lunes, 17 de febrero de 2020

El 'lebensraum' de Trump (I)





Julio Anguita
Colectivo Prometeo

   Es un hecho avalado que todos los imperios han hecho de la intervención militar fuera de sus fronteras una constante política que ha devenido en conformar su naturaleza intrínseca. Se trata de un círculo vicioso: a mayor presencia económica y militar, más intereses que defender y a más intereses, más confrontaciones con rivales que no se dejan esquilmar o aspiran a tener imperio propio. Y así sucesivamente. La Historia nos confirma también que, salvo en momentos de descarnada sinceridad, los imperios, sus intelectuales orgánicos, sus publicistas y sus dirigentes, enmarcan sus acciones en grandes construcciones teóricas, morales y de consenso generalizado: evangelización, humanismo, civilización, derechos humanos, democracia u orden mundial justo.
    ¿Nos limitamos a ser notarios de esta realidad, por mucho que la deploremos? ¿No hay referencia moral o jurídica que juzgue, corrija y sancione hechos que producen males y son fuente de ulteriores conflictos? ¿Con qué baremo medimos las actuaciones de los Estados y los Imperios en sus relaciones con los otros? ¿Existe una orfandad jurídica en las relaciones internacionales?
   El proceso histórico que en su devenir produce el iusnaturalismo, el derecho de gentes y el derecho internacional, se concreta en cuatro momentos del siglo XX: los Convenios de Ginebra (1906, 1929, 1949 y 1950), la creación de la Sociedad de Naciones en 1919, los juicios de Nüremberg de 1945 y la Creación delas NNUU en 1945. Los Convenios de Ginebra han implantado el derecho internacional humanitario en guerras y conflictos bélicos. La Sociedad de Naciones (a la que nunca quiso pertenecer EEUU), estableció las bases para la cooperación internacional, el arbitraje de los conflictos entre Estados y la seguridad colectiva. En Núremberg, además de juzgar los crímenes de los dirigentes nazis se sentaron los principios jurídicos para definir y determinar los hechos calificados como guerras de agresión, crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad. En 1945 se aprobó la Carta Fundacional de la ONU. En ella se recogían y se ampliaban los principios rectores de las relaciones internacionales. En 1948 se aprobó la Declaración de DDHH. Sobre la aprobación de estos dos últimos hay que resaltar una diferencia cualitativa con respecto a los hechos precedentes y que es necesario no olvidar para seguir el hilo argumental de esta serie de artículos: ambos documentos (Carta y Declaración) están en vigor, gozan de la aprobación del 99% de los Estados de la Tierra y la mayoría de ellos los han incorporado a sus constituciones políticas: por ejemplo, España.

Y abundando más, a todo lo firmado, hay que sumar instituciones, fundaciones, tribunales internacionales, acuerdos, pactos y desarrollos jurídicos del acervo legal inicial que han permitido la existencia de una legalidad internacional de obligado cumplimiento para todos los Estados. En consecuencia, todo Estado que conculque la legalidad internacional incurre en una sanción, cuando menos moral y pública. Un delincuente es motejado como tal porque existe una pauta legal, generalizada y consensuada que mide y dictamina sobre sus acciones. Podrá castigarse o no, la pena podrá ser aplicada o quedar en suspenso, pero es un delincuente. Dicho de otra manera: a veces somos impotentes ante el crimen, pero eso no significa que el crimen deje de serlo. Y ello conlleva que nuestra obligación moral es calificarlo y denunciarlo aunque, por ahora, no se pueda castigar.

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