martes, 24 de diciembre de 2024

Crítica del factor religioso en el marco de la Constitución española de 1978


Fuente: El Roto



Miguel Ángel López Muñoz
Colectivo Prometeo

“Crítica del factor religioso en el marco de la Constitución española de 1978”, en Rigau Tusell, Ignacio y Bermúdez Vázquez, Manuel (eds). Horizontes del pensamiento: ensayos sobre ciencias sociales y humanidades. Cap. 12. Dykinson, Madrid, pp. 218-238. ISBN 978-84-1070-247-9. En: https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=9858128



1. INTRODUCCIÓN

La gestión y articulación normativa del factor religioso en el momento histórico español denominado como “transición a la democracia” viene siendo cuestionado desde instancias tanto políticas como sociales o culturales, señalando la problematicidad jurídica e iusfilosófica que suponen tanto los Acuerdos con la Santa Sede de 1976 y 1979, especialmente, como en el artículo 16 de la Constitución, en relación con unas “creencias religiosas de la sociedad española” –cada más secularizada y con un número de no creyentes que se acerca progresivamente al 50 % de la población–, y con una serie de denuncias de privilegios hacia la iglesia católica que, por un lado, rompe el principio de igualdad con el resto de creencias religiosas o con el resto de convicciones no religiosas y, por otro, evidencia su falta de voluntad constante de autofinanciarse, de forma contraria a como establece el Acuerdo económico entre el Estado español y la Santa Sede de 1979.

El objetivo de esta intervención es establecer algunos elementos de análisis crítico respecto a la construcción del pretendido Estado laico, según el modelo de la Constitución de 1978, a partir de dos ejes fundamentales: los Acuerdos con la Santa Sede de 1976 y 1979 y la Constitución de 1978. La estrategia metodológica para conseguirlo es doble, por un lado, el cuestionamiento de los elementos principales del discurso oficial sobre la Transición, comenzando por el concepto de consenso; por otro lado, el análisis jurisprudencial junto con las lecturas de la doctrina en sus diferentes perspectivas historiográficas.

El desarrollo de la exposición parte del análisis crítico del concepto de consenso, una revisión sistemática del debate constitucional, así como de las filtraciones a la prensa y su condicionamiento para la redacción final de algunos artículos constitucionales relacionados con el factor religioso, así como el análisis jurídico del artículo 16 de la Constitución. En segundo lugar, se analizan los Acuerdos de 1976 y 1979 con la Santa Sede desde la perspectiva de constituirse de facto como cláusulas de intangibilidad que blindan una amplia gama de privilegios. Como resultado de todo este recorrido se nos presenta, una vez alcanzado el objetivo, la demostración de cómo de la Constitución española, su corpus normativo y la jurisprudencia relativa al factor religioso no conduce a un Estado laico, sino en un Estado criptoconfesional, necesitando una reforma Constitucional, acompañada de la denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede.

2. La constitución española de 1978

2.1. El consenso

En la historia oficial sobre la llamada Transición a la democracia en España existe un concepto fundamental que permite articular y fundamentar todo lo ocurrido tras la muerte del dictador y la promulgación de la Constitución de 1978, como núcleo del período transicional; ese concepto es el de consenso. Tal y como señala Joaquín Varela, el carácter consensuado de la Constitución de 1978 se manifiesta, en primer lugar, en el eclecticismo con que se regularon algunas cuestiones que […], dividieron a los españoles a lo largo de su historia constitucional, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX, como la forma de la jefatura del Estado, la distribución territorial del poder, la regulación de la libertad religiosa y el modelo económico (Varela Suanzes-Carpegna, 2020, 528)

Además, Varela le atribuye dos consecuencias más al consenso: la «redacción deliberadamente ambigua» y su carácter inacabado, por sus constantes remisiones al legislador ordinario (cfr., Varela Suanzes-Carpegna, 2020, 528-529). Es decir, si aceptamos que el eclecticismo, la ambigüedad e incompletud son los tres baluartes de la Constitución del consenso de 1978, ¿debemos necesariamente encontrar en ello un carácter abierto y plural de la norma fundamental desarrollada durante año y medio a partir del apoyo de las oligarquías franquistas en la partitocracia fundada o refundada para la ocasión, que fue progresivamente dinamitando el empeño rupturista de la Junta Democrática, primero, y de la Coordinación Democrática o “Platajunta”, más tarde? ¿Consenso entre qué, entre «la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936» y la nueva legalidad surgida a partir de la Ley para la Reforma Política, como octava Ley Fundamental del Reino? ¿Consenso entre quienes, entre los procuradores a Cortes y Consejeros Nacionales, dispuestos a aceptar sacrificios y redenciones, y las cúpulas de los Partidos Políticos, cargadas de ambición personal por alcanzar el poder? Porque con el pueblo –cargado de una buena dosis de incertidumbre e imbuido de miedo–, sólo se contó para refrendar lo aprobado por la Comisión Mixta, fruto a su vez de la disciplina parlamentaria de los grupos políticos y de la falta de control del poder ejecutivo (cfr., Navarro Estevan, 2003, 82 y ss.). ¿Acaso lo ocurrido no fue más que un «pacto entre contrarios unidos por el miedo»? (García-Trevijano, 1996, 18).

El consenso –cuyo origen bajomedieval está vinculado al ámbito del conciliarismo eclesiástico y nunca se utilizó como herramienta conceptual en teoría política– fue, sin duda, el “espíritu de la Transición”; pero ¿hasta qué punto?

2.2. Debate constitucional

Si el primer Acuerdo concordatorio se realiza en los primeros días de gestión del gobierno Suárez (julio de 1976), a partir de ese momento, tras la Ley para la Reforma Política –aprobada en referéndum el 15 de diciembre–, las elecciones al Congreso y al Senado del 15 de junio de 1977 y la aprobación de la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977, las Cortes inician la tarea de redacción de una nueva Constitución prevista y organizada por la Ley para la Reforma Política, octava y última de las Leyes Fundamentales del Reino, aunque inspirada no ya por las fuentes doctrinales de las siete Leyes Fundamentales anteriores, sino por la democracia liberal. No obstante, afirma Joaquín Varela, «con estos datos, la transición de la dictadura a la democracia no podía hacerse rompiendo con el orden jurídico anterior, como había ocurrido en 1931 y como venía preconizando la mayor parte de la oposición, lo que hubiese requerido formar un Gobierno provisional y convocar unas Cortes constituyentes, sino mediante la reforma de la legalidad franquista» (Varela Suanzes-Carpegna, 2020, 525)

La gestación de la constitucionalización de la política religiosa y eclesiástica española fue, una vez más, uno de los ámbitos más debatidos y cuestionados por las Cortes. Las relaciones entre la iglesia y el Estado se abordan por vez primera el 30 de agosto de 1977 (cfr., De Carli, 2008, 344). Sin duda, tanto el sector católico de los diputados –claramente mayoritario–, como el que no lo era, en orden a un cambio efectivo de régimen, estaban movidos por la consigna del imaginario promovido por el franquismo del peligro del republicanismo anticlerical dirigido contra la Constitución laica de 1931 y, por tanto, contra la libertad de conciencia –que, diferencia de 1873 y 1931, ni siquiera llegará a nombrarse. De este modo, con una iglesia que había hecho su trabajo hasta ese momento y un rey, una vez más, bien asesorado, los nuevos protagonistas no tuvieron dificultad en asumir todo lo que se les iba proponiendo.

En primer lugar, el 22 de noviembre de 1977 se filtra un borrador a la prensa del trabajo de los Diputados respecto a la cuestión religiosa (cfr., Navarro Estevan, 2003, 123). En los artículos del borrador filtrados se decía: 17.1 «Se garantiza la libertad religiosa y de cultos, así como la de profesión filosófica o ideológica, con la única limitación del orden público protegido por las leyes». 17.2 «Nadie podrá ser compelido a declarar sus creencias religiosas» (cfr., Llamazares y Llamazares, 2011, 311). El tercer párrafo no se filtró, pero sabemos por en el Anteproyecto decía lo siguiente: 17.3 «El estado español no es confesional. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con las confesiones religiosas».

El 26 de noviembre –es decir, cuatro días después de la filtración–, tras celebrar su XXVII Asamblea plenaria, la Conferencia Episcopal Española presenta sus condiciones, según señala el diputado en ese momento y magistrado de la audiencia provincial de Madrid, Joaquín Navarro:

a) defensa de la vida humana –malogrado a través del artículo 15;

b) derecho de los padres a elegir el tipo de educación de sus hijos, libre creación de centros, libre gestión y financiación pública del tramo obligatorio de enseñanza –conseguido en el artículo 27;

c) estabilidad de la familia –no conseguido y legislado en 1981 con la Ley del divorcio;

d) y, reconocimiento de la iglesia católica –conseguido en el art. 16.3 (cfr. Navarro Estevan, 2003, 124 y 128).

Por otra parte, en el debate de la Comisión encargada del artículo, entre las cuestiones que resultaron más controvertidas estuvieron: la limitación del orden público, la falta de mención expresa a la iglesia católica (cfr., Moreno Mozos, 2006, pp. 121-122) y el tratamiento y expresión de la aconfesionalidad o laicidad del Estado.

En segundo lugar, en el Anteproyecto elaborado por la Ponencia constitucional el 5 de enero de 1978 –resultado de la controversia y el debate que originó el borrador filtrado–, fue una nueva redacción del primer párrafo del artículo en cuestión, en el que ahora se explicita como sujetos de la libertad religiosa a los individuos y a las comunidades, pero no con respecto a la profesión filosófica o ideológica (cfr., Llamazares y Llamazares, 2011, 311). Además, desaparece la mención del carácter no confesional del Estado y se sustituye por la expresión «Ninguna confesión tendrá carácter estatal» (cfr., Navarro Estevan, 2003, 125). Gregorio Peces Barba y Manuel Fraga Iribarne, habían propuesto, sin éxito, la expresión de la Constitución de 1931: «España no tiene religión oficial» (cfr., Navarro Estevan, 2003, 128).

El tercer momento de su itinerario parlamentario lo tuvo en el texto informado por la Ponencia de 17 de abril, en el que la expresión del primer párrafo «profesión filosófica o ideológica» se corrige por esta otra «profesar cualquier creencia o ideología» y, en el segundo párrafo, la no obligación de declarar que hasta ahora se refería únicamente a la religión se extiende a las «creencias e ideologías» (cfr. Elvira Perales, A. y González Escudero, s.d.).

Ese fue el texto que llegó al Senado, pero al no aceptar éste su redacción, según lo establecido en el artículo 4 de la Ley para la Reforma Política, se creó una Comisión Mixta Congreso-Senado que daría como resultado el cuarto momento, el texto sometido finalmente a referéndum y finalizado el 31 de octubre de 1978. Los cambios introducidos por esa Comisión fueron dos. 1- La contemplación como dos supuestos paralelos, pero distintos: la libertad religiosa y la profesión de cualquier ideología, se sustituye por una expresión en que la libertad ideológica se une a la libertad religiosa y, además, se considera como titulares de ella a individuos y comunidades, como en el Anteproyecto de enero (Llamazares y Llamazares, 2011, 312). 2- La mención explícita de la «Iglesia católica», cuestión reclamada desde el primer momento, al fin es conseguida, hecho parlamentariamente atribuido a la enmienda realizada el diputado opus deísta, Laureano López Rodó y aprobada con los votos de Unión de Centro Democrático y Alianza Popular.

2.3. El artículo 16

El artículo aprobado en referéndum el 6 de diciembre de 1978 por los españoles, sancionado por el Rey el 27 de diciembre y publicado en el BOE del 29 de diciembre fue el siguiente:

1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.

2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.

3. Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.

Con este resultado, la iglesia quedó satisfecha y prueba tanto de su conformidad y como la del Estado fue que, seis días después de promulgada la Constitución y a manera de celebración compartida, aparece publicada en el BOE la firma de los Acuerdos que faltaban para terminar de actualizar el Concordato de 1953, vigente hasta ese momento. ¿Dónde había quedado el republicanismo democrático y laico del tipo de Manuel Azaña o de Luis Jiménez de Asua, por parte de las cúpulas de los grupos políticos de izquierdas? Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista de España en ese momento –según recoge Joaquín Navarro Estevan–, «andaba muy satisfecho. Así no se corría el riesgo de provocar a la Iglesia con los efectos perturbadores que ello tuvo en la República. Gómez Llorente colaboró con su característico rigor. Aquello no le gustaba, pero podía contribuir a la consolidación de la “democracia”» (cfr., Navarro Estevan, 2003, 128-129).

El artículo 16 ha merecido la atención permanente de la doctrina científica especializada, dado que en él o a través de él se concentra toda la problematicidad que posee el derecho de libertad religiosa. Sin duda no son pocas las incertidumbres que abre y los problemas que plantea. Probablemente, uno de los más graves es la crítica que recibe de inconstitucionalidad, particularmente en su párrafo tercero. Veámoslo de forma detenida:

a) La primera frase, “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”, –sin precedentes en nuestro constitucionalismo histórico–, da pie a una amplia gama de interpretaciones, a las que el Tribunal Constitucional no ha sido ajeno, hablando de aconfesionalidad (cfr., Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 1/1981, de 26 de enero; STC 5/1981 de 13 de febrero; STC 24/1982 de 13 de mayo; STC 265/1988 de 22 de diciembre; STC 166/1996 de 28 de octubre; STC 6/1997 de 13 de enero) y de laicidad positiva (STC 46/2001 de 15 de febrero –FJ 4–; STC 128/2001 de 4 de junio; STC 101/2004 de 2 de junio; STC 128/2007 de 4 de junio; STC 34/2011 de 28 de marzo; STC 51/2011 de 14 de abril), entendidas ambas como marco hermenéutico tanto de la doctrina del Tribunal Constitucional, como de la doctrina académica a la hora de abordar el contenido normativo del ordenamiento español en relación al vínculo entre religión y derecho. Precisamente esta ambigüedad ha servido a algunos para hablar de criptoconfesionalismo (cfr., Puente Ojea, 1994 y 2011, 87-148) o de confesionalidad calculada. Ante esta situación, otros como Gustavo Suárez ha considerado que la primera formulación del Anteproyecto de Constitución, en efecto, «era mucho más ajustada por razones técnicas y sistemáticas» (Suárez Pertierra, 2012, V), aunque quizás el precepto no albergaría posibilidad de ambigüedad, visto el debate posterior. ¿Qué diferencia aportaba esta nueva formulación? En realidad, el cambio es abismal y responde a todo un juego de prestidigitación. Respeto a la formulación original –«El estado español no es confesional»–, la nueva formulación cambia el sujeto por el predicado, al mismo tiempo que cambia la cualidad de confesionalidad por su denominador confesión. El resultado es que ninguna confesión concreta se puede identificar con carácter estatal, lo cual no supone que el Estado no pueda identificarse con una confesión concreta, dejando de este modo expedito el camino para la mención de la «Iglesia católica» en el resto del precepto y liberando de cualquier compromiso con un Estado laico en términos rigurosos. En todo caso, que «confesión alguna» tenga «carácter estatal», vendría cargado de sentido si la tradición española hubiese sido la de tener una iglesia de Estado al modo de Dinamarca, Finlandia o Inglaterra, o como la tuvieron Suecia o Grecia (cfr., Llamazares y Llamazares, 2011, 196-202). Pero al no ser el caso, el precepto «Ninguna confesión tendrá carácter estatal», básicamente no establece nada, está vacío. Y eso, a pesar de que «El estado español no es confesional» del Anteproyecto, ni siquiera se atrevía a afirmar la aconfesionalidad o la laicidad del Estado.

b) En la segunda parte del precepto, la expresión «los poderes públicos tendrán en cuenta» deja abierta las cuestiones de cómo y de qué tendrá en cuenta, de tal modo que la expresión cae en el terreno de la imprecisión más absoluta su concreción en el desarrollo normativo. Aunque, obviamente, ésta no era la intención del legislador, su imprecisión podría interpretarse como causada, no por su ambigüedad, sino por su incompletud: «los poderes públicos tendrán en cuenta»… corriente, hipótesis hermenéutica que a la luz de la situación de financiación pública con la que cuenta la iglesia (católica), podría admitirse como válida.

c) La expresión «creencias religiosas de la sociedad española» –se pregunta Puente Ojea–, ¿cuáles creencias religiosas y de quiénes? Porque, efectivamente, ¿acaso la cuestión de la convivencia se plantea sólo en el ámbito de la religión? ¿O acaso la validez de los principios debe resolverse a través de la facticidad sociológica? En todo caso, al no añadir la expresión «o cualesquiera otras» –añade Gonzalo Puente Ojea–, se produce «una grave omisión» (Puente Ojea, 2011, 143) que implica la discriminación constitucional hacia los increyentes religiosos: críticos, indiferentes, agnósticos o ateos.

d) La expresión «las consiguientes relaciones de cooperación» deja abierta la cuestión de cuáles relaciones. O al menos la cuestión de para qué o cuál es su finalidad. Precisamente, a través del término «cooperación» –se entienda como principio informador o como mera técnica de ordenamiento jurídico– se abre un espacio en el que parece que el Estado está obligado a financiar el «servicio público espiritual» que ofrece la iglesia católica a aquellos ciudadanos creyentes que lo demandan, en el marco del Estado social (arts. 1.3 y 9.2, CE), quedando comprometido de este modo tanto la separación iglesia-Estado, como la neutralidad o imparcialidad ideológica del Estado. Porque, ¿acaso cabe un separatismo cooperativo, sin caer en un subterfugio lingüístico para mantener la tradicional doctrina católica de la cooperación armoniosa de las dos potestades? (cfr., Puente Ojea, 2011, 232-235)

e) La expresión «con la Iglesia católica», por la que tanto luchó el clericalismo en los meses previos a aprobar el texto constitucional definitivo, es el elemento distorsionador del principio de igualdad constitucional (arts. 1.2 y 14) y que rompe con los cánones asumibles de un modelo estándar de Estado laico que recogen los textos internacionales, incorporados al Derecho español gracias al art. 10.2 de la Constitución (cfr., Puente Ojea, 2011, 216). y que quedan perfectamente asumidos en (o son asumibles por) los artículos 1, 9.2, 16.1, 16.2, 20, 21, 22, 27.1-27.8 27.10, 31, 53.1, 53.2 y 81.

f) La expresión «las demás confesiones», en fin, desde el respeto hacia esas formas de religiosidad –señala Puente Ojea–, «es diáfano e indiscutible que […] juegan el papel práctico de comparsas en la confirmación del cuasi monopolio de la religión católica» (Puente Ojea, 2011, 137). El peso de todas ellas es minúsculo y nunca han inquietado a la jerarquía católica, ya sea por el número exiguo de sus miembros, ya sea por el carácter étnico-religioso de sus comunidades naturales.

Por otra parte, tampoco el resto del artículo 16 ha escapado a la disputa doctrinal y sus consecuentes implicaciones jurisprudenciales. Un grave problema ha residido en «desentrañar el significado que encierra el enunciado del art. 16.1» (Polo Sabau, 2014, 58) respecto al contenido de la libertad ideológica, la libertad religiosa y de culto. Sin duda como antes se apuntaba al referirnos a la expresión «con la Iglesia católica», la recurrencia a la aplicación del art. 10.2 de la Constitución resulta imprescindible para hallar elementos que permitan deshacer el entuerto. ¿Constituye el derecho a la libertad religiosa un derecho autónomo respecto al derecho a la libertad ideológica, o al igual que el artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos que habla de libertad de pensamiento y de conciencia, seguido de libertad de religión, forma un solo derecho? Esta segunda posibilidad no es la que parece indicar el art. 16.3 que habla de «tener en cuenta las creencias religiosas», pero no dice nada de las ideológicas (cfr., Prieto Sanchís, 2004, 58).

3. Los Acuerdos de la iglesia católica con la Santa Sede

3.1. Iglesia católica: cláusula de intangibilidad y privilegio

De las tres opciones aparentes, planteadas ya en la Asamblea Conjunta de Sacerdotes y Obispos de 1971 –a) revisión del Concordato o nueva redacción, b) acuerdos parciales que resuelvan problema por problema, c) ausencia de normas pactadas y sometimiento a la Ley común de asociaciones–, tras la muerte del dictador se impuso la segunda al juzgarse, desde el punto de vista técnico, más efectiva en la resolución de los conflictos presentes y de los conflictos futuros que pudieran aparecer. Se consideró pues, en oposición clara a cualquier solución que pasara por aceptar la legislación común, que fragmentando el vínculo concordista cualquier aspecto podría ser revisable sin afectar al conjunto. Por tanto, las tres opciones planteadas como posibilidad desde 1971, en realidad, sólo eran dos y el cardenal Tarancón, desde la presidencia de la Conferencia Episcopal Española, con buena lógica para su organización, eligió, lo que podríamos llamar, la continuidad travestida. Los servicios jurídicos del Estado bajo la aprobación del joven rey, no era previsible que pusieran objeción ninguna. De hecho, las credenciales presentadas por la Conferencia Episcopal en los últimos cuatro años de Dictadura llamando a la reconciliación y protegiendo al cristianismo obrero desde finales de los 60, eran expuestas como avales suficientes en su contribución a la Transición, como para no exigir a cambio un trato generoso. Y así fue. Tan sólo había dos problemas a partir del 20 de noviembre de 1975: la incertidumbre política a pesar de la cobertura estadounidense y alemana y los tiempos del proceso de la operación de democratización. Para resolver el primero, se afrontó el segundo con decisión.

Veintidós días después de la toma de posesión de Adolfo Suárez González como presidente del Gobierno, el 28 de julio de 1976, se firmó en Roma el primer Acuerdo para la sustitución del Concordato, adaptándolo a las nuevas condiciones sociales y políticas, impidiendo así un rechazo frontal del mismo y a la espera de que la aprobación un nuevo marco legal general, permitiese nuevos Acuerdos. Su título fue Acuerdo entre la Santa Sede y el Estado español. Ya la declaración de motivos lo es, al mismo tiempo, de intenciones: 1) apelando a la transformación social a la hora de entender las relaciones iglesia-Estado –transformación ocurrida a pesar de la Dictadura–, 2) al modo de entender la libertad religiosa el Concilio Vaticano II –en su fundamento jurídico y teológico, pues–, 3) a la necesidad de tener «normas adecuadas al hecho de que la mayoría del pueblo español profesa la Religión Católica» –como si esa mayoría hubiese sido libre para profesar, ya sea por educación o por autocensura de una teología política nacionalcatólica– y 4) a la urgencia de revisar el «vigente Concordato» respecto al nombramiento de Obispos y a «la igualdad de todos los ciudadanos frente a la administración de justicia» –eufemismo palmario viniendo de quien apostó y apuesta a través de este acuerdo por la desigualdad por motivos de conciencia religiosa y, por supuesto, irreligiosa–, estableciendo que «ambas Partes contratantes concluyen, como primer paso de dicha revisión [del Concordato], el siguiente Acuerdo». Esta referencia a un «primer paso» de revisión, nos muestra lo siguiente: primero la evidente y reiterada vigencia del Concordato, pues ninguna parte lo había denunciado y, segundo, que este «primer» Acuerdo vendría sucedido por otros.

Respecto al contenido de su articulado –de sus dos artículos–, el primero remite a la competencia exclusiva, oído el Gobierno, para el nombramiento de Arzobispos y Obispos, con lo que la iglesia recupera su autonomía de elección a la vez que se mantiene la tradicional demanda regalista de su visto bueno gubernamental. El segundo artículo, blinda a los clérigos demandados penalmente frente a la Justicia ordinaria (II.2 y II.4); además, se garantiza el respeto a su secreto profesional ante cualquier requerimiento judicial o administrativo (II.3). Las dos materias, calificadas por el propio Acuerdo de «urgentes», es lógico pensar que lo eran para el devenir de la iglesia católica en España: el control del obispado y la defensa ante posibles demandas judiciales por la participación en los crímenes ocurridos durante toda la Dictadura.

No obstante, más allá de esta acotación, lo relevante es que desde este momento se habla de «Acuerdos que sustituyan gradualmente las correspondientes disposiciones del vigente Concordato». Por tanto,

1. el Acuerdo de 1976, puede afirmarse que proporciona unidad sistemática al resto de Acuerdos por venir, a pesar de que cada uno constituye un instrumento jurídico teóricamente autónomo. Esta tesis, desarrollada por vez primera por Juan Fornés (cfr., Fornés de la Rosa, 1979), es aprovechado por Dionisio Llamazares para señalar que la unidad la proporciona un acuerdo, el de 1976, «que responde a un principio inconstitucional consagrado en su preámbulo: la confesionalidad histórico-sociológica que el Vaticano II considera legítima en determinadas circunstancias» (Llamazares Fernández, 2007, 51);

2. el Acuerdo no sólo es obviamente preconstitucional –hecho que no sería en sí mismo relevante desde el punto de vista temporal–, sino que además es presumiblemente inconstitucional, dado que, por ejemplo, viola la soberanía nacional recogida en el artículo 1.2 de la Constitución al permitir nombrar funcionarios públicos al «Romano Pontífice» (art. I.3) y, al mismo tiempo, viola el principio y el derecho de igualdad (art. 1.1 y 14 de la Constitución) respecto al artículo 2 del Acuerdo. Tampoco la aplicación del artículo 95 de la Constitución de 1978 (CE) se ha producido.

El resto de los Acuerdos con la iglesia romana, cuatro más, se firmaron el 3 de enero de 1979, pocos días después de la entrada en vigor de la Constitución Española, el 29 de diciembre de ese año y, por tanto, son materialmente preconstitucionales (cfr. Suárez Pertierra, 2020, 51). Fueron los siguientes: Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asuntos jurídicos, Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre enseñanza y asuntos culturales, Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y el servicio militar de clérigos y religiosos y Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asuntos económicos. Con ellos se cierra el proceso de revisión del Concordato iniciado en 1976 y se restauran las relaciones singulares del Trono y el Altar, un nuevo «estatuto jurídico particular para la Iglesia Católica en nuestro país» (Polo Sabau, 2014, 23).

Un análisis somero del conjunto de estos cinco Acuerdos concordatorios, nos permite señalar lo siguiente en diálogo con diferentes posiciones doctrinales:

a) La cláusula que comparten todos los Acuerdos, según la cual las partes procederán de mutuo acuerdo para resolver las dificultades que pudieran surgir en su aplicación o interpretación se convierte en la práctica –a juicio de Dionisio Llamazares, que compartimos–, en una cláusula envenenada, dado que «basta que una de las partes […] mantenga posiciones inamovibles para que a la otra no le quede más que una de esta dos salidas: sumisión resignada a la otra o verse acusada de incumplidora del acuerdo» (Llamazares Fernández, 2007, 57).

b) Los Acuerdos concordatorios, como Tratados internacionales que son, deben recibir la aplicación del mecanismo de integración previsto en el art. 96 de la Constitución, por el cual pasan a formar parte del Derecho interno. En ese sentido, tanto en su interpretación, como en su aplicación, están sometidos «al imperio de la Constitución, que es además la que determina la posición que ocupan dichos acuerdos en el sistema de fuentes del Derecho español» (Polo Sabau, 2014, 25). y no al revés, sobre todo cuando afecta al desarrollo normativo de la propia Constitución.

c) El hecho de que los tratados internacionales en materia de derechos humanos, como pudiera ser el caso de los Acuerdos concordatorios al ocuparse del derecho de la libertad ideológica, libertad religiosa y de culto, estén vinculados con la cláusula hermenéutica del art. 10.2 de la Constitución, no quiere decir que estos Acuerdos queden al margen del control constitucional (Polo Sabau, 2014, 27). Así lo vincula, por ejemplo, José Martínez-Torrón (1987, 34) o Rafael Navarro-Valls (2006, 42) y, aunque su relación puede resultar muy discutible e incluso erróneo, el hecho es que el alcance de la cláusula del art. 10.2, por parte del Tribunal Constitucional, es tan amplio y flexible que «tampoco quedarían dichos acuerdos a salvo del control de constitucionalidad» (Polo Sabau, 2014, 32).

d) Por este motivo, la mera existencia de Acuerdos concordatorios, como los de 1976 y 1979, ocupándose de la tutela de derechos civiles en el ejercicio de derechos fundamentales, supone un rasgo de inconstitucionalidad pues es la Ley Orgánica, según el art. 81 de la Constitución, la única con competencias para desarrollar los derechos fundamentales (cfr., Llamazares Fernández, 2007, 51-52). Más bien, a juicio de José Ramón Polo, se trata de «captación negociada de privilegios» (Polo Sabau, 2014, 31), captación frente a la cual, no cabe la claudicación ante la fuerza normativa de lo fáctico y la renuncia a la valoración constitucional, especialmente desde el valor de igualdad (cfr., Polo Sabau, 2014, id.) y la no discriminación. En este mismo sentido, se manifiesta Alejandro Torres Gutiérrez al señalar que, pese a la contundente definición del principio constitucional de igualdad, los Acuerdos son normas de auténtica discriminación en la medida que la iglesia católica goza de marcos estatutarios privilegiados a los que no han tenido acceso el resto de confesiones religiosas o lo han tenido, como en el caso de los evangélicos, judíos y musulmanes, en mucha menor medida (Torres Gutiérrez, 2014, 94).

e) No obstante, aunque en el plano teórico el ámbito de funcionalidad de acuerdos del tipo de los concordatorios, en su aspecto netamente legítimo, correspondería a convertirse en un complemento puntual al régimen general de los derechos fundamentales, respecto a la regulación de algunas cuestiones concretas y específicas de una o varias confesiones referidas al modo de ejercicio de esos derechos (cfr., Suárez Pertierra, 2006, 57-58), en la práctica los Acuerdos de 1976 y 1979 regulan aspectos sobre la libertad religiosa que, dado que no ocurre igual con el resto de confesiones que poseen acuerdos con el Estado español, se presentan con un carácter de auténticos privilegios (cfr., Polo Sabau, 2014, 37-38).

f) Los privilegios que se encuentran en los Acuerdos y que, por tanto, implican inconstitucionalidad son: el sistema de nombramiento del Vicario General Castrense, el sistema de asignación tributaria, que acordada como transitoria se ha convertido en definitiva o la consideración de los profesores de religión como contratados laboralmente por la Administración educativa (cfr., Llamazares, 2007, 53), pero elegidos por las Diócesis y sujetos a la moral cristiana por encima de la Ley del Estatuto de los Trabajadores.

g) ¿Quiénes son los sujetos de los Acuerdos? Aunque en el caso del Estado español su determinación viene resuelta constitucionalmente, no existe esa claridad en el caso de la Santa Sede. Por un lado, la Santa Sede es el Estado Vaticano, surgido a partir del Pacto Lateranense de 1929 –por más peculiaridades que podamos atribuirle e incluso problematizar ese estatus de Estado– pero, por otro lado, es una organización global llamada iglesia católica (cfr., Ibán, 1985, 113-114). Si se entiende la Santa Sede como Estado, ¿quiénes son los destinatarios de los Acuerdos? ¿Los prelados romanos y la Guardia Suiza que no son ciudadanos españoles? Y si se entiende la Santa Sede como iglesia católica, ¿los destinatarios son los católicos españoles, la jerarquía eclesiástica española o ambos, según el caso? En realidad, da igual, el resultado es tan efectivo para la iglesia católica en España que realmente es digno de elogio la pericia diplomática de la Santa Sede para iniciar el proceso de revisión concordatoria, sin esperar la promulgación de la Constitución (cfr., Ibán, 1985, 116) y culminarlo de forma paralela a la discusión de la ponencia constitucional.

h) ¿Pueden interpretarse los Acuerdos de 1976 y 1979 como cláusulas de intangibilidad ante una hipotética reforma constitucional o ante cualquier disposición normativa futura? Aunque desde el punto de vista de la lex lata nada hay en dichos Acuerdos que así lo especifique –faltaría más–, no obstante, el art. 10.2 de la Constitución abre la puerta a que así sea en la práctica. En primer lugar, el mero hecho de que la fórmula del acuerdo o el pacto confesional católico preceda en el tiempo como fórmula del mandato constitucional de cooperación –que en la siguiente sección abordamos–, supone ya la simiente para la confusión entre el instrumento de dicha cooperación y su contenido material (cfr., Fernández-Coronado y Suárez, 2013, 70). Por ello, los Acuerdos concordatorios, en tanto Tratados internacionales, ejercen de cláusula de intangibilidad no sólo respecto a toda proposición legislativa, sino que incluso podría interpretarse en esta misma dirección ante una futurible propuesta de reforma constitucional. El Estado español asume en el momento transicional desde la Dictadura hacia un sistema democrático que dicho momento no se podía desarrollar con certeza sin el apoyo de la iglesia católica y, por este motivo, de forma previa a la promulgación de la norma fundamental, el Estado había ya asumido una serie de compromisos jurídicos mediante los que habría que pervivir –en el nuevo orden constitucional, con las pertinentes modificaciones formales derivadas de la renuncia de la confesionalidad estatal– la mayor parte de normas derivadas del Concordato de 1953 (cfr., Polo Sabau, 2006, 209). De este modo, es posible afirmar que «el régimen constitucional de la libertad ideológica y religiosa nacía así inevitablemente lastrado por el peso de la tradición concordatoria y las exigencias derivadas de la necesidad de prestar una cobertura constitucional, cuando menos meramente formal, al sistema de relaciones criptopactado con la Iglesia católica» (Polo Sabau, 2006, id.). Desde esta perspectiva antiformalista en la hermenéutica y, en segundo lugar, se hace posible entender los Acuerdos como efectivas cláusulas de intangibilidad que pueden ser interpretadas, por tanto, como elementos supra-constitucionales. De hecho, el Tribunal Constitucional cuando se ha pronunciado sobre puntos concretos de los Acuerdos con la Santa Sede, nunca ha señalado inconstitucionalidad alguna, y ha tenido oportunidad para ello en diversas sentencias a lo largo del tiempo (STC, 5/1981, de 13 de febrero de 1981; STC 24/1982, de 13 de mayo de 1982; STC 46/2001 de 15 de febrero; STC, 38/2007, de 15 de febrero de 2007). Sin embargo, su denuncia de límite al efectivo cumplimiento del principio de igualdad y de laicidad no deja de sucederse por parte de la doctrina. Por ejemplo, Dionisio Llamazares lo expresó ya sin ambages y de forma conclusiva cuando afirmó: «Mientras estén vigentes, es imposible cumplir el mandato constitucional de la laicidad y de la igualdad de todos en la libertad de conciencia» (Llamazares Fernández, 2010) y ahondando en ello, Ana Fernández-Coronado y Gustavo Suárez, ante la inexistencia de precedentes históricos de una denuncia formal de los Acuerdos, establecen como más razonable, la aplicación de «criterios flexibles para la solución de los problemas que los Acuerdos presentan y que tocan, en casos la inconstitucionalidad» (Fernández-Coronado y Suárez, 2013, 73).

4. Conclusiones

No cabe duda de que bajo los presupuestos del consenso la transición española nos lega una democracia otorgada incapaz de asumir sus grandes principios de libertad, igualdad, justicia y pluralismo con relación a algunos de los problemas clásicos de la historia española como la cuestión religiosa que queda cerrada en falso desde el eclecticismo, la ambigüedad y la incompletud de su proceso de constitución. La mayor confirmación la encontramos en los Acuerdos concordatorios de 1976 y 1979 que se covierten en efectivas cláusulas de intangibilidad como derecho supraconstitucional capaz de dirimir cualquier disputa hermenéutica de la Constitución, como atestigua la jurisprudencia. Por ello, el único modo de salir de este atolladero histórico es la reforma Constitucional, acompañada de la denuncia de los Acuerdos con la Santa Sede. Ambas deberían venir acompañadas de la promulgación de una Ley integral de Libertad de Conciencia, junto con su Reglamento.

5. Referencias

5.1. Normativa

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ESPAÑA. Acuerdos entre el Estado español y la Santa Sede de 1979. BOE, nº 300, 15 de diciembre de 1979, 28781-28785. bit.ly/3ITWt23

ESPAÑA. Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa. Boletín Oficial de las Cortes Generales, el 17 de octubre de 1979. bit.ly/4atcAzu

ESPAÑA. Ley 24/1992 de 10 de noviembre, por la que se aprueba el Acuerdo de Cooperación del Estado con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España. BOE, nº 272, de 12 de noviembre de 1992, 38209 a 38211. bit.ly/3vlNVOy

ESPAÑA Ley 25/1992 de 10 de noviembre, por la que se aprueba el Acuerdo de Cooperación del Estado con la Federación de Comunidades Israelitas de España. BOE, nº 272, de 12 de noviembre de 1992, 38211 a 38214. bit.ly/3TDJUwO

ESPAÑA Ley 26/1992 de 10 de noviembre, por la que aprueba el Acuerdo de Cooperación del Estado con la Comisión Islámica de España. BOE, nº 272, de 12 de noviembre de 1992, 38214 a 38217. bit.ly/3VutM3o

5.2. Jurisprudencia

STC 1/1981, de 26 de enero

STC 5/1981, de 13 de febrero

STC 24/1982 de 13 de mayo

STC 19/1985, de 13 de febrero

STC 265/1988 de 22 de diciembre

STC 166/1996 de 28 de octubre

STC 6/1997 de 13 de enero

STC 46/2001 de 15 de febrero

STC 128/2001 de 4 de junio

STC 101/2004 de 2 de junio

STC, 38/2007, de 15 de febrero

STC 128/2007 de 4 de junio

STC 34/2011 de 28 de marzo

STC 51/2011 de 14 de abril

5.3. Bibliografía

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