y más compleja será, por tanto, su estructura normativa. Los impuestos más simples suelen ser también los más injustos por su incapacidad para discriminar en función de las condiciones del sujeto. De hecho, los impuestos excesivamente sencillos eran propios de otras épocas en las que se primaba el potencial recaudatorio sin importar demasiado la equidad de la tributación.
Es necesario tender a un cierto equilibro entre equidad y sencillez. No se puede admitir un impuesto tan complejo que resulte imposible su gestión, pero tampoco resulta aceptable un tributo tan sencillo que trate igual a los desiguales. De lo que hay que huir en todo caso es de las complicaciones superfluas y gratuitas. Curiosamente, el tema de la tarifa carece de relevancia de cara a simplificar el impuesto. Este no es más intrincado porque en lugar de un solo tipo existan varios en función de la capacidad de pago del contribuyente o porque la tarifa se divida en un número mayor de tramos. En realidad, aunque los tipos sean múltiples, cada sujeto pasivo aplicará solo uno. Simplificar la tarifa no es simplificar el impuesto. Lo que de verdad se busca con esta estrategia, como en otros muchos casos, es reducir la progresividad.
Los defensores de la simplificación del impuesto sobre la renta deberían orientar su mirada hacia los gastos fiscales. Su reducción o casi eliminación sería, sin duda, uno de los mecanismos más eficaces para dotar de sencillez a cualquier figura tributaria.
Desde el año 1988 se han venido realizando tanto en los gobiernos del PSOE como en los del PP diferentes reformas del impuesto sobre la renta dirigidas todas ellas a introducir por diferentes vías, regresividad en esta figura tributaria.
Lo primero que hay que afirmar, antes incluso de analizar el contenido de las reformas, es que es muy difícil que una reducción de un impuesto progresivo como el IRPF no sea regresiva y no tenga efectos perniciosos sobre la redistribución de la renta. Existe lo que se llama el coste de oportunidad, es decir, que los recursos que se han dedicado a una finalidad no pueden dedicarse a otra. El coste de las tres últimas reformas (dos del PP y una del SPOE) sobrepasan según las estimaciones de los propios gobiernos los dos billones de las antiguas pesetas. La pregunta inmediata es si, en un país en que la protección social está seis puntos del PIB por debajo de la media comunitaria, el mejor destino que se podía dar a esa cantidad era el de reducir un impuesto progresivo.
¿Podemos decir entonces que no hay dinero para la sanidad o para las pensiones? Cuando se comparan los índices de pobreza de España con los de la Unión Europea resulta que nuestro país se encuentra en la media si se calculan antes de la actuación del Estado, pero se sitúa a la cabeza de todos los países en el número de pobres después de las transferencias del sector público. El sistema fiscal y de protección social de los otros países logra reducir la pobreza en mucha mayor proporción que el nuestro.
Los gobiernos españoles, sean del signo que sean, lejos de encaminarse a reducir el déficit que nuestro país tiene en protección social, se dedican a bajar los impuestos progresivos como el IRPF o el de sociedades, que benefician en cantidades absolutas (tal como hay que hacer la comparación) tanto más cuanto mayores sean las rentas. Es difícil afirmar que se practica una política social si se asume un sistema fiscal injusto. Cualquier política que se diseñe por el lado del gasto estará hipotecada a la estrategia que se adopte por el lado del ingreso.
La última reforma del IRPF y del Impuesto de Sociedades, que entró en vigor en el 2007, viene a consagrar una orientación regresiva y conservadora iniciada muchos años atrás y que, prescindiendo de elementos más o menos secundarios, podemos considerar anclada en los tres pivotes siguientes:
a)      Desaparición del impuesto global sobre la renta personal que se alumbró en la Transición para dar paso a un impuesto dual en el que las rentas de trabajo y las de capital tributan a tipos diferentes, y, al revés de lo que tradicionalmente se venía defendiendo en la teoría de la Hacienda Pública, más elevado el que se aplica a las primeras que el que grava a las segundas. El diputado por el PP Francisco Utrilla ha declarado que esta reforma nos retrotrae por lo menos cien años. Cien años no, pero treinta sí. Mejor dicho, el retroceso se había producido ya con las dos reformas anteriores realizadas por el PP, incluso por la efectuada por el PSOE en el año 91. Ahora se confirma, y ello tiene su importancia, que los dos partidos mayoritarios respaldan tal retroceso, retroceso a la época preconstitucional de los impuestos de productos; aunque incluso entonces se complementaban con una cuota diferencial para las rentas altas, inexistente en la actual reforma.
Se justifica la iniquidad que representa el hecho de que las rentas de trabajo tengan mayor gravamen que las rentas de capital por la libre circulación de capitales y por la amenaza de la deslocalización. Pretender evitar la deslocalización a base de ventajas fiscales es un proceso al infinito porque resulta evidente que los países competidores responderán de la misma forma. Pero es que, por otra parte, de los treinta países de la OCDE, solo hay cuatro, y además con características muy diferentes al nuestro, que mantengan un impuesto dual: Suecia, Holanda, Noruega y Finlandia. Incluso Dinamarca, que fue el primer país en implantarlo, ha dado marcha atrás retrocediendo al IRPF convencional.
b)      Disminución o eliminación de la progresividad en el IRPF. Para todas las rentas de capital, el tipo será único, el 18%, con lo que para tal clase de ingresos desaparece la tarifa progresiva. Esta queda reservada exclusivamente a las rentas de trabajo, aunque siguiendo la orientación de las reformas anteriores, se reduce su progresividad. Así, el tipo marginal máximo pasa del 45 al 43% (en el inicio era el 65%), y disminuye todavía más el número de tramos, de 5 a 4 (en el impuesto original eran 36).
c)      Reforma del Impuesto de Sociedades, que aumenta aún más las ventajas fiscales de que gozaban las empresas y que rebaja el tipo para las grandes sociedades del 35 al 32,5% para el año 2007, y al 30% en el 2008. A su vez, las PYMES pasan a tributar al 25% desde el 30% al que lo hacen en los momentos presentes. No deja de resultar paradójico que uno de los argumentos a que se acudía en las dos reformas anteriores para reducir el IRPF fuese la diferencia de gravamen que este impuesto presentaba respecto al de sociedades. Pues bien, ahora se disminuye también este último, con lo que es seguro que volveremos a empezar.
Se defiende la reforma, al igual que las anteriores, con el argumento de que todos vamos a salir beneficiados. No todos, desde luego. Ningún beneficio obtienen las clases más pobres, que por serlo no tienen que contribuir por el IRPF, y para los que contribuyen el beneficio no va ser el mismo. La rebaja puede representar unos 130 euros para un contribuyente de renta media, mientras que para los de rentas altas puede superar los 1.600 euros, eso sin contar con que la reducción del Impuesto de Sociedades beneficia también a estos últimos.
IMPUESTO DE SUCESIONES
Al mismo ritmo que se ha ido afianzado el neoliberalismo económico, se ha generalizado una ofensiva en contra del Impuesto de Sucesiones, lo cual no es de extrañar ya que esta figura tributaria posee la mayor potencialidad redistributiva. La herencia constituye la mayor fuente de desigualdad, una desigualdad radicalmente injusta porque no parece equitativo que sea el nacimiento el que otorgue a algunos todas las oportunidades y que a otros les cierre todas las puertas. Alguien tan poco sospechoso como Alexis de Tocqueville señalaba la importancia que las leyes sobre la herencia tienen a la hora de hacer una sociedad más igualitaria y más justa.
El Impuesto de Sucesiones constituye uno de los principales instrumentos en la tarea de paliar esta injusticia radical, al tiempo que impide la acumulación progresiva de las riquezas en unas pocas manos. Si no se cumplieron las previsiones de Marx acerca de la acumulación capitalista fue porque el capitalismo supo reaccionar a tiempo e introducir en su sistema correcciones importantes como la de una imposición progresiva. No es de extrañar, por consiguiente, que hace aproximadamente cinco años ciento veinte multimillonarios, a cuya cabeza figuraban Soros, Warren Buffet y William Gates, el padre del creador de Microsoft, firmaran una carta pidiendo que no se eliminase el Impuesto de Sucesiones tal como Bush había  prometido.
Todos los hacendistas, hasta los más liberales, han creído en la equidad de este impuesto. Es más, autores como Hayek o Mises tendrían que aceptar que su prédica, acerca de que la economía de mercado es el sistema más justo porque concede a todos igualdad de oportunidades, hace agua ante la profunda desigualdad en el nacimiento, si no hay instrumentos que la corrijan aunque sea mínimamente”.
El Impuesto de Sucesiones es un impuesto progresivo, con tipos diferentes a aplicar en función de dos variables: a) grado de parentesco o de afinidad del heredero y b) la cuantía a la que asciende la herencia. En pleno auge del neoliberalismo económico, -lo que algunos han denominado la rebelión de los ricos-, resulta lógico que sea un tributo bajo sospecha y que antes o después se busque su derogación. Claro que una vez más se nos intenta convencer de que la medida es progresiva y de que beneficia a las clases bajas y medias. Se necesita tener imaginación. Acudir a que los ricos tienen instrumentos para evadir el impuesto raya en el descaro. Porque si es así, lo que debe hacer un gobierno no es eliminarlo, sino tomar las medidas para que no se pueda eludir. 
Asímismo se utiliza la excusa de la reactivación de la economía. No se entiende bien por qué hay que reactivar la economía siempre a base de bajar impuestos y no dedicando los recursos a la sanidad o a la educación pública.
El equipo de gobierno de la Comunidad de Madrid ha asegurado que la rebaja de este impuesto no repercutirá negativamente sobre las arcas públicas porque atraerá negocios y contribuyentes, con lo que se incrementará la recaudación por los otros impuestos. Sin duda, a corto plazo tienen razón. Pero ese incremento de recaudación se consigue tan sólo quitándoselo a las otras Comunidades, y por lo mismo estas no podrán consentirlo y no tendrán más remedio que imitar a la primera que lo rebajó.
En nuestro país, en ese embrollo tan formidable que se ha armado con las autonomías, alguien tuvo la feliz idea de cederles el impuesto de sucesiones, concediéndoles además capacidad normativa. Podemos imaginarnos el caos que se formará si cada Comunidad Autónoma tiene un régimen distinto. Veremos a todos los adinerados domiciliándose en aquellas regiones que hayan eliminado el tributo. Y después, hablamos de armonización fiscal europea. Bien es verdad que el problema no subsiste si todas las autonomías acaban por derogar el impuesto. ¿Será eso lo que se pretende?
EL IMPUESTO SOBRE EL PATRIMONIO
La involución en materia fiscal continúa de forma inexorable. Cualquiera que retome hoy un manual de Hacienda Pública de hace veinticinco o treinta años comprobará que lo que en ellos se sostenía como principios sustanciales de la tributación es lo contrario de lo que hoy se defiende. Bien es verdad que este cambio de postura no obedece tanto a razones teóricas como a intereses y prejuicios ideológicos.
El primer asalto se ha realizado en contra de la progresividad del Impuesto sobre la Renta y de la carga fiscal que gravita sobre las ganancias de capital; más tarde, el objetivo a batir ha sido el Impuesto de Sucesiones y Donaciones, y ahora comienza a cuestionarse el Impuesto de Patrimonio.
Resultan sorprendentes las razones que se aducen. Se descalifica el Impuesto de Patrimonio porque, según dicen, constituye una doble imposición con respecto al Impuesto sobre la Renta, al ser el patrimonio rentas acumuladas. Pero, entonces, tendríamos que afirmar lo mismo del IVA y de los impuestos especiales, pues los recursos que se gastan han sido antes rentas y, por lo tanto, gravados como tales. Una concepción tan abusiva de la doble imposición nos conduciría a la conclusión de que solo puede existir un impuesto.
Más allá de las muchas simplezas que hoy se escuchan, lo cierto es que un sistema fiscal justo y eficaz debe conformarse como un buen edificio arquitectónico en el que las distintas figuras se entrelazan y recaen sobre aspectos distintos de una misma realidad, sin que eso signifique que exista doble imposición, sino tan solo complementariedad en los gravámenes.
El Impuesto del Patrimonio y el de la Renta ciertamente son complementarios, pero no solo porque el primero pueda utilizarse como un elemento de control del segundo (versión de algunos para jibarizarlo), sino porque puede desvelar aspectos de la capacidad de pago que el Impuesto sobre la Renta no capta en su totalidad.
Tradicionalmente se ha venido aceptando que dos personas tienen capacidad económica distinta si sus rentas, aun cuando sean cuantitativamente iguales, en un caso provienen del trabajo y en el otro del patrimonio. La segunda es superior a la primera, aunque solo sea por la mayor tranquilidad con la que su poseedor puede contemplar el futuro. Por otra parte, en el Impuesto sobre la Renta las ganancias de capital aparecen únicamente como ingresos y, por lo tanto, gravadas cuando se realizan, con lo que la carga se puede diferir indefinidamente. A todo ello viene a dar respuesta el Impuesto sobre el Patrimonio. Bien es verdad que los razonamientos anteriores suenan a hueros en los momentos presentes, cuando los distintos países han trastocado los valores de tal manera que son las rentas del trabajo las que se gravan en mayor medida que las del patrimonio, y se tiende a que las ganancias de capital tributen lo menos posible.
Otra razón viene a respaldar el mantenimiento de un impuesto sobre el patrimonio, la existencia de determinados bienes de lujo o improductivos que no generan ingresos, y que por lo tanto no serían nunca gravados en un impuesto sobre la renta.
El Impuesto sobre el Patrimonio tiene sentido tanto en un Estado liberal como en un Estado social. En el primero, porque una de las principales razones de su existencia, por no decir la principal, es garantizar y defender el derecho a la propiedad y los bienes de los propietarios. No es de extrañar, por tanto, que Locke se convirtiese en el primer defensor de este impuesto, ya que parece lógico que sean precisamente los propietarios los que contribuyan en mayor medida a los gastos del Estado.
En un Estado social, porque entre las finalidades esenciales de éste se encuentra la de remover los obstáculos que se oponen a la igualdad efectiva. No es ningún secreto que una economía de mercado propicia la acumulación de capital y por esa razón, las diferencias serán cada vez mayores y la desigualdad más acusada, si no se articula un sistema fiscal progresivo con impuestos potentes sobre la renta, sobre sucesiones y, por supuesto, sobre la riqueza y el patrimonio.


[1] Aun cuando también haya sido constante el intento de racionalizar y legitimar el sistema, creando argumentaciones más o menos "ad hoc". Así, durante el Antiguo Régimen, las exenciones de los privilegiados se pretendían justificar con la excusa de que la nobleza contribuía de otras maneras al bienestar social.
[2] La agricultura puede ser una excepción en cuanto que posee ciertos elementos predefinitorios del sistema capitalista. El trabajador no suele coincidir con el dueño de la tierra y la expoliación del trabajo puede producirse mediante cánones y arrendamientos abusivos. Pero lo cierto es que en muchos casos, con la simplicidad y reduccionismo que implica aludir en pocas líneas a períodos tan dilatados de la historia, estas contribuciones tienen mucho más que ver con exacciones obligatorias que con auténticos precios. Por otra parte, no se puede ignorar que en el Antiguo Régimen se da una explotación basada en el comercio, y en la fijación abusiva de ciertos precios. Recuérdese la importancia que en algunos estallidos populares previos a la Revolución Francesa tuvo la escasez del trigo y el alto precio que alcanzó en las ciudades. Pero, desde luego, no es comparable con la situación que va a crear posteriormente el capitalismo.
[3] En algunas naciones como en Gran Bretaña incluso con anterioridad.
[4] O una reducción del déficit.
[5] El problema surge con la libre circulación de capitales en ausencia de armonización fiscal. En este caso sí existe el peligro de que los recursos se orienten hacia los países que presentan una tributación menor.
[6] Estos objetivos se pueden lograr de manera mucho más segura y eficaz con otras medidas de política económica. A título de ejemplo, incrementar la inversión pública resulta un estímulo mejor y más directo para reactivar la economía que los beneficios fiscales o la reducción de impuestos.
[7] Salvo alguna experiencia en la India o Ceilán.

No hay comentarios: