martes, 26 de enero de 2021

Pablo, en el diván de Lenin

 Fuente: Cuarto Poder

 Manolo Monereo


A la memoria vivida de Carlos Tapia: me enseñó a conocer y amar al Perú

    Confieso que cada vez me cuesta más trabajo escribir sobre la situación política española y, específicamente, sobre su Gobierno. Los ataques son tan brutales, tan desproporcionados e injustos que cualquier crítica puede terminar por favorecer a una oposición que juega, pura y simplemente, a la ruptura constitucional. Sin embargo, creo que es urgente abrir un debate público, lo más amplio posible, sobre las políticas del Gobierno de coalición y su modo de ejercerlas. Las recientes declaraciones de Pablo Iglesias obligan, y creo que invitan, a una reflexión colectiva en momentos en el que la coalición emite señales de enfrentamientos políticos especialmente duros y de incompatibilidades personales significativas. La situación se podría definir así: o alcanzar un nuevo acuerdo o prepararse para la salida del Gobierno. Mientras, vivir en el filo de la noticia y en el conflicto permanente.
  Quien conozca a Pablo Iglesias sabe que entrevistas de este nivel las prepara con mucho esmero, sopesando cada palabra y abriendo temas para reconfigurar un proyecto que no acaba de definirse con precisión. Puede gustar o no pero el quehacer político del dirigente de UP está marcado por la necesidad de diferenciarse, ganar autonomía e intentar crear un espacio propio. El “por qué” es evidente e Iglesias no lo oculta: el moderado programa común de la coalición tiene problemas –yo diría que graves problemas- de implementación; las contradicciones en el interior del Gobierno se agravan conforme gana peso la representante de la UE, la señora Calviño, y la presión de los poderes facticos se acentúan hasta límites insoportables. Por otro lado, las encuestas no son buenas para UP y la pandemia, más allá o más acá de las palabras, viene para quedarse; es decir, que la recuperación económica será más débil de lo anunciado y que los problemas sociales se agravarán. En su centro, una crisis juvenil de enormes proporciones.

¿Cuál es el verdadero debate, el definitorio, el sustancial?: el poder. En esto no se equivoca Iglesias. El tipo de salida a la crisis -sea cual sea- redefinirá un determinado modelo productivo y un patrón especifico de poder. Esto es lo que está en juego: ¿qué papel (y qué poder) tendrán las grandes oligopolios financieros-empresariales?; ¿qué peso real tendrán las clases trabajadoras y los sindicatos?; ¿qué derechos sociales y qué tipo de Estado social?; ¿qué inserción en una Unión Europea que está definiendo nuevas relaciones entre el centro y sus periferias? Sí, se habla de poder, de luchas de clases, de problemas redistributivos a lo grande. Así entiende bien la radicalidad, la rabia de los grupos de poder económicos y mediáticos: quieren romper el Gobierno porque necesitan apremiantemente dinero público, trasvase de rentas para mantener sus privilegios, sus enormes beneficios y su poder.

Iglesias empieza a ser consciente de esto y trata de rectificar jugando al límite e intentando definir la estrategia en el propio proceso. El concepto que más empleó fue, seguramente, el de correlación de fuerzas, que unas veces aparecía como orientación y otras, las más, como justificación. Lo más significativo de la entrevista, sin embargo, fue su incapacidad para ofrecer un mensaje de esperanza y de ilusión más allá de las peleas, los conflictos y las diferencias en el Gobierno. El vicepresidente no fue capaz de ofrecer un balance en positivo de un año de Gobierno y habló muy poco de un futuro que parece cada vez más oscuro, más problemático para las clases populares en general y, específicamente, para los jóvenes.

Que Iglesias hable ahora de que una cosa es el Gobierno y otra cosa es el poder hay que tomárselo con cierta distancia. Él sabe esto desde siempre. Si lo saca ahora, es porque está mandando un mensaje a su gente, a su base social, a la militancia. ¿Dónde está el problema? Donde siempre, la oposición frontal de los poderes económicos, la creciente beligerancia de una parte significativa del PSOE y, sobre todo, la coalición anti UP que se ha ido formando en el propio Gobierno. La respuesta del vicepresidente ha sido clara: identificar las líneas de fractura, salir a los medios y establecer acuerdos con las fuerzas nacionalistas e independentistas. Aquí hay una ambigüedad que debería ser aclarada. El programa común firmado (como todos) fue el producto de una determinada correlación de fuerzas y su aplicación depende también de una determinada relación de poder. Entre su firma y su aplicación, media siempre un campo de fuerzas (y de debilidades) que cambian (para mejor o peor) en el tiempo y en el espacio. Lo diré sin muchos matices: la correlación de fuerzas ha ido empeorando para UP y, esto es fundamental, también para el Gobierno; ambas cuestiones están (conflictivamente) relacionadas.

Vayamos por partes. Primero, el acuerdo de Gobierno PSOE/UP fue, en muchos sentidos, un acuerdo “contra natura”: Pedro Sánchez nunca lo quiso; Pablo Iglesias siempre lo quiso, pero cada vez tenía menos fuerza para imponerlo. Los resultados electorales (malos) de ambas formaciones obligaban a una cierta forma de colaboración que para el secretario general de Podemos era (sí o sí) gobernar, estar donde se toman las decisiones y mandar desde el BOE. Hacer política de verdad. Segundo, no se firmó un programa común de Gobierno. Se acordaron un conjunto de políticas socioeconómicas y de género y sus sistemas de financiamiento. Todo lo demás fueron declaraciones genéricas, significantes vacíos y buenos propósitos. Este “todo lo demás”, con pequeños matices, se dejó a Pedro Sánchez su concreción, es decir, al programa y al buen hacer de los ministros socialistas. Hablamos de la política de Defensa y de Seguridad; de la Unión Europea y sus profundas implicaciones económicas, sociales y militares; de la Justicia; de la cuestión territorial y la reforma de la Administraciones Públicas. ¿Por qué no se entró a fondo en el debate programático? Porque se sabía que no habría acuerdo. Solo troceando el programa fue posible el Gobierno de coalición.

La pandemia y la crisis económico-social han dejado atrás un programa pensado para condiciones menos dramáticas y para acuerdos más transversales. Ahora, cada medida, cada decisión se discute a cara de perro y cuando afecta a los componentes pactados se convierte en territorio de demarcación y de definición de espacios. Se discute en los medios, se lleva a un titular y, al final, la mediación milagrosa entre Pedro y Pablo. El termino correlación de fuerzas (me gusta más el término “campo de fuerzas” de Bourdieu, aunque tiene menos densidad histórica) aparece aquí de forma diferente a otras veces. Antes lo hacía como límite: hemos conseguido lo que podíamos, dada la correlación de fuerzas (nuestra debilidad parlamentaria); ahora, más sutilmente, como condiciones a transformar: solo el conflicto, la presión social puede modificar la correlación de fuerzas y doblarle el pulso a la parte del Gobierno que está incumpliendo el programa pactado. Negociación, conflicto y acuerdo.



La cuestión fundamental sigue siendo el Gobierno y sus políticas. Para UP, la situación es cada vez más complicada: cada batalla ganada profundiza en la fractura interna y hace mucho más difícil una salida positiva a la próxima; los límites del conflicto se han alcanzado ya, solo queda la tregua o una salida ordenada. La razón de fondo: diferencias sustanciales de proyecto y de prioridades. Se podría decir que el Gobierno sigue, sin mucha creatividad, las iniciativas de una UE que se sabe en crisis y que no está dispuesta a arriesgar más allá de las grandes palabras.

Ciertamente, no se está aplicando –por ahora- las políticas de austeridad de la crisis anterior. No tanto porque se haya aprendido de los errores, sino porque se es consciente de que en estas condiciones dichas políticas llevarían a la desintegración del euro y al fin de la Unión Europea.
Sin embargo, fiarlo todo a las políticas aprobadas por la UE puede conducir a equivocaciones de importancia y a callejones sin salida como ya le ocurrió al gobierno de Zapatero. Los fondos de recuperación llegan tarde, están fuertemente condicionados y son insuficientes. La ministra Calviño y el PSOE confían en que estos servirán de instrumento para cambiar el modelo económico y asegurar un amplio periodo de crecimiento sostenible. La Unión Europea, esta es la propuesta real del gobierno, nos sacará de la crisis, solo queda poner el piloto automático, seguir cediendo soberanía y que la burocracia europea (no nos equivoquemos: los grandes poderes económicos) tome las decisiones fundamentales. Europa es lo primero.

La política que se ha impuesto es tan vieja como el social liberalismo: primero crecer y después repartir. La realidad económica, es sabido, no funciona así; es más bien, al revés. Es el tipo de redistribución el que determina el modelo productivo, el patrón de acumulación y la productividad. Lo que se está haciendo realmente con esta política es mantener el actual modelo modificando solo aquellos aspectos no sustanciales, adaptarse pasivamente a la división del trabajo que está imponiendo la UE y perpetuar un modelo de relaciones laborales basadas en la precariedad y en los bajos salarios. Y algo de lo que no se habla y es muy importante, asegurar la transferencia de rentas y de riqueza social a los grandes grupos empresariales y financieros. La paradoja es que, de nuevo, con dinero público, se fortalece el poder de la oligarquía para que pueda seguir imponiendo sus políticas neoliberales a los gobiernos democráticos e impedir, insisto, un nuevo modelo productivo y un nuevo patrón de poder.

Pablo Iglesias no va a variar de política: unidad y conflicto. La clave es ganar poder de negociación. ¿Cómo? Construyendo una alianza estratégica con las fuerzas nacionalistas e independentistas, con la mayoría que hizo posible la moción de censura al gobierno del PP. Al vicepresidente le gustaría que hubiese una fuerte movilización social, que los sindicatos salieran a la calle y que las ministras de UP fueran más beligerantes; de nuevo la correlación fuerzas. UP decidió gobernar con el PSOE precisamente porque intuyó que el impulso del cambio se estaba agotando, que era necesaria una maniobra audaz para sacar partido de una situación que estaba empeorando rápidamente. ¿Cuál fue esa maniobra? Gobernar para suplir la fuerza que se iba perdiendo en la sociedad; gobernar para eludir la decadencia electoral; gobernar para ahorrarse la difícil etapa de acumulación de fuerza y de construcción de un sujeto alternativo.

La alianza estratégica con fuerzas nacionalistas e independentistas es muy problemática para UP. Las referencias a Puigdemont hay que verlas en este contexto: agarrarse al clavo ardiente de los nacionalismos para seguir gobernando con cierta capacidad de maniobra. De nuevo, los aspectos tácticos se confunden con los estratégicos y, lo que es peor, se subordinan estos a aquellos. Se puede -y se debe- llegar a acuerdos parlamentarios con los nacionalistas para reforzar todos aquellos aspectos que desarrollen el Estado social, los derechos de los trabajadores o que impidan la privatización de las pensiones. Defender el carácter plurinacional del Estado español es parte sustancial de la cultura de la izquierda, un buen punto de partida para definir proyectos y alianzas. Ahora bien, para los independentistas, el republicanismo federal es el adversario estratégico fundamental, el enemigo a batir. Los nacionalismos se complementan sin grandes dificultades; irremediablemente sitúan la cuestión territorial-nacional en el centro del debate (les va la vida en ello) neutralizando el conflicto social y bloqueando un proyecto contra-hegemónico alternativo a los poderes económicos dominantes. Y algo que nos enseñó nuestra reciente historia: hacer inviable el futuro de Unidas Podemos en Cataluña y Euskadi. ¿Galicia no enseña nada?

El peligro más grave que se corre es que las bases sociales y electorales del bloque popular interioricen el debate como un problema de protagonismo personal o, lo que sería más grave, de lucha descarnada por el poder. La batalla por la autonomía del proyecto y por diferenciarse en positivo del proyecto social-liberal es fundamental. Hace falta pedagogía y algo más: socializar la política, luz y taquígrafos, discutir en serio y fondo sobre las diferencias y convertírtelas en consciencia colectiva.

La separación entre clase política y la ciudadanía se acentúa; el conflicto en el Gobierno las hace aún más explosivas y se deja abierto un espacio político inmenso. ¿No sería necesario aquí y ahora convocar una Asamblea Popular para discutir los problemas reales de esta etapa de crisis y de cambio radical de etapa? No tenemos demasiado tiempo.

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