Fuente: Cuarto Poder
Alberto Garzón, Esther López Barceló y Rafael Escudero *
Los vivos tienen la tierra en usufructo; y los muertos no
tienen poder ni derechos sobre ella. La porción que ocupa
un individuo deja de ser suya cuando él mismo ya no es,
y revierte a la sociedad (…). Ninguna sociedad puede hacer
una constitución perpetua, ni tan siquiera una ley perpetua.
La tierra pertenece siempre a la generación viviente: pueden,
por tanto, administrarla, y administrar sus frutos, como les
plazca, durante su usufructo. Thomas Jefferson
tienen poder ni derechos sobre ella. La porción que ocupa
un individuo deja de ser suya cuando él mismo ya no es,
y revierte a la sociedad (…). Ninguna sociedad puede hacer
una constitución perpetua, ni tan siquiera una ley perpetua.
La tierra pertenece siempre a la generación viviente: pueden,
por tanto, administrarla, y administrar sus frutos, como les
plazca, durante su usufructo. Thomas Jefferson
El
6 de diciembre se vuelve a cumplir el ritual. El aniversario y
celebración de la Carta Magna. El advenimiento de una Segunda
Restauración concebida y parida por unos “padres” venidos de las raíces
del franquismo, sectores progresistas y la directa oposición a la
dictadura. Padres -todos ellos hombres, por supuesto- que fraguaron un
pacto entre élites que, paradójicamente, fue posible gracias a que miles
de personas desde el final de la guerra civil hasta después de la
muerte del dictador se enfrentaron al terror de Estado, exponiendo sus
vidas en defensa de los valores democráticos y sufriendo torturas,
esclavitud, prisión, violaciones y la propia muerte. Recuérdese que más
de 130.000 personas se encuentran aún en paradero desconocido, haciendo
de España el segundo país en número de desapariciones forzadas en el
mundo (después de Camboya). Un delito considerado un crimen contra la
humanidad por ese Derecho Internacional que en este tema, como en otros,
sigue sin ser de aplicación en nuestro país.
Todas
las constituciones son hijas de su tiempo. En nuestro caso, la
Constitución de 1978 es la foto fija de cómo la oligarquía volvió a
imponer sus reglas del juego a las masas populares que, a pesar de haber
producido la erosión de la dictadura, no pudieron participar de la
consolidación de las conquistas democráticas. Tras la muerte de Franco,
diferentes leyes pusieron los cimientos a un régimen que nacía sin dejar
lugar a la improvisación, garantizando la impunidad de los crímenes
franquistas y silenciando el mérito de la lucha antifranquista. En el
relato sobre la Transición que se transmitió de forma hegemónica a la
sociedad española, se omitió esa oposición -con respuesta violenta desde
los propios resortes del Estado- en las calles y centros de trabajo,
sin la cual nada de lo que de social tiene nuestro actual sistema
constitucional hubiera sido posible. Incluso, no dudó en utilizarse una
demanda del movimiento obrero durante la Transición, como fue la
amnistía para vaciar las cárceles de los presos políticos que todavía
quedaban en ellas, como herramienta para garantizar la impunidad y
ocultarla bajo el manto de tratarse de una reivindicación
antifranquista.
En ese contexto, la Constitución de 1978 omite
cualquier referencia a la que fue el producto de la primera experiencia
democrática plena en España: la Constitución republicana de 1931. Es una
renuncia consciente, debido a que la Transición se sustentó en un
ejercicio de equidistancia entre la Segunda República y el franquismo,
entre democracia y dictadura. De ahí que, bajo el marco ideológico y
normativo de este texto constitucional, nunca se permitirá la reparación
integral a las víctimas de la dictadura franquista. Este principio de
emergencia democrática nos insta a crear un marco que nos configure como
una sociedad distinta a la de los años setenta del siglo pasado.
Además,
conviene recordar que en el diseño de la Constitución de 1978 se
plantearon una serie de “líneas rojas”, las cuales condicionaron todo su
proceso de creación y aprobación. Por ejemplo: la Jefatura del Estado,
literalmente depositada en la dinastía de los Borbones por el propio
dictador; las concesiones a la Iglesia Católica renunciando a la
laicidad y definiendo el Estado como aconfesional; la imposibilidad de
debatir el modelo territorial del Estado y el encaje de la
plurinacionalidad; la garantía de una economía de mercado y, en
consonancia, la ubicación de los derechos sociales como principios
rectores de la política social y económica, pero no como derechos de
primer nivel, es decir, exigibles ante los tribunales. De ahí que,
cuando se produce un desahucio, las víctimas no puedan impedirlo
mediante la directa y única invocación del art. 47 de la Constitución,
el que reconoce el derecho a la vivienda digna y adecuada. ¿De verdad
queremos una Constitución que no sirva para parar un desahucio?
Asimismo,
la nuestra es una Constitución que rechaza los mecanismos de
participación democrática directa, configurando a los partidos políticos
como las únicas vías de participar en política. De ahí que no exista la
figura del revocatorio, el referéndum sea meramente consultivo y la
iniciativa legislativa popular puramente anecdótica. Es un modelo
involucionista -sobre todo, si se compara con el texto republicano de
1931- que nos retrotrae al “turnismo” de Cánovas;
turnismo que en el modelo de 1978 adopta la forma de bipartidismo. Fiar
todo a los estrechos canales de la democracia a los partidos es hoy
claramente insuficiente. Es ésta una de las causas principales de la
afortunada irrupción de fenómenos sociales como el del 15M, exigiendo la
participación directa de la ciudadanía en la toma de decisiones que
afecten a lo público.
Por si con todo lo anterior fuera poco, la
crisis económica ha revelado la incapacidad del texto constitucional
vigente para garantizar los derechos, principios y valores que
formalmente proclama. Incluso, tal como la reforma exprés del art. 135
en el verano de 2011 puso de manifiesto, ni siquiera es capaz de
garantizarse a sí misma, es decir, su propio articulado. En suma, el
tiempo ha cambiado y necesitamos un marco constitucional que responda a
la nueva realidad política, ciudadana y social de España.
Desde
Izquierda Unida impugnamos estas “líneas rojas” que lastran el texto de
1978, impidiendo el desarrollo de una sociedad basada en los derechos
humanos, la democracia radical y la igualdad material entre las
personas. Además, insistimos en mostrar a la opinión pública que los
elementos a través de los cuales alcanzar en toda su plenitud estos
objetivos no pueden ser introducidos a través de reformas puntuales del
texto actual.
Todo quedó tan “atado y bien atado” que el
procedimiento ordinario de reforma del texto, establecido en su art.
167, impide la modificación sustancial de las líneas definitorias del
marco constitucional (de las “líneas rojas”). De ahí que sea necesario
un proceso constituyente que convoque y explicite un momento de ruptura
democrática. Un proceso para la creación de una nueva Constitución. Para
ello podría utilizarse la vía que ofrece el actual art. 168 para la
revisión total o la de las partes sustanciales del texto. En tal caso se
exige la disolución del Parlamento, la celebración de elecciones para
la configuración de nuevas Cortes, la aprobación del nuevo texto por
ellas y la ratificación final mediante referéndum ciudadano. Esas nuevas
Cortes serían de hecho Cortes constituyentes, con lo que se
convertirían en el instrumento legítimo para diseñar el proceso de
elaboración de una nueva Constitución.
En Izquierda Unida no somos
equidistantes. Tomamos partido. Tenemos la responsabilidad de estar a
la altura de este momento histórico. Nuestra clase social aspira a ser
protagonista de su historia y no una mera espectadora de eternos
consensos entre oligarquías que siguen amparando el “turnismo” como
mecanismo de control del statu quo. Queremos una Constitución
que defienda y represente las necesidades de esta nueva sociedad en la
que vivimos, que en nada tiene que ver con la de finales de los años 70.
Nuestra
propuesta de nueva Constitución es una propuesta radical, en el sentido
etimológico del término. Vamos a la raíz de las cosas para buscar
soluciones a los problemas de nuestras vidas. A esto se le llama hacer
política y lo que no vamos a dejar es que unos pocos nos la sigan
haciendo.
Es por estas razones que no formaremos parte del ritual
que cada año celebra la Constitución del 78 como si de una reliquia se
tratara, ya que la mejor forma de celebrar la democracia es
ejerciéndola. Nos decía Marcelino Camacho que los
derechos se conquistan poniéndolos en práctica. Por eso el mejor
homenaje consciente y responsable es exigir una Constitución que sirva
de instrumento a la sociedad que la engendra y dejar de adorar una
reliquia de otro tiempo que no nos representa.
Porque queremos ser protagonistas de nuestra historia, queremos una Constitución hija de nuestro tiempo.
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