Manolo Monereo
Las derrotas son propicias para la autocrítica y, a veces, hasta para decir la verdad. Porque se trata de eso, de una derrota de EEUU y de la OTAN de grandes proporciones. Hablar de Occidente me parece excesivo. Es el juego dominante de un gobierno norteamericano que quiere representar al conjunto de ese mundo complejo y plural que hemos venido llamando Occidente. Hay dos discursos que se solapan. El primero, masivo, viene a decir que el gobierno afgano derrotado era una democracia razonable, imperfecta pero que defendía los derechos humanos y, especialmente, el de las mujeres. Esto se repite una y mil veces en lo que es una lucha por el relato que pretende ocultar la naturaleza de la derrota y criminalizar aún más a los vencedores. El segundo se abre paso entre la desmoralización, la rabia contenida y la inmensa humillación que sienten los que han defendido, una y otra vez, las intervenciones militares de EEUU y que ha hecho del llamado vínculo atlántico -es decir, de la OTAN- el eje de la política de la Unión Europea y de España
Ha sorprendido mucho las declaraciones del secretario general de la OTAN, Jens Stoltennberg, en las que ha afirmado, sin inmutarse, que “la misión era proteger a EEUU, no a Afganistán”. No es nada nuevo. El 16 de agosto de este año Biden afirmó que “nuestra misión en Afganistán nunca tuvo como objetivo construir una nación. Nunca apuntó a crear una democracia unificada y centralizada”. Obviamente se trata de una justificación a posteriori y una .mentira consciente que quiere minorar daños. EEUU ha estado 20 años combatiendo en Afganistán, ha gastado en torno a 2’4 billones de dólares, han muerto 2.448 militares y 4.000 contratistas con más de 20 mil heridos. Ni que decir tiene que los costes humanos para el pueblo afgano han sido inmensos; como siempre, mal contados y rondando cifras, siempre opinables, de más de 240 mil muertos y heridos. En Afganistán ha fracasado un experimento militar y político minuciosamente diseñado y ferreamente ejecutado.
Antes indiqué que había un discurso duro, amargo, que se atrevía a decir cosas que, en otros tiempos y contextos, resultarían sorprendentes. Llama mucho la atención el artículo de Lluís Bassets en El País del pasado 22 de agosto; este periodista, subdirector del medio, hace cinco afirmaciones que merecen la pena destacar. La primera es que “Los talibanes tenían razón. Ashrf Ghani presidía un régimen títere, organizado y dirigido por los extranjeros occidentales”. La segunda, ”En Afganistán ha fracasado el intento occidental -y especialmente de EEUU- de modelar el mundo a su imagen después de la victoria en la Guerra Fría”. Tercera, “La respuesta a la solidaridad europea ha sido la marginación y la unilateralidad en la toma de decisiones, convirtiendo el lema de ‘juntos dentro y juntos fuera’ en un chiste de mal gusto”. La cuarta, “La caída de Kabul es un momento culminante del desalojo occidental del continente y la inauguración de un orden regional organizado por los propios asiáticos”. La quinta y última es una destacada conclusión, “Las estampas del descalabro están ahí, significan lo que significan: la ignominia inevitable de una derrota. No hay derrotas buenas. Ni guerras que acaban ordenadamente. Tampoco hay victorias en las guerras de ahora, que son asimétricas. Ni guerras buenas y justas, como pretendía ser la que Washington declaró y organizó en Afganistán”.
El cuadro es veraz y las conclusiones obligarían a una redefinición radical de las políticas que ha venido defendiendo España en la UE y en la OTAN . No será así. Lo primero que hay que subrayar es que se está siguiendo la hoja de ruta diseñada en el acuerdo de Doha firmado en febrero del año pasado entre el gobierno de Donald Trump y los talibanes donde se fijaba el mes de mayo de este año como fecha de la salida de las fuerzas armadas norteamericanas. Hay que decir que, desde ese momento, al menos, hay relaciones fluidas entre la insurgencia afgana y el gobierno norteamericano. La imagen que querían evitar, tanto Trump como Biden, era la “fuga de Saigón” simbolo caótico y señal inequivoca de la derrota en Vietnam. Al final no ha sido así. La razón última: la situación real de las estructuras gubernamentales, del ejército y de las fuerzas de seguridad era mucho peor de lo reconocido; que el arraigo y el dispositivo estratégico de los talibanes era mucho más fuerte y sofisticado de lo que pensaban las autoridades norteamericanas y de Kabul. Los talibanes han ido avanzando rápidamente, pactando, comprando voluntades y con una determinación que les hacía aparecer ante la población como los claros y nítidos vencedores. Cuando hablaron en Moscú o en Pekín de que controlaban la inmensa mayoría del territorio casi nadie los creyó; se ha demostrado que llevaban razón. La imagen de improvisación, de caos y de derrota perseguirá al gobierno de Biden y marcará, en muchos sentidos, las políticas de la OTAN.
La pregunta sigue siendo pertinente, ¿qué es lo que ha fracasado en Afganistán? Ha fracasado lo que se llamó “Proyecto para un nuevo siglo americano” (PNSA) incubado en el gobierno de Bush padre, organizado e impulsado por las grandes fundaciones conservadoras durante el mandato de Clinton y convertido en estrategia oficial del gobierno de Bush hijo después de los ataques del 11S. Pronto hará 20 años. La figura clave fue Dick Chaney, todopoderoso vicepresidente que impulsó la intervención militar en Oriente Próximo y Medio en un intento de remodelación radical de toda la zona. Los neocons tenían un objetivo preciso: impedir el surgimiento de una potencia o conjunto de potencias que cuestionaran la hegemonía norteamericana; para ello era necesario poner en pie un conjunto de políticas proactivas que lo hicieran viable, usando sin miedo unas FFAA que había que fortalecer y revitalizar. En el centro de este nuevo orden imperial indiscutido e indiscutible, la imposición de la democracia liberal, de las libertades económicas y políticas al modo americano. Afganistán e Irak fueron, insisto, el laboratorio de una gigantesca y dramática experimentación geopolítica.
Al final del mandato de Bush hijo se sabía que, en lo fundamental, dicha estrategia había fracasado. Un autor nada sospechoso como Zbigniew Brzezinski constataba en el 2007 -en un libro que no por casualidad se llamaba La segunda oportunidad: tres presidentes– las enormes dimensiones de la derrota y la urgente necesidad de una rectificación sustancial, poniendo en Obama sus esperanzas. Expectativas frustradas. El nuevo presidente no fue capaz de definir una estrategia más adecuada a los nuevos desafíos y siguió empantanado en todos los conflictos. El asesinato extrajudicial de Osama Bin Laden al modo norteamericano, es decir,televisado en directo para el Presidente y su equipo- entre ellos el vice Biden– violando la soberanía de Pakistan y matando a todos los que se encontraban en el lugar, escenificó la “victoria” y Afganistán fue desapareciendo de la agenda mediática. En 2014 se llegó a la brillante conclusión que la guerra había terminado y que lo tocaba ahora era (re)construir las estructuras estatales, fortaleciendo las fuerzas armadas y reforzando los distintos aparatos de seguridad; precisamente, dicho sea al paso, en el momento en que el movimiento talibán retomaba la iniciativa desde una estrategia que llevaría a la derrota del gobierno títere de Kabul y de la fuerzas de ocupación extranjeras.
Los que hoy critican al “amigo americano”, hacen sesudos análisis sobre las causas de la derrota de la OTAN y se preocupan dramáticamente de los derechos de la mujer ante la barbarie del talibán, son los mismos que defendieron a la civilizada Hilary Clinton frente al autoritario Donal Trump. Pocos quisieron ver que lo que estaba realmente en juego en aquella elección: intervencionismo político-militar humanitario desde la lógica del internacionalismo liberal o repliegue y definición de fase.
1 comentario:
Manolo, te ruego que, se no tienes inconveniente, se nombren a llamados "comisionistas" por su nombre correcto de mercenarios. Más que nada para no colaborar en el oscurantismo verbal y escrito que nos invade. Un saludo.
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