Manolo Monereo
Los resultados de las recientes elecciones portuguesas han sido una sorpresa para todos, incluidas las empresas demoscópicas. Estas decían que había un empate técnico entre la derecha y el Partido Socialista. No ha sido así. Antonio Costa ha sacado mayoría absoluta y, por fin, puede gobernar sin aliados políticos a su izquierda. No creo en las teorías de la conspiración. El PS creó una situación, un escenario que invitaba a la polarización y al voto útil con una extrema derecha que emergía con fuerza. Una de las consecuencias más significativa ha sido la derrota del Bloque de Izquierdas y de la CDU/PCP. El Bloque pierde algo más del 50% de sus votos y 14 diputados; la CDU, el 28% de su electorado y 6 diputados. Un dato a no olvidar es que la derecha no pierde influencia; simplemente se fragmenta, o lo que es lo mismo, el PS gana reduciendo el peso electoral de las fuerzas a su izquierda.
Las reacciones en España han sido de gran satisfacción -como es natural- en el PSOE y “singulares” en el ámbito de Unidas Podemos. Pablo Iglesias, pasándole factura a Enric Juliana, afirmó con rotundidad que las elecciones en el país vecino justificaban la estrategia de gobernar con el PSOE y no apoyarles desde fuera. Ione Belarra continuó por el mismo camino y nos señaló que el futuro de UP era seguir gobernando con Pedro Sánchez. Comparar situaciones heterogéneas y hacerlo a golpe de titular no parece el mejor método para sacar enseñanzas de otras experiencias. Los compañeros portugueses podrían decir cosas parecidas de sus aliados españoles. No lo harán, no es su método. Intentarán, con modestia, comprender lo que ha pasado de forma autocrítica y mejorar su trabajo.
Hay una gran paradoja: la izquierda salió a votar masivamente a Costa para defender las conquistas obtenidas, en gran parte, por la influencia de una izquierda que quería romper con las políticas neoliberales. Cada país tiene su historia, determinado sistema político y formas específicas de expresar las contradicciones entre las fuerzas en presencia, tanto a derecha como a izquierda. El PS lleva años intentando soltar el lastre de gobernar gracias a una alianza con su izquierda. Eso se puso claramente de manifiesto en las elecciones de 2019 y definitivamente en estas. ¿Por qué era difícil plantearse en serio gobernar con el Partido Socialista? En primer lugar, porque la izquierda estaba y está rota en dos bloques. El Partido Comunista Portugués sigue pensando que el Bloque de Izquierdas no tiene razón de ser y que viene a dividir a las fuerzas populares. Esto ha hecho muy fácil la gestión del Partido Socialista: negocia con uno y con otro, los opone entre sí y saca beneficios de la fragmentación. Por otro lado, esta división bloquea la posibilidad de construir una alternativa solvente a la socialdemocracia e hipoteca duraderamente la credibilidad de la izquierda alternativa como fuerza con voluntad de mayoría y de poder. Y, en tercer lugar, algo fundamental, las diferencias programáticas entre el PS y las fuerzas situadas en su izquierda eran grandes e insalvables. Nunca fue una cuestión de pureza o de no atreverse a asumir los riesgos que supone gobernar. Por decirlo más claro, las reformas pactadas con el PS lo han sido en contra de su programa y de su estrategia política.
Una lección que habría que sacar sin distorsionar el análisis: el jefe del Gobierno portugués no tiene la prerrogativa de convocar elecciones anticipadas, las tiene el Presidente de la República. Lo que hizo este fue anunciar que convocaría elecciones si no se aprobaban los presupuestos, es decir, le dio a Antonio Costa una poderosa arma para chantajear a su izquierda. No hace falta ser un genio para darse cuenta que el jefe del gobierno y el presidente fabricaron artificialmente una crisis política. Ese fue el debate real de los presupuestos. Hay quien dice que había que haberlos aprobado, aunque supusiesen la aceptación de políticas de austeridad. Ambas formaciones a su izquierda, siempre divididas, decidieron oponerse, sabiendo los riesgos que corrían. Costa aprovechó la derrota parlamentaria para ir elecciones generales anticipadas y culpabilizar de la misma a sus antiguos aliados.
La singularísima y reciente convalidación de la Reforma Laboral en el Congreso dice mucho de la actual situación política española y abre una perspectiva que tiene mucho que ver con la experiencia portuguesa. Hay elementos que nos pueden ayudar a vislumbrar lo que viene. La “reforma de la (contra)reforma” laboral pudo ser aprobada por un voto equivocado de un conocido prohombre del PP. ¿Qué hubiera pasado si no se aprueba? ¿Qué habría hecho la ministra Yolanda Díaz? Cómo mínimo, se puede decir que se ha estado al borde de una derrota de grandes dimensiones. Las consecuencias están ahí: una derecha que se endurece con el discurso de Vox, la ruptura del bloque de investidura y una reforma que se sitúa en el marco que siempre ha buscado Pedro Sánchez. Lo más significativo es que la correlación parlamentaria existente no da para más, que no hay margen para una nueva transversalidad; es decir, las elecciones, las de verdad, no están muy lejos. ¿Qué hará Sánchez?
Yolanda Díaz ha jugado fuerte y ha estado a punto de perder. Su estrategia fue apoyarse en los sindicatos como aliados estratégicos y conseguir la aprobación de la patronal para una reforma digna. El camino no era fácil. Había una mesa a tres (agentes sociales, patronal y gobierno) tutelada por la Unión Europea y por Pedro Sánchez, con la inestimable coordinación de la ministra Calviño. Hubiese sido bueno decir la verdad de lo que estaba pasando entre bambalinas para comprender por qué esta ley y no otra. La reforma supone una mejora sustancial, pero no significa la derogación de la reforma de Rajoy. Una política que está en un gobierno en minoría con su mayor adversario electoral, debería saberse diferenciar en positivo y hacer pedagogía. La gestión del acuerdo no ha sido buena y no deja en buena situación al proyecto que Yolanda Díaz quiere encabezar.
Podría haber existido una estrategia alternativa que se basara en la política y en la centralidad del Parlamento. La patronal no tiene problemas para aceptar los decretos de los gobiernos que restrinjan los derechos de los trabajadores sin el consenso de los sindicatos. Cuando la izquierda está en el gobierno, la organización de los empresarios exige que la normativa sea adoptada con su acuerdo. Al final, las mejoras para los trabajadores son siempre reversibles y quien decide en último lugar, son los gobiernos de las derechas. Cuando Yolanda Díaz puso su firma en el acuerdo quedó presa de él. La patronal y los sindicatos dijeron que no se podía tocar ni una coma; rápidamente el PSOE adoptó la misma posición y la ejerció militantemente. Para los aliados era un contrato de adhesión: o lo tomas o lo dejas.
Confundir la lógica sindical con la lógica política es un mal asunto. Durante años los sindicatos, con buenas razones, han defendido su autonomía política y programática. Ahora parece que hay que reivindicar la autonomía de lo político, precisamente en momentos donde la democracia social está en peligro y los Parlamentos sustituidos por los acuerdos entre las elites. La contradicción es muy fuerte: un acuerdo social que debe convertirse en ley con un Parlamento mudo y sin capacidad de modificarlo en un sentido u otro, cuando, además, había una mayoría para ir más lejos en sus contenidos. Se dice que si se hubiese seguido la vía política-parlamentaria no habría habido consenso con la patronal; es posible. La deliberación democrática, el debate de ideas y proyectos no es algo anecdótico en la Asamblea donde reside la soberanía popular; es su fundamento e invita a un tipo específico de consenso basado en luz y taquígrafos. Si se hubiese seguido esta vía político-parlamentaria sabríamos con mucha precisión la posición de las distintas fuerzas políticas, sus diferencias y sus acuerdos; conoceríamos lo que realmente piensa PSOE y los límites que imponía la Unión Europea para recibir los fondos de recuperación. Se vería con más claridad a lo que aspiraba realmente la patronal vía Partido Popular. Y habría otra ley.
Subestimar a Pedro Sánchez es un error que se paga. Los abrazos y besos, las buenas formas y los tonos amigables, no ocultan la realidad de un superviviente, de un político hecho y derecho que tiene un proyecto claro: volver a convertir al PSOE en el partido del régimen, en la fuerza que organiza la nueva centralidad de una monarquía parlamentaria que ha salido de la crisis del 15M. ¿Cuál es la condición previa? Reducir a su mínima expresión a las fuerzas a su izquierda, convertirlas en complementarias y subalternas. Sánchez sabe que gobernar es un modo de organizar el conflicto con Unidas Podemos, convertirlo en territorio en disputa que neutraliza, integra, coopta. Un viejo político nos enseñó que la respetabilidad es siempre la vía maestra para adaptarse a los poderes existentes. El Presidente del gobierno tiene poder para convocar elecciones cuando le parezca oportuno, iniciativa política acreditada y capacidad de crear escenarios, situaciones favorables. Tiene experiencia de éxitos y, sobre todo, de fracasos. Aquilatará el momento.
Yolanda Díaz ha convertido su gestión en el ministerio en su mejor plataforma político-electoral. Las cosas no han salido como se esperaba. Se ha estado al borde del fracaso. Ahora toca hablar de política y arriesgar. La vicepresidenta lo ha dicho muchas veces, hace falta construir un nuevo proyecto de país. Es una idea fuerte. ¿Cómo?, ¿con quién? Se han ido dejando caer ideas. Se ha hablado de partido laborista que tiene un difícil encaje con nuestra cultura y tradiciones. Esta idea tiene al menos dos interpretaciones: fuerza fuertemente enraizada en el mundo del trabajo y sus problemas o brazo político del sindicato. Es de esperar que las cosas se aclaren pronto. Pedro Sánchez sigue trabajando.
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