Intervención
del economista Frédéric Lordon en reunión del Plan B en Paris
¿Quiere
realmente la democracia? Entonces no puede querer quedarse en el
euro.
No
es posible salvar nada haciendo concesiones respecto a los principios
más fundamentales de la política, pues nunca se ha salvado nada a
costa de la democracia.
Escuchad.
No voy a decir cosas muy técnicas ni cosas muy nuevas. Tampoco voy a
presentaros un plan de arquitectura monetaria alternativa. Me
gustaría simplemente insistir en lo que a mi modo de ver son los
aspectos fundamentales que están en juego bajo el nombre de plan B.
Y
sin embargo me gustaría empezar destacando que hay carencias en la
racionalidad elemental del aprendizaje que no solo son errores
intelectuales, sino que casi son crímenes políticos, atentados a la
esperanza en todo caso. Por ejemplo, aquellas que el grillete del
euro anula radicalmente y que solo podrán restaurarse rompiendo este
grillete.
Precisamente
ahora que podría hacerse, después de mucho tiempo, un análisis del
callejón sin salida liberal, de una forma de tiranía burocrática
que anula toda posibilidad de compromiso, resulta que el espectáculo
de un gobierno de izquierdas –griego, en este caso– molido a
palos en las trastiendas de la eurozona no basta para dejarlo claro,
y que ellos mismos, algo sonados, continúan buscando lo
inencontrable y queriendo lo imposible: el euro progresista y
democrático, el equivalente monetario del elefante rosa o de la gran
serpiente emplumada.
Y
es como si esta izquierda fuera a incorporarse –lo quiera o no, se
dé cuenta de ello o no– al gran partido unificado del
euroliberalismo, al menos en lo que constituye en realidad su último
argumento, lo que yo llamo el fetichismo del euro: el euro
intransitivo, el euro por el euro sean cuales sean las consecuencias.
Pues
finalmente, a la pregunta “¿Por qué el euro?”, el europeísta
intransitivo y sus partidarios solo saben responder “porque sí”,
o cuando tratan de decir otra cosa –seamos escrupulosos, a veces
tratan de hacerlo– lo único que puede sacarse en claro de sus
palabras es una profesión de fe propia de Miss Francia –quiero
decir, por supuesto, de Miss Europa– en la que el núcleo
argumental consiste en la idea de la paz y la amistad entre los
pueblos.
Y
como pasa con todos los sonámbulos si no queremos hacerlos caer del
podio, es sin duda peligroso despertarlos de su sueño alucinado para
hacerles ver que, de acuerdo con sus propios criterios, la
construcción europea es un terrible fracaso. Jamás se habían visto
tantas tensiones políticas de todo tipo, y tan cerca del punto
crítico: la extrema derecha nacionalista a las puertas del poder,
separatismo endémico, pueblos que se levantan unos contra otros,
etcétera, etcétera.
Si
la construcción europea fracasa hasta ese punto, y según sus
propios criterios, es sin duda que algo ha sido mal pensado por el
camino, pero ¿qué? La respuesta a esta pregunta es la siguiente: lo
que ha sido mal pensado –en realidad, lo que no ha sido pensado en
absoluto– son las condiciones de posibilidad de la constitución de
una comunidad política. La eurozona dice morir en deseos de ser una
comunidad política. Pero la verdad es que nunca ha querido serlo, en
todo caso no en el sentido de una comunidad política democrática.
¿Puede llegar a serlo? Esta es la cuestión.
Yo
pienso, desgraciadamente, que la respuesta es no, y que después de
tantos años perdidos, ya va siendo hora de admitirlo. De entrada, la
respuesta es no, porque, contrariamente a lo que dice una leyenda
urbana mediáticamente muy difundida, liberalismo y democracia distan
mucho de ser sinónimos perfectos.
Digamos,
más bien, que debido a su carácter de doctrina para uso de los más
fuertes, el liberalismo tolera muy bien ser de geometría variable.
Por ejemplo, el neoliberalismo europeo no ve ningún problema en el
hecho de ser un “iliberalismo” político profundamente
antidemocrático. Ahora bien, hasta hace poco, el neoliberalismo era
la tendencia general de todos los Estados miembros. ¡Y luego vino
Syriza! Y Podemos, y la coalición portuguesa, alternativas un tanto
balbuceantes, incluso timoratas respecto a esta cuestión decisiva
del euro, pero finalmente las cosas parecen poder cambiar y la
esperanza parece renacer.
Y
digo, sin embargo, que las cosas cambiarán todavía más, tarde o
temprano llegará el momento en que toparán con un obstáculo
singular, y singularmente resistente. Estoy pensando en Alemania.
¿Es
todavía posible hablar de Alemania en Francia? Tendría que serlo,
sobre todo teniendo en cuenta que nada impide en principio caminar
entre los escollos de la negación y la eructación germanófoba,
pero la catástrofe es que el riesgo de topar con el segundo escollo
conduce sistemáticamente al primero, y que a fuerza de tener miedo
de los malos pensamientos, uno acaba prohibiéndose pensar en nada, y
en particular en la idiosincrasia monetaria alemana.
La
izquierda sufre un ataque de pánico intelectual de tal magnitud que
se ha vuelto casi imposible pensar cualquier cosa de este tipo. Tiene
que haberse producido, efectivamente, una terrible regresión teórica
para que un análisis como este sea groseramente reducido o
equiparado a una evidentemente y también aberrante psicología del
espíritu de los pueblos, o liquidado, de manera aún más clara,
etiquetándolo de esencialismo, que es en este caso el asilo de la
ignorancia voluntaria y del rechazo a analizar.
¿Acaso
hay que renunciar, por ejemplo, a reflexionar sobre la relación
particular que tiene la sociedad norteamericana con las armas de
fuego, o a la que tiene la sociedad francesa con el laicismo o con el
Estado, por temor a caer en el esencialismo americanófobo o
francófobo?
¿Acaso
las ciencias sociales, y especialmente las históricas, no tienen,
entre otros, el objetivo de poner en evidencia los imaginarios
comunes y de analizar las creencias colectivas de larga duración,
que solamente las ciencias llamadas humanas –y especialmente las
que tienen que ver con la economía–, sumidas como están en un
individualismo metodológico, han perdido totalmente de vista?
El
drama de la época es que sea preciso hacer tantos preámbulos para
tener alguna posibilidad de establecer una discusión analítica un
poco seria sobre la cuestión alemana, discusión analítica seria
cuyo criterio mismo es que sea posible tenerla en presencia de
nuestros camaradas alemanes, una discusión que evidentemente no
puedo desarrollar aquí in
extenso,
pero que resumiré en unos cuantos puntos que me parecen esenciales:
1/
Es indiscutible que todos los Estados miembros, arrastrados desde
hace décadas por la ola neoliberal, han validado con entusiasmo los
principios ideológicos de la eurozona y se han hecho corresponsables
de ellos. ¡Todos!
2/
Esta unanimidad no debe impedirnos ver que, entre todos estos
estados, Alemania juega a algo que solo le pertenece a ella, porque
lo ha heredado de su historia, que es una historia singular.
3/
A medio camino entre la obsesión y la conjuración de los traumas
del pasado, y la reinversión simbólica en una identidad de
sustitución, la sociedad alemana ha establecido con la moneda una
relación que no tiene equivalente en Europa y de la que puede
afirmarse que es una relación metapolítica en la medida en que
difiere por su naturaleza y también por su temporalidad de las
ideologías políticas ordinarias.
4/
Se ha seguido de ello que la adopción de su modelo institucional y
concretamente la beatificación de los principios de política
monetaria y presupuestaria en unos textos intocables –los de los
tratados– han sido las contrapartidas sine
qua non de
la entrada de Alemania en la eurozona. Desde ese mismo instante, el
carácter antidemocrático del euro estaba sellado, pues se sale de
la democracia en el momento en que las orientaciones fundamentales de
la política económica se sustraen a la deliberación de cualquier
instancia parlamentaria ordinaria.
5/
Es verdad, sin embargo, que, como toda formación política, por
mucho que haya durado, la creencia monetaria alemana producida por la
Historia, pasará con la Historia.
6/
Y como toda creencia, por lo demás, tampoco esta es unánimemente
aprobada en la sociedad alemana. El hecho de que tenga sus
disidentes, a semejanza precisamente de los camaradas aquí
presentes, no impide que de momento sus raíces sean profundas.
Quiero destacar un dato elemental de una interpretación tosca de las
prácticas monetarias: que en Alemania el 80% de los pagos se hacen
en efectivo, mientras que en Francia son el 56% y en Estados Unidos
el 46%. ¡Un dato significativo, sin duda!
Y
que la utilización de las tarjetas de crédito es realmente objeto
de una reprobación social. Digo esto pensando en quienes creen que
la fijación monetaria es algo exclusivo de las élites alemanas o
del capital alemán, y que el resto de la sociedad está exenta de
ello. No es así en absoluto, y podría señalar otros muchos
indicios…
7/
Sabiendo dónde se encuentra ahora el centro de gravedad de la
sociedad alemana por lo que respecta a esta cuestión monetaria,
habría que preguntarse cuáles son las probabilidades de que llegue
a desplazarse, con qué amplitud y sobre todo a qué velocidad. Si,
como yo creo, es una cuestión que puede alargarse en el tiempo, el
problema es que hay poblaciones en Europa que ya no tienen tiempo de
esperar.
Es
posible retomar sintéticamente todos estos elementos diciendo lo
siguiente:
Tenemos
en Europa el problema general del neoliberalismo, pero ese problema
general conoce una complicación particular, que es la complicación
ordoliberal alemana.
¿Por
qué doy tanta importancia a la idiosincrasia monetaria alemana?
Porque es el grillete del grillete, y porque para mí es el núcleo
de una anticipación razonada que podría hacernos ganar tiempo
haciéndonos recorrer, mediante el pensamiento, el proceso del plan A
para llegar inmediatamente a su término.
Y
al final del trayecto, e incluso habiendo superado todas las demás
dificultades, la complicación alemana será, me temo, el último
obstáculo con el que toparían las tentativas de reconstrucción de
un euro democrático. Pues si por algún motivo extraordinario dicho
proyecto llegase a tomar consistencia, sería Alemania –podemos
estar convencidos de ello– la que tomaría el portante,
¡posiblemente acompañada, por lo demás! ¡Y he ahí la hipótesis
sistemáticamente olvidada, la tarea ciega por excelencia, el Grexit!
Y la paradoja del otro euro, del euro democratizado, es que
fracasaría en el momento mismo en que se dispone a triunfar, por el
hecho mismo de que se dispone a triunfar.
Es
este término el que condena del modo más concluyente el proceso, la
simple probabilidad de su nacimiento es de las más débiles. Y es
que el inicio de una prueba de fuerza en el seno de la eurozona
supone prácticamente algo más que un simpático partido progresista
europeo.
Hace
falta también el acontecimiento efectivo y simultáneo de un número
suficiente de gobiernos verdaderamente de izquierdas. Pero ¿cuánto
tiempo ha tenido que pasar para que se produjera en Grecia la primera
verdadera alternancia política en la Unión Europea? ¿Y cuál sería
la probabilidad conjunta de esta alineación de planetas que estoy
evocando? Es casi nula, y todo el mundo aquí lo sabe.
Entre
los numerosos errores intelectuales del internacionalismo, del
internacionalismo imaginario, está el que consiste en esperar, con
el arma en posición de descanso, la sincronización del
levantamiento continental. Pues bien, en ese caso, y al igual que los
alabarderos de la ópera que cantan “Marchons, marchons!”
marcando el paso, con opositores como nosotros el euro tiene todavía
muchos días por delante. De todo esto se puede extraer una
conclusión y solo una. La conclusión del internacionalismo real.
El
internacionalismo real no es el permanente ojo avizor ante el
desierto de los tártaros, sino la coordinación de las izquierdas
europeas para trabajar en todas partes para el advenimiento de la
ruptura y la salida, y luego empujar al primero que esté en
situación de efectuarla, ¡sin que tenga que esperar a los demás!
El
internacionalismo real es también el abandono de esta aberración
que solo sabe medir los lazos entre los pueblos con el rasero de la
integración monetaria, la circulación de las mercancías o la de
los capitales. Y es, a
contrario,
el tejido de todos los demás lazos posibles e imaginables:
científicos, artísticos, culturales, estudiantiles, tecnológicos e
industriales, etcétera, etcétera.
El
internacionalismo real es, en fin, salir de la intimidación, de la
intimidación de la extrema derecha nacionalista, o más exactamente,
de la intimidación por parte del eurobloque liberal que solo tiene
este argumento en reserva. Sin duda la extrema derecha es abominable,
pero también es providencial porque permite tratar de “nacionalistas
xenófobos” a todos aquellos que proyectan irse de la jaula de
hierro. Es muy simple: ¡si en Francia no existiese el FN, habría
que inventarlo!
Y
lo peor de todo es que es una izquierda lo bastante burra como para
dejarse asustar, incluso, a veces, para hacer su propia aportación a
ese argumento tan infame como engañosamente seductor. Pues por
razones que tienen que ver a la vez con los temores de su electorado
de más edad, con su ideología económica invertebrada, y con las
colusiones que ya ha establecido con el capital, un FN llegado al
poder no tomaría la decisión de salir del euro. Y es aquí donde
los errores intelectuales se convierten en desastres políticos.
La
izquierda amedrentada se habrá dejado arrebatar sin combatir una
alternativa que el que se la habrá arrebatado ni siquiera llegará a
explotar. ¡Espléndido resultado! ¿Y de qué alternativa estamos
hablando? De la única que representa en realidad una diferencia
radical, una de estas diferencias que el cuerpo social teme no ver
jamás propuesta en el ámbito de los partidos llamados de gobierno,
desde ahora reducidos al grillete continuo de la derecha general. Es
por ello que, muerto de hambre política, el pueblo se lanza con
avidez sobre la más pequeña diferencia que pasa por su campo de
visión, aunque sea la peor, la más falaz, la que esgrimen los más
inmundos demagogos, porque es al menos una diferencia y porque crea
la sensación de que es posible respirar de nuevo.
Si
no tuviese miedo de su sombra, sería la izquierda la que podría
introducir una diferencia políticamente digna: la diferencia de la
salida del euro, la diferencia de la soberanía democrática
restaurada, la diferencia del bloqueo a toda política progresista
finalmente levantado, la diferencia del internacionalismo real.
Si
consigue liberarse de todas las prohibiciones imaginarias y de todas
las inconsecuencias que hasta ahora han pesado terriblemente sobre la
cuestión del euro, el plan B no tiene otro sentido que ser el
portador histórico de esta diferencia. Y en el punto en que nos
encontramos, digámoslo con énfasis: es el único restaurador
posible de la democracia.
Pero
todavía es necesario que tenga las ideas un poco más claras, y un
poco menos de esa pusilanimidad que ha condenado a Tsipras a tantas
renuncias, a tantas derrotas y, desgraciadamente, a fin de cuentas, a
tantas humillaciones.
Tener
las ideas claras es saber por qué se pone uno en movimiento y por
qué se lucha. Si no quiere ser la B de Baratija o de Bagatela, el
plan B tendrá que apuntar como mínimo al objetivo máximo, que es
de hecho el mínimo admisible: el objetivo de la plena democracia.
La
plena democracia es la desconstitucionalización integral de todas
las disposiciones relativas a la política económica y su
repatriación al perímetro de la deliberación política ordinaria.
Pero es esto mismo lo que es radicalmente imposible en la medida en
que el euro democrático es una realidad que tiene casi tan poco de
realidad como un círculo cuadrado.
La
experiencia decisiva para convencerse de ello consistiría en
preguntar simplemente a los electores alemanes si aceptarían que el
estatus del Banco central, la naturaleza de sus cometidos, la
posibilidad de la financiación monetaria de los déficits, el nivel
de las deudas, la posibilidad de anularlas, en fin, si aceptaría que
todas estas cosas se sometiesen a la deliberación ordinaria de un
Parlamento europeo. Y, por supuesto, también cuando las posiciones
alemanas en estos asuntos quedasen en minoría.
Pues,
en una primera aproximación ¡la democracia es eso! No creo que la
respuesta a esta cuestión vaya a tardar mucho… Y no será
ciertamente la que dan por descontada los amigos del euro democrático
o los del Parlamento del euro. Pues bien, y lo digo de pasada, esta
es ciertamente una de las aberraciones paradójicas y características
del poder de intimidación del euro: que sea posible ver a los
representantes de la izquierda radical y a los de la socialdemocracia
más inofensiva haciendo causa común en torno a las mismas
ilusiones, y topando con el mismo miedo a cuestionar lo que tiene que
ser cuestionado.
El
plan B como bagatela, como fruslería, sería flaquear ante el único
compromiso importante –la democracia total–, y montar una máquina
de guerra de cartón-piedra para recuperar algunas anulaciones de
deudas, o la autorización de un punto suplementario de déficit
presupuestario, dejando por supuesto intacto el resto de la
estructura antidemocrática.
Lamentablemente,
es muy posible, si se quiere, como ha hecho Tsipras y como han hecho
otros después de él, posponer el máximo tiempo posible el momento
en que las contradicciones se quedan totalmente al desnudo: rechazar
la austeridad y quedarse en el euro, tener el euro y la democracia.
Estas promesas son insostenibles porque son contradictorias, y peor
que contradictorias, sin solución de compromiso posible. Si quiere
dejar atrás la inanidad, la izquierda tendrá que sanar de este mal
de la época que es la inconsecuencia, es decir, tendrá que aprender
a querer las consecuencias de lo que quiere.
¿Quiere
realmente la democracia? Entonces no puede querer quedarse en el
euro.
No
es posible salvar nada haciendo concesiones respecto a los principios
más fundamentales de la política, pues nunca se ha salvado nada a
costa de la democracia.
En
general, antes de ir a la guerra, conviene tener muy claros cuáles
son los objetivos. Excepto para los amantes de las tisanas, no tiene
ningún sentido guardar el rabo de las cerezas. Corresponde, pues, a
la izquierda del plan B decidir si quiere tomarse una infusión y
“buenas noches”, o si quiere finalmente recuperar el sabor de la
verdadera política.
Muchas
gracias.
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