Jorge Alcázar
Tras casi tres meses de gobierno del Partido Popular, no pueden quedar dudas de las intenciones con que éstos van a gobernar España durante los próximos cuatro años.
A la reforma laboral, aprobada la semana pasada, se ha sumado hoy la reforma financiera. Ambas reformas suponen una declaración de principios y una consumación de lo que ya se anticipaba desde diferentes sectores de opinión.
La reforma del sistema laboral sólo se puede explicar desde un ideario conservador que roza lo ultramontano. La supuesta razón de ser de la misma es la urgente necesidad de crear empleo ante la dramática situación que suponen los más de cinco millones de parados. Sin embargo, fuentes del propio gobierno ya han expresado que: “la reforma laboral no va a crear empleo por sí misma” (Cristóbal Montoro. El Mundo, 13/02/12). Entonces, ¿a qué tanta urgencia?, ¿a qué tanta trascendencia? Según el gobierno y sus acólitos, se debe a la necesidad de crear una flexibilidad y modernización del sistema que permita a la larga y bajo las condiciones adecuadas de crédito, generar un ambiente de confianza para que, desde las empresas, se pueda agilizar el proceso de contratación.
¿Y qué consecuencias se desprenden de la reforma laboral para el trabajador? Para responder primero a esta pregunta, quizás fuera más oportuno hacernos la siguiente reflexión: trabajo sí, pero ¿a qué precio? En el mejor de los supuestos -que ya, los propios ideólogos de la reforma niegan-, las medidas adoptadas permitirían que parte de los españoles que engrosan las listas del paro encontrasen trabajo y, que todos los que actualmente lo poseen, lo conservasen.
Pero ya no estaríamos hablando del mismo trabajo o, mejor dicho, no estaríamos hablando de las mismas condiciones en las que dicho trabajo se llevarán a cabo. Una reforma que plantea un drástico abaratamiento del despido, la concatenación prolongada del empleo temporal, la posibilidad de despido sin indemnización durante el primer año, la pérdida de vigencia de la negociación colectiva, la realización de EREs sin autorización administrativa, el despido por la disminución de beneficios, etc., etc., propician las condiciones oportunas para que se produzca un lesivo daño a las condiciones laborales del trabajador. Si se llevan a cabo estas medidas, ¿en qué condiciones trabajaremos de ahora en adelante? Más que modernización del mercado laboral, el panorama que se plantea nos puede llevar más de un siglo atrás, donde las condiciones laborales permitían al capitalista (hoy llamado empresario o emprendedor) invertir sin riesgo en un mercado laboral boyante de plusvalía para él.
Nuestra reforma persigue, de forma nítida, la reducción de los costes variables que se derivan del proceso de producción. Para ello, directamente se ataca el núcleo de los derechos del trabajador: el salario. Entendido éste como salario directo, indirecto y diferido, las tres vertientes en las que se desglosa se ven profundamente dañadas. La moderación salarial (pactada por patronal y sindicatos) así como la posibilidad que se origina a partir del nuevo estado de los incumplimientos de los convenios por la parte empresarial, unidos a la actual situación de crisis y precariedad laboral, influirán en la disminución de la vertiente directa del salario; el abaratamiento del despido, la pérdida de garantías laborales o el deterioro de los servicios sociales (educación, sanidad, etc.) influirán decisivamente en lo que concierne a la parte indirecta del salario, mientras que las sucesivas perdidas de poder del sistema público de pensiones y la baja cotización con la que se enfrenta el trabajador presente hieren de muerte la variante diferida del salario (¿qué pensión le va quedar a un joven que con 30 años apenas ha cotizado y, en adelante, lo hará con una base de cotización muy baja?).
Hasta hace poco, era el Estado, mediante la regulación del mercado laboral y el Derecho del Trabajo, quién ejercía de contrapeso en la desigual relación empresario-trabajador. Y aún así, muchas de las prácticas que ya legitima la nueva orden, eran llevadas a la práctica y a pecho descubierto por los empresarios.
La verdadera vocación de la reforma no es otra que la que ya perseguían los capitalistas y sus ideólogos –los economistas políticos- en el siglo XIX: la constante perpetuación o reproducción del obrero. Nuestros empresarios, dirigentes neoliberales (aquí van de la mano PP y PSOE), economistas, etc., al igual que sus antecesores, consideran productiva únicamente la parte del consumo individual del trabajador necesaria para la perpetuación de la clase trabajadora, esto es, reducir el salario a niveles de subsistencia.
¿Estamos dispuestos como trabajadores/as a renunciar a derechos laborales adquiridos durante cientos de años de lucha? ¿Acaso no es claro el fundamento e ideología que hay en contra?
La doctrina del miedo, la pereza mental y la confusión de clase sólo conducirán a la pérdida de nuestros derechos y a la regresión histórica de la clase trabajadora. Hasta hoy, términos como conciencia de clase, clase obrera o lucha de clases habían caído en el olvido o en el desprestigio. Los acontecimientos que están por venir, a la fuerza, y con mucho sufrimiento de por medio –la amenaza de un nuevo brote fascista en Europa no es desdeñable- volverán a situarnos, ideológicamente, a cada uno en nuestro sitio.
La lucha está servida. Los bandos bien definidos. Ahora es cosa de que cada cual se posicione y asuma su responsabilidad y su papel. Como Dylan cantaba, “no es el tiempo de las lágrimas”.
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