Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social.
Profesor de la Universidad de Valencia.
FCSM
Testigo privilegiado del conflicto que atraviesa la novela, el viejo
sigue trabajando hasta que la enfermedad interrumpe de manera abrupta
una trayectoria laboral que se prolonga durante toda la vida. Su sentido
del humor y su proverbial resistencia lo hacían muy querido por sus
compañeros, que como no reventaba le llamaban Buenamuerte. Su figura
ilustra y resume uno de los rasgos más obscenos del capitalismo durante
el siglo XIX: la utilización abusiva de los ancianos como mano de obra
barata por parte de las empresas.
Como si de un déjà vu se tratase, el fantasma de Buenamuerte ronda
nuevamente las pensiones de los jubilados. La ministra de Empleo y
Seguridad Social en funciones, Fátima Báñez, ha anunciado
que cuando arranque la legislatura el Gobierno permitirá compatibilizar
la pensión de jubilación con la realización de cualquier trabajo por
cuenta propia o ajena, elevando del 50 al 100 por cien la cuantía de la
prestación que puede simultanearse con el desarrollo de una actividad
profesional. Recordemos que, desde su introducción en 2013, la
denominada “jubilación activa” implica una reducción del 50 por cien
en la cuantía de la prestación a percibir por el beneficiario con
independencia de la jornada efectivamente realizada, lo que supone una
importante limitación en el recurso a esta modalidad de jubilación.
Adicionalmente, para reforzar la sostenibilidad del sistema de Seguridad
Social, se contempla una cotización especial de solidaridad del 8%, no
computable a efectos de prestaciones, corriendo el 6% a cargo de la
empresa y el 2% a cargo del trabajador.
Por lo pronto, la intención del Gobierno es difícilmente conciliable
con el tenor literal del artículo 213 de la Ley General de la Seguridad
Social, donde se establece que la pensión de jubilación “será
incompatible con el trabajo del pensionista, con las salvedades y en los
términos que legal o reglamentariamente se determinen”. Esta norma,
ahora cuestionada, traslada al orden jurídico una conquista histórica
del movimiento sindical: la garantía del retiro obrero
en condiciones de bienestar y “suficiencia económica”, por retomar la
expresión del artículo 50 de la Constitución Española de 1978.
Partiendo de esta base, los diversos instrumentos que permiten
compatibilizar el trabajo y la pensión en nuestro ordenamiento, como la
jubilación flexible, la jubilación parcial o la anteriormente citada
“jubilación activa”, están rodeados de cautelas y han tenido muy poca
incidencia práctica. Ahora, la ministra apunta a la supresión de estas
limitaciones y a la plena normalización de lo que siempre ha sido una excepción, es decir, la compatibilidad entre el trabajo y el disfrute de la pensión de jubilación.
En nuestra opinión, esta opción legislativa está relacionada con las
últimas reformas del sistema de pensiones aplicadas en nuestro país, que
implican un recorte sustancial en la cuantía de las prestaciones. Como
cabía esperar, sus efectos se despliegan de manera progresiva y no se
percibirán plenamente hasta la entrada en vigor del factor de
sostenibilidad en 2019, pero ya han empezado a sentirse en el poder
adquisitivo de las pensiones. Si consideramos la revalorización prevista
para el año próximo en el plan presupuestario que el Gobierno acaba de
enviar a Bruselas (0,25 por ciento), las conclusiones son inapelables.
La evolución acumulada y comparada del IPC y de las revalorizaciones
aplicadas desde 2011 revela que las pensiones han sufrido una pérdida de
poder adquisitivo del 3,55 por ciento en el caso de las prestaciones
superiores a 1.000 euros, y del 2,55 por ciento para cuantías inferiores
a esa cifra. Todo hace pensar que esta tendencia persistirá y se
intensificará en los próximos años, obligando a muchos jubilados a
compatibilizar el cobro de la pensión con el desarrollo de una actividad
laboral.
Ya ocurre en otros países de Europa. En Alemania, por ejemplo, la
reforma de la jubilación acometida en 2004 introdujo un factor de
sostenibilidad que vincula las pensiones a la evolución de la población
activa, lo que ha supuesto una importante reducción de las mismas con el
transcurso del tiempo. Según Carmela Negrete,
el número de jubilados que se ven forzados a trabajar se incrementa
continuamente, alcanzando la nada despreciable cifra de 140.000
pensionistas sólo en la región de Baviera.
Para escapar de la pobreza, los ancianos aceptan los llamados
minijobs, una suerte de trabajos mal pagados y no cualificados en los
que se exponen a todo tipo de abusos. En el país teutón, los
pensionistas se han convertido en una reserva de mano de obra barata y
fácilmente explotable. Si se cumplen las previsiones de Fátima Báñez,
España transitará por la misma senda y abrirá la puerta a la sobreexplotación
de las personas durante la tercera edad. Sin olvidar que, con ello, la
Seguridad Social podrá seguir recaudando las correspondientes
cotizaciones, lo que no es cuestión menor ante una previsión de déficit
de casi 19.000 millones de euros en 2017.
En nuestro país, muchos ancianos atraviesan una existencia precaria.
El 20% de las pensiones contributivas y la totalidad de las no
contributivas se encuentran por debajo del umbral de pobreza. El 72% de
los jubilados perciben una pensión inferior a 1.100 euros y el 49% está
por debajo de 700 euros. Muchos de ellos ni siquiera han acabado de
pagar su hipoteca. Las reformas gubernamentales los están convirtiendo
en una fuente de trabajo precario y mal pagado, permanentemente
dispuestos a aceptar cualquier cosa con tal de evitar la exclusión
social. Pero no sólo eso. La creciente desesperación de los ancianos
representa una amenaza formidable para los trabajadores jóvenes
que se encuentran en la periferia del mercado laboral. En cierto
sentido, desempeñan un papel similar al de los inmigrantes: mucho más
baratos que los jóvenes y provistos de una amplia experiencia laboral,
pueden ser una opción muy atractiva para las empresas, especialmente en
aquellos puestos en los que la edad no sea un elemento determinante.
El viejo contrato social, que representaba un compromiso entre
generaciones, se está deshaciendo ante nuestros ojos. El Gobierno se
dispone a acometer la enésima reforma de las pensiones, recortando aún
más las ya exiguas prestaciones y convirtiendo a los ancianos en
trabajadores pobres. Los Pactos de Toledo forman parte del pasado. El
movimiento sindical debe prepararse para una batalla decisiva y exigir
una reforma que provea mecanismos de financiación suficientes y
adecuados para garantizar, e incluso mejorar, las pensiones. En
definitiva, un nuevo contrato social basado en la solidaridad y al
servicio de la ciudadanía.
En el camino encontrará la simpatía de la inmensa mayoría de la
población, que no desea seguir trabajando tras alcanzar la edad de
jubilación. Y encontrará, también, la complicidad de poderosas fuerzas
sociales que han emergido al calor de la crisis y constituyen en la
actualidad la izquierda más fuerte de Europa. El fantasma de Buenamuerte
sobrevuela las pensiones, no dejemos que se apodere de ellas.
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