miércoles, 1 de agosto de 2018

La huelga del 78: andamios de esperanza



Manolo Cañada

[Nuestro queridísimo Manolo Cañada vuelve a regalarnos el mejor antídoto contra el olvido: el recuerdo de como la clase obrera, con su lucha y sacrificio, impulsó las conquistas sociales. Contra la Desmemoria impuesta, Memoria Histórica]

 -Pero papá –le dijo Josep, llorando-. Si Dios no existe, ¿Quién hizo el mundo?
-Tonto –dijo el obrero, cabizbajo, casi en secreto-. Tonto. El mundo lo hicimos nosotros, los albañiles.
Eduardo Galeano


     El mundo lo hicieron los albañiles, decía aquel padre acuciado por el hijo, en el cuentecillo de Eduardo Galeano. Pero además, también fueron ellos –y por extensión el conjunto de la clase trabajadora- quienes alumbraron los cuatro derechos y el poquito de democracia del que disfrutamos. Las televisiones y los periódicos nos machacan todos los días con el relato cansino de los vencedores. Para los grandes medios de comunicación, como denunciaba Pasolini, “sólo lo que pasa dentro de Palacio parece digno de interés y de atención; lo demás es minucia, hormigueo de gente, cosas informes, de segunda categoría”. Pero, por lo general, es fuera de palacio donde nace todo lo bello y digno que hay en la vida.
    Hace unas semanas se celebraba el 35 aniversario de la Asamblea de Extremadura y se acercan ahora los fastos de la Constitución española del 78. Arreciará de nuevo el discurso zalamero sobre la modélica Transición, las bondades del consenso y la clarividencia de los padres de la patria. Una trola que cada vez cuela menos, porque casi todo el mundo sabe ya que el rey está desnudo -con cuentas en Suiza pero desnudo- y el edificio de la segunda restauración borbónica, que parecía inquebrantable, se deshace vertiginosamente.
Pero hay otro posible relato, distinto al oficial, que se sale de “los pentagramas canijos, estrechos, de la Cultura de la Transición” (Guillem Martínez). Y en Extremadura también. Hay otra transición distinta a la de los ramallos e ibarras, a la de los masa godoy y los díaz-ambrona. Una transición sin latifundios que se renuevan a golpe de subvención pública, sin bonetes y sin tricornios. Distinta a la Extremadura del Yuste imperial y el Guadalupe milagrero. Y diferente también a la del cuento de la modernización capitalista y el nuevo caciquismo. La otra Transición, la de los ignorados, la de los de abajo. La transición del chaval de 15 años que el 14 de agosto de 1977 trepó al balcón del Ayuntamiento de Badajoz y colgó allí una bandera repudiada todavía entonces, verde, blanca y negra. La transición de los campesinos cortando las carreteras con remolques de tomate. La transición de los jornaleros de Tierra de Barros, con sus hogueras de madrugada, abriendo la puerta al primer convenio del campo. La transición del Movimiento Democrático de Mujeres, de los colectivos de renovación pedagógica o del movimiento vecinal reivindicativo. La transición de Voz Castúa y de las asociaciones que pusieron en pie el I Congreso de Emigrantes Extremeños. La transición de los colonos y ecologistas que impidieron que se instalaran las industrias celulosas en las vegas del Guadiana y que Monfragüe se llenara de eucaliptos. La transición de los miles de extremeños que, burlando los cordones policiales, por caminos y trochas, llegaron a Villanueva de la Serena el 1 de septiembre de 1979 para exigir la paralización de la Central Nuclear de Valdecaballeros. La transición, en suma, de una indomable clase obrera que salía a la luz con luchas épicas como las huelgas indefinidas de la construcción en Cáceres (33 días) y en Badajoz (57 días).

    El 6 de abril de 1978 comienza la huelga de la construcción en Badajoz. Albañiles, oficiales, peones, yeseros, escayolistas, encofradores, ferrallas, soladores, alicatadores, ladrilleros, maquinistas, gruistas, electricistas, pintores…nadie falta a la cita. Un relámpago de rebeldía sacude Extremadura durante casi dos meses. Es la primavera de la construcción, los más humildes levantando la empalizada de los derechos. “Fue una huelga diferente, hecha desde abajo, en la que los propios trabajadores tomaban las decisiones en asamblea y que suscitó una impresionante solidaridad, con colectas en todos los pueblos”, explica Elías Muñoz, que era por entonces el responsable en Mérida de la sección juvenil del Sindicato Unitario. Una huelga dura, intempestiva y que, como todos los grandes movimientos, se ha cocinado a fuego lento, en los días anónimos y oscuros de la obra.
De sus brazos iban brotando muros
Los hermanos Rejas son una institución en el mundo obrero de Villanueva de la Serena. Fernando y Miguel son dos veteranos albañiles, oficiales experimentados que han tenido que bregar con patronos, encargados y pistoleros de toda ralea, pateando obras en Extremadura, pero también en Huelva, Ciudad Real, Toledo, Ávila o Suiza. Fernando empezó a trabajar en la construcción a los 16 años y Miguel a los 25. Tras una vida de fatigas -38 años de cotización el uno y 42 el otro, sin contar los años trabajados sin seguro- sus pensiones apenas alcanzan el salario mínimo (734 y 762 euros, respectivamente). Durante décadas fueron el alma de CCOO en la comarca y en el 78, componentes de la primera línea de lucha.
      “Ser albañil es un orgullo, la construcción como una guerra. Es orden. Peón, oficial, capataz. Mira estas manos, mira esta paleta, la llana. Son las mías, éstas no las toca nadie. El palustre te lo haces tú, a tu medida, no debes dejar que nadie te lo toque”: eso decía el jefe de obras del constructor Rubén Bertomeu, en Crematorio, la extraordinaria novela de Rafael Chirbes. Sí, la construcción es una guerra y los trabajadores, habitualmente, quienes la pierden. Destajo, agotamiento, intemperie, sabañones, callos, impago de horas extras, sobreexplotación, eventualidad, persecución de enlaces sindicales, prestamismo, subcontrata, accidente laboral son algunas de las palabras que describen el contorno de esta guerra de desgaste. Los hermanos Rejas van recorriendo algunas de las posiciones donde se libran los combates: “Con contratos de obra, trabajando para un mismo empresario, me he tirado hasta quince años”, relata Miguel. “Hacíamos muchas chapuzas, hasta de noche, después de llegar de trabajar. Y los sábados por la tarde, y los domingos”. Chapuzas para completar el sueldo, recuerda Fernando.
La eventualidad es una pieza central en la dominación de los patronos. Pero el boletín de despido, los “avisos fríos e inhumanos” no son nada más que la expresión de una estructura jurídica y económica al servicio de la ganancia empresarial. La división básica se marca por entonces a través de dos categorías, fijo de obra y fijo de plantilla. Pero la condición de fijo de plantilla sólo se alcanza a partir de los dos años seguidos y esa duración no la tienen la inmensa mayoría de las obras… El “pistolero” es una figura central en el entramado empresarial de la construcción. Es el mercenario del metro cuadrado, el prestamista de mano de obra, el que se arriesga a moverse en la frontera de la legalidad. Los Florentinos, los Villar Mir, las Koplowitz de cada época necesitan de un ejército de pistoleros, de sucios especialistas en subcontratación, economía sumergida y defraudación de salarios. Arriba, el banco y la gran empresa, más abajo la red de subcontratas en serie, después el pistolero y al final de la cadena, el obrero. Es la arquitectura de la explotación, la pirámide del sudor.
Joaquín Vega, yesero de Badajoz, uno de los sindicalistas más extraordinarios que ha parido Extremadura, fallecido en 2010, en Tarrasa, donde tuvo que emigrar en busca de trabajo, se refería a la construcción de los años setenta también con una metáfora bélica: “Te sentías mal, te sentías avasallado constantemente… Cuando entrabas en la obra era como en la mili, donde los capitanes te decían “aquí los huevos los dejas en el cuerpo de guardia”, pues allí los huevos los tenías que dejar abajo en la obra, que arriba mandaban ellos. No tenías derecho más que a trabajar y solo a trabajar. No te daban de alta en la seguridad social y si caías malo te tenías tú que pagar los médicos, porque si denunciabas a la empresa, encima no volvías a trabajar en Badajoz”. Fernando Rejas, abunda en ese último atropello, tan habitual entonces: “Los patronos y los pistoleros daban de alta a unos sí y a otros no. Iba la mujer al médico a llevar al chiquillo y resulta que no te tenían dado de alta. Y hablo de las obras grandes, como por ejemplo la barriada de la Cruz del Río, aquí en Villanueva, que se hizo por entonces”. Y detrás del hambre canina de plusvalía, del impulso ciego del capital, de la precariedad y la inseguridad permanentes, el albañil herido, el cuerpo que cae al vacío, el reguero interminable de muertos en accidente laboral.
Así nace la conciencia. “A las tres de la tarde, la plomada pregunta, los niveles nivelan y al compás del trabajo piensa el hombre” (Eladio Cabañero). Y en la pelea continua por el alta en la seguridad social, por la nómina, por el finiquito, por los certificados de empresa, por que se paguen los domingos y las vacaciones o por que se cumpla la ordenanza laboral, va creciendo la dignidad y la certeza inapelable del conflicto. Y un día es Fernando el que le dice al patrón de turno, sereno pero firme: “a la nómina le falta dinero”. Y otro día es Miguel el que da el paso adelante: “No te vas a comer la liquidación, ya se te ha acabado fumar tabaco Jean con mis perras”. Y, al siguiente, son Joaquín y José Antonio de la Flor los que van a reclamarle los salarios impagados al pistolero correspondiente, al bingo donde se los funde o a la puerta de su casa. Y así, amasando experiencia y conciencia, tanteando los límites de lo posible y pensando cómo rebasarlos, va alzándose la convicción de que la unidad y la lucha son el único camino.
La invasión de la cochambre
El 5 de julio de 1975 se celebra en Burgos un gran festival de música pop, en el que actuan grupos como Burning o Triana y al que asisten más de 4.000 jóvenes de toda España. Al día siguiente, La Voz de Castilla, sorprende con una portada que ha hecho historia: La invasión de la cochambre. El título sensacionalista del diario va más allá del prejuicio contra determinadas corrientes o tribus musicales, condensa el espíritu con el que los sectores más retrógrados del país afrontaban la inminente transición política. Y recuerda el sempiterno desprecio que en España han exhibido siempre los señoritos hacia “la chusma analfabeta y homicida que os empeñáis en llamar pueblo” (Concha Espina), hacia “el tizne de obreros del andamio, que huele a sangre, sudor y alpargata” (Agustín de Foxá).
En las últimas décadas ha madurado un sólido movimiento popular de oposición al régimen, un frente antifranquista muy plural integrado por sectores profesionales y del magisterio, por movimientos como el estudiantil o el vecinal e incluso por una parte de las bases de la Iglesia Católica. Pero, sin lugar a dudas, el sujeto político fundamental y el motor de ese movimiento que exige la ruptura democrática será, durante esos años, el movimiento obrero. Este hecho se ha ocultado deliberadamente en el discurso oficial sobre ese período. Y no es casual, porque, como apuntará Rafael Chirbes, los dos actores decisivos excluidos del gran pacto de la transición serán el exilio y la clase obrera.
En el interior del movimiento, el sindicalismo de la construcción jugará un papel crucial. Ya de por sí, a lo largo de la historia contemporánea los albañiles han desempeñado una función relevante. Pero a estas alturas de siglo y tras la transformación fordista en la organización del trabajo, el legado de aquella clase fundadora de la masonería que construía al mismo tiempo obras y logias de fraternidad o el más reciente ejemplo de militantes de la CNT como Cipriano Mera, el albañil que no quiso ser general y que declaraba orgulloso que su verdadera victoria había sido la paleta, eran poco más que entrañables ecos. Habría de ser una nueva generación, que no vivió la derrota de la guerra civil en primera persona, quien pusiera en pie las nuevas formas de unidad y de lucha. Y así, asistimos “al gran salto sorpresivo para muchos, al ver cómo la construcción, los más parias de toda la clase obrera, sometidos a una dispersión constante por la eventualidad, se incorporaba masivamente a la vanguardia del movimiento” (José Luis Nieto). Los grandes ríos nacen en los pequeños ojos de agua y en la conjunción de los afluentes. Y los grandes movimientos lo hacen en la articulación de las iniciativas individuales, “en la paciencia de esperar el momento justo para actuar con otros”, en el proceso acumulativo de la entrega y el sacrificio de muchos.
Durante los años setenta, el nuevo sindicalismo de la construcción se extiende paulatinamente por toda España. De ese proceso de expansión podemos destacar cinco grandes hitos fundacionales. El primero de ellos, en 1970, es la huelga de Sevilla. Se trata de la primera huelga general de la construcción en España tras la guerra civil y la represalia será dura: 2.000 suspensiones de empleo y sueldo. Pero los trabajadores han encontrado un nuevo método de lucha, un nuevo instrumento organizativo que será fundamental en el ensanchamiento posterior del movimiento. El piquete informativo se convierte “en una culebra que serpentea de obra en obra recogiendo a su paso a un creciente número de trabajadores” (Manuel del Álamo). Como le gustaba decir a Joaquín Vega, “una huelga de la construcción sin piquete es como un jardín sin flores”.
El segundo acontecimiento, que conmocionará a toda España, es la huelga de Granada. Un mes después de la de Sevilla, los trabajadores granadinos ponen en pie un formidable paro general por el convenio de la construcción. La huelga se salda con una alevosa y brutal represión. El 21 de julio de 1970, la policía ametralla la manifestación obrera, hay 113 detenidos, decenas de heridos de bala y tres trabajadores muertos, Antonio Cristobal Ibáñez Encinas, Manuel Sánchez Mesa y Antonio Huertas. El gobernador civil prohíbe que el entierro sea público, pero la lucha continúa. Se inicia un encierro y la huelga se prolonga una semana más. Estremece leer ahora los documentos aprobados durante esos días por los obreros granadinos, rebosantes de coraje y lucidez. “Hemos acordado que la diferencia de sueldo entre el oficial y el peón sea mínima, para que no existan entre nosotros diferencias de clase”; “Las horas extras tienen que estar descartadas mientras haya parados. Se desgasta la gente, que no puede vivir. No se trata con los hijos, no se vive en familia, no se descansa. Las horas extras son una estafa que nos hacen los empresarios” (Enrique Tudela).
El tercer gran jalón son las huelgas en Madrid y el asesinato de Pedro Patiño. En Madrid, el movimiento de la construcción es ya muy vigoroso, pero ahora, recogiendo las experiencias de Sevilla y Granada, se rompe definitivamente el “apoltronamiento” (Arcadio González). El 3 de septiembre de 1970 se alza una imponente huelga de rama, como no se conocía en la ciudad desde 1936. Las reivindicaciones son cristalinas: contra la eventualidad, por el subsidio de paro y por la eliminación de destajos y horas extras. De resultas de la huelga hay más de cien detenidos pero el proceso es ya imparable. En Granada, en Sevilla, en Madrid, los trabajadores están fundando un nuevo sindicalismo, las Comisiones Obreras, que Francisco García Salve, el cura Paco, definirá con siete características: un movimiento de masas, no clandestino, organizado desde la base, de carácter asambleario, que compagina la lucha legal con la extralegal, y busca los intereses sociopolíticos de todo el proletariado.
El movimiento crece día a día y va forjando sus coordinadoras, sus referentes naturales, no dirigentes externos, sino militantes fraguados y curtidos en las obras. Arcadio, Tranquilino, Macario Barja, Cipriano García, Ángel Rozas, Luis Romero, son algunas de las cabezas visibles de esa hidra combativa que ha surgido en los tajos. Y dentro de ese núcleo extraordinario de luchadores, destaca la entrega de muchos extremeños de la diáspora como Manuel Pozo, Paco Sancho o Víctor Santos.
Las Comisiones Obreras de aquella época son una creación extraordinaria, el producto de una confluencia muy plural en la que sobresale la aportación de todas las familias comunistas y el compromiso de buen número de cristianos de base. “Yo creo en la clase obrera”: es el título de un libro de Francisco García Salve, donde narra su inserción en el movimiento. El libro fue secuestrado y el autor procesado en 1980. García Salve formaba parte del nutrido grupo de curas obreros comprometidos hasta el tuétano con la lucha obrera. Había sido jesuita y pasó de ser un prolífico autor de libros sobre espiritualidad para jóvenes, cristianismo conciliar y yoga al andamio y la asamblea. Lo dejó todo en Bilbao y se hizo “carne y sangre obrera” en Madrid, viviendo en una chabola y trabajando como peón de la construcción.
El poder no sabe cómo atajar aquel seísmo de los nadie y eleva el listón represivo. El 13 de septiembre de 1971, durante una nueva huelga, la Guardia Civil mata a tiros a Pedro Patiño, un señalado militante de CCOO. El crimen es tan manifiesto que sus verdugos le entierran entre fusiles sin permitir que ni siquiera los familiares más íntimos puedan darle el último adiós.
El cuarto momento fundamental es, de nuevo, otra huelga y otro asesinato. Ahora es en Barcelona, en Sant Adrià de Besòs, en la construcción de la planta térmica. La víctima de la represión policial se llama Manuel Fernández Márquez, un trabajador de veintisiete años, casado y con un hijo de dos años. Es extremeño, de Villafranca de los Barros, un nómada más de la sorda rebelión, de la emigración forzosa, que ha cambiado el pastoreo por el andamio y el cortijo por el suburbio. “Un hombre con ropa de trabajo es un latido entre la lluvia. El latir de Manuel Fernández Márquez formará parte de la plantilla de los mil trescientos empleados de Construcciones Pirenaicas S.A. (Copisa), la principal de las empresas que trabajaban en el montaje de la nueva planta eléctrica de San Ádrián” (Javier Pérez Andújar).
Es 3 de abril de 1973. La policía ha tomado la fábrica, en respuesta a la convocatoria de huelga. Los trabajadores quieren acceder al interior, pero la policía se lo impide y les ordena que se dispersen. Comienzan las cargas, comienza la desigual batalla. Dos trabajadores están tirados en el suelo. Uno está herido, se llama Serafín Villegas, tiene 25 años, un disparo le ha rozado el cuello. El otro es Manuel Fernández Márquez, yace sobre un charco de sangre, una bala le ha atravesado la cabeza. Son las ocho de la mañana, la noticia del asesinato se extiende como la pólvora. Al día siguiente un compañero de trabajo comienza a leer un poema en el funeral: Manuel Fernández murió por gritar Yo soy yo y mis compañeros. No puede acabar de leer, la policía arremete contra la multitud congregada para repudiar el crimen…
Y, por último, las grandes huelgas de 1976 y 1977. El gobierno impone un tope salarial del 17% pero los trabajadores lo rompen una y otra vez, logrando en muchos casos subidas del 40%. Y, junto a la protesta contra la congelación salarial se abren paso las reivindicaciones socio-políticas, la amnistía, las libertades y el sindicato obrero. El gobierno se asusta del efecto contagio y se opone a homologar el acuerdo de Madrid que ha elevado de modo sustancial el sueldo base del peón. Estalla la primera huelga general de la construcción en toda España, que tendrá lugar entre el 26 al 30 de abril de 1976.
Los Pactos de la Moncloa, firmados en octubre de 1977, son presentados como “una tregua política y social” para acabar de asentar el régimen democrático. Pero, en la práctica, como analizará Agustín Moreno, la motivación central es “la recuperación de la tasa de ganancia, la remisión forzosa de los salarios reales, disciplinar a la clase obrera a nivel laboral y dividirla a nivel sindical y político, impedir las movilizaciones y la formación de un proletariado que desvíe su combatividad a la participación pasiva en las elecciones”. El poder persigue que la política abandone los centros de trabajo y los barrios y se encierre en el parlamento. La estafa de la Transición avanza.
La primavera de los albañiles
Soy una piedra terrera
que el mundo desprecía al verme
soy un escombro cualquiera
pero en diciendo a romperme
soy un metal de primera
 (El Cabrero)
Como recuerda el historiador Juan Andrade, Extremadura presenta unas dificultades específicas para organizar la movilización social: el raquitismo industrial, la memoria de la cruenta represión o la sangría migratoria lastran el movimiento. “En Extremadura las condiciones objetivas eran bastante adversas para la gestación y el desarrollo de un movimiento de masas de oposición al régimen, análogo, aunque fuera a pequeña escala al que se daba en otras zonas del Estado”. Pero, a pesar de ello, los trabajadores extremeños van a plantar cara de un modo insospechado.
Antes de la gran huelga del 78, tres fogonazos señalan la combatividad de los obreros de la construcción. El primero será la huelga de febrero del 76 en Badajoz. El día 12, más de dos mil trabajadores –según el diario Hoy, poco sospechoso de veleidades obreristas- participan en una manifestación no autorizada que recorrerá toda la ciudad. Los conatos de enfrentamiento con la policía durante el recorrido son constantes. Al final de la manifestación, el alcalde y los responsables del sindicato vertical se ven obligados a recibir a la comisión obrera. Y después de la reunión, sesenta trabajadores se encierran en la catedral. La movilización sorprende a los patronos y a los políticos y, tras una semana de lucha, se eleva el salario mínimo desde las 9.583 a las 14.050 pesetas. El segundo foco de conflicto serán las obras de las centrales nucleares de Almaraz y Valdecaballeros, donde se librarán importantes conflictos durante la transición. Y el tercer aldabonazo se producirá en Cáceres. Allí, el 29 de septiembre de 1977 se inicia una movilización que pondrá contra las cuerdas a la patronal, aunque se cierra, tras más de un mes de huelga indefinida, con un sabor agridulce después de la aceptación del laudo que dicta el gobierno.
En Badajoz se velan las armas de una contienda que se intuye inminente, pues el convenio ha de renegociarse en marzo. La patronal ha aprendido de la derrota del año anterior y tiene ahora una nueva carta que vale oro, el paraguas de los Pactos de la Moncloa, que establecen un tope salarial del 22% y reman a favor de la desmovilización. Los empresarios, conscientes de la importancia estratégica del conflicto que se avecina, pone sobre la mesa la primera escaramuza, una de sus amenazas favoritas, la tabla de rendimientos mínimos. Por su parte, los sindicatos, presentan una propuesta reivindicativa que hoy sonaría timorata: 30 días de vacaciones, jornada de 40 horas y 27.000 pesetas de salario.
La patronal da largas y a finales de marzo los trabajadores deciden ir a la huelga. CCOO y UGT proponen que sean paros intermitentes, pero la asamblea se inclina por la propuesta de la CSUT que aboga por la huelga indefinida. Con el paso de las semanas, la división sindical se convertirá en el auténtico talón de Aquiles de los trabajadores. La pugna latente entre CCOO y el sindicalismo más contestatario obedece a razones diversas. En primer lugar, dos de esas organizaciones, la Confederación Sindical Unitaria de Trabajadores (CSUT) y el Sindicato Unitario (SU) -con sólida presencia en Badajoz y Mérida, respectivamente- han nacido como escisiones de CCOO, y se establece entre ellas y el sindicato matriz una dinámica en la que prima más la competencia que la unidad. Pero además, los Pactos de la Moncloa y el rumbo de la transición, han abierto un debate estratégico de envergadura. CCOO se encuentra ante una encrucijada que gravitará constantemente durante la huelga: o acepta la lógica del pacto de austeridad o pelea por desbordarlo. Además, otras alternativas, muy activas entonces, como la Unión Sindical Obrera (USO) y la AOA (Asociación Obrera Asambleísta), se afanan también por abrirse un espacio sindical.
El 6 de abril empieza la huelga con una participación masiva: “Solo han trabajado los “piteros” y los “garnacheros”. La fuerte implicación de los trabajadores impone una dinámica unitaria, que trasciende el corporativismo de las organizaciones sindicales. Asamblea y solidaridad serán las dos grandes palabras que caractericen la huelga. “En Villanueva estábamos en asamblea permanente, las hacíamos en la sede de CCOO. Desde allí se organizaban los piquetes para todos los pueblos de la comarca llegando hasta Castuera”, recuerda Miguel Rejas. “En Don Benito, la asamblea se reunía en la plaza y, desde allí se organizaba a diario el piquete, para recorrer tajos y pueblos”, relata Manolo Díaz, uno de los activistas más destacados en la ciudad. “En Mérida, las asambleas se hacían en el local del Sindicato Unitario, en la barriada de la Paz, pero después se quedó pequeño y empezamos a hacerlas en el campo de fútbol. Los piquetes de solidaridad abarcaban toda la comarca, e incluso llegamos a pueblos de Cáceres”, explica Elías Muñoz. “Desde Almendralejo nos encargábamos de organizar todo el sur: Villafranca, Zafra, Fregenal o Jerez de los Caballeros. Cuando conseguimos parar toda la provincia es cuando tuvimos fuerza en la mesa de negociación”, cuenta Miguel Cansado, un joven albañil que tendrá un papel relevante en el conflicto y en los años posteriores.
Una corriente de solidaridad arropa la huelga. Hay colectas en todos los pueblos y barriadas, recogidas de fondos para nutrir la caja de resistencia, exposiciones benéficas, paros de solidaridad... La identificación de las clases populares con la lucha de los albañiles es espontánea. Los obreros de la construcción interpretan como ningún otro gremio las fatigas y la dignidad del trabajo. Paco Umbral lo explicará con palabras hermosas: “Siempre que escribo del pueblo estoy pensando en los albañiles más que en el proletariado industrial. Un albañil parado, para mí es una mitología de infancia, pueblo en estado puro, no el mentido y fementido pueblo de los sainetes”.
Pero al poder no le gusta que el pueblo puro se organice. El 27 de abril, en las inmediaciones de la Plaza de San Juan, se produce una carga policial violentísima. Los trabajadores se encuentran allí concentrados de forma absolutamente pacífica. Están coreando “Salarios sí, hambre no” cuando un oficial de la policía aparece por una de las calles laterales y grita “a por ellos”. Botes de humo, palos, carreras. Una mujer de 40 años es alcanzada por una bala de goma. Y los trabajadores se defienden como pueden: “Allí volaban las mesas y las sillas, se las tirábamos a la policía. Viendo que nos tenían cortadas las calles, nos encerramos en la Iglesia, aunque sólo consiguieron entrar unos veinte. ¿Por qué esa represión tan dura, si ya había muerto Franco y se suponía que estábamos en democracia, si la gente sólo quería manifestarse?”. Así lo recuerda Manuel Gutiérrez, conocido como Tole, uno de los yeseros más activos de Badajoz durante décadas. Siete trabajadores son detenidos, entre ellos Loly Trabajo, de USO, y Juan Antonio Gómez Morato, de la CSUT. El Gobierno Civil pretende que a los trabajadores detenidos se les aplique la jurisdicción de guerra. La represión será un factor importante en la contención de la huelga: “Todavía había en los pueblos muchos resquicios del franquismo”, recuerda Miguel Cansado. En Almendralejo, sin ir más lejos, el teniente y un capitán de la guardia civil, nos pegaron una paliza a otro compañero y a mí, a plena luz del día”.
Por la tarde se celebra una nueva reunión. La Delegación de Trabajo propone ahora 23.200 pesetas. Y la patronal, que el día anterior ofrecía 22.780 pesetas, acepta la propuesta “a pesar de que supera los topes del pacto de la Moncloa”. Pero la asamblea de trabajadores rechaza la oferta y exige 26.500 pesetas. La pugna continúa y se extienden los encierros en las iglesias de las principales poblaciones.
El Primero de Mayo estará marcado en toda la provincia por la solidaridad con la huelga. La crónica del diario “regional” Hoy de aquella fecha no tiene desperdicio: “Una manifestación de neto cariz marxista, en la que se enarbolaban banderas rojas, con la hoz y el martillo, y la verde, blanca y negra con que se pretende representar a Extremadura. También hubo alguna bandera republicana que no llegó a desplegarse, y la ausencia total de la bandera española”. La huelga de la construcción es mucho más que un conflicto de rama, están en juego también equilibrios básicos de poder, el combate entre continuismo y ruptura democrática está vivo.
El día 11 de mayo hay nuevos enfrentamientos entre la policía y los huelguistas. Por esas fechas, los trabajadores empiezan a dar signos de agotamiento. La caja de resistencia sólo puede afrontar los gastos de la propia organización de la huelga. “A los cuatro días, la caja de resistencia ya no funcionaba. CCOO compró lentejas, garbanzos, leche, patatas, que se repartían en la sede. Y gente que iba allí y daba dinero, como alguno que llegó y aportó mil duros. Pero, con todo, así no se podían cubrir las necesidades”, relata Miguel Rejas. Ahora, el tiempo juega en contra de los obreros. En Mérida el Sindicato Unitario reclama al alcalde que medie con los empresarios para que se sienten a negociar. La respuesta de la patronal respira soberbia: “La patronal se ha reunido con todas las centrales que lo han solicitado, fuesen todas o algunas de ellas a espaldas de las demás, pues nuestro mayor interés es llegar a un acuerdo”. Divide y vencerás. La patronal ha encontrado la grieta donde hacer fuerza.
Paulatinamente, la centralidad del conflicto se traslada del salario a la readmisión de los despedidos. La cohesión obrera se rompe, las asambleas se tensan y los empresarios se niegan a mantener la antigüedad de los trabajadores. Las mediaciones no dan el fruto deseado. A finales de mayo la huelga está dando las boqueadas. Por momentos, parece que son los empresarios los que mejor han comprendido el “secreto heliotropismo de la lucha de clases” del que hablara Walter Benjamin, la importancia de la subjetividad, del sentimiento de victoria o de derrota, más allá de los números.
El 31 de mayo, tras una asamblea llena de incidentes, se firma el convenio por parte de todas las centrales menos la CSUT. El salario se fija en 23.610 pesetas. La reincorporación al trabajo se vivirá de modo muy distinto en función del grado de cohesión de los trabajadores en cada localidad. En unos casos se consigue que respeten la antigüedad y en otros ni siquiera respetarán la indemnización por despido. Y aunque el número de trabajadores que disfrutan de antigüedad es pequeño, este hecho se convertirá en un extraordinario elemento de división, que los patronos explotarán a conciencia. El pulso continuará ahora, pueblo a pueblo, empresa a empresa. Pero mientras la izquierda y el movimiento obrero abandonan la memoria de la lucha y de lo conseguido, la patronal alimenta incesantemente el fiasco de la antigüedad y el sentimiento de derrota.
Pero, ¿realmente fue una derrota? Es cierto que la dura represión, el agotamiento de miles de trabajadores sin ningún tipo de ingreso y la división sindical fueron factores decisivos para un desenlace distinto al deseado. El movimiento se encontró desgarrado, incapaz de trascender las acusaciones mutuas de entreguismo y maximalismo. Ángel Álvarez Morales, secretario de organización de CCOO por entonces y al cabo de unos años consejero de la Junta de Extremadura, escribirá el 11 de junio, ocho días después de terminar la huelga: “El consenso, a nivel parlamentario-político funciona relativamente. No ocurre así en el marco laboral, en el que el disenso entre patronales-centrales es manifiesto” y aboga por una negociación de los convenios más espaciada porque “la cadena sucesiva de negociaciones colectivas es a todas luces innecesaria, costosa y contraproducente para la economía global del país”. Con esa mentalidad de funcionario del consenso es imposible ganar una huelga de las dimensiones de esta. Y, como contrapunto, la actitud del todo o nada, caracterizada por “la ausencia de un proyecto propio, la coincidencia en las principales categorías con la izquierda mayoritaria y la instalación en una especie de parasitismo táctico” (Agustín Morán).
Con todos sus errores, la huelga de la construcción del 78 será el desafío más importante de los trabajadores extremeños a la patronal durante décadas. “La primera huelga que tuvo que romper con el antiguo régimen que habíamos tenido y combatido” (M. Cansado).
Y, además, será capaz de arrancar un magnífico convenio que desbordaba los Pactos de la Moncloa, alcanzando una subida salarial del 40%. Joaquín Vega lo valoraba así: “Conseguimos que hubiera un convenio de la construcción, que hasta entonces no había. Hasta aquel momento era la ley de la selva, cada empresario te contrataba de la manera que le daba la gana. Yo creo que la huelga fue un éxito, a partir de entonces teníamos una herramienta de para pelear contra una patronal acostumbrada a restallar el látigo”. Fernando Rejas abunda en la misma idea: “Para nosotros la huelga fue positiva. Era uno de los convenios más altos de España y quizás el primero en las ramas de la provincia. Al final se llegó a 23.610 pesetas. ¿La antigüedad? No había gente que la tuviera, apenas”. Y Miguel Cansado insiste también en esa valoración positiva muy positiva: Se ganó en calidad de vida y en condiciones de trabajo. Por ejemplo conseguimos no tener que trabajar los sábados. Y hasta entonces las vacaciones y las pagas extras no existían prácticamente” 
La huelga abrió definitivamente el melón de los convenios colectivos en Extremadura. Los obreros de la construcción junto a los jornaleros serán en la región quienes señalen el camino de la negociación colectiva. Y no sólo de los convenios, también del cooperativismo como embriones de alternativa al sistema. En Don Benito, después de la huelga, decenas de trabajadores constituirán cooperativas de construcción, siguiendo el ejemplo de Cocodon, integrada por cuarenta obreros.
Sin memoria no hay futuro
El tiempo de bocadillo no es regalo del patrón, está ganado con cada gota de sangre de estos compañeros, cuando dan las seis y nos vamos a nuestra casa esas horas están pagadas con la sangre de nuestros compañeros, y si un sábado no se trabaja y se cotiza a la seguridad social esas cotizaciones están ganadas con la misma lucha”
(Octavilla en Granada, 1970)
La Transición tiene la firma del olvido”, escribió Alfons Cervera. La firma del olvido y el refrendo del silencio. El relato idílico de la transición se funda no sólo en la salmodia de la reconciliación y del progreso, también lo hace en los silencios y en los silenciamientos, en la amnesia programada de las luchas populares.
Sobre la huelga de la construcción del 78 también se ha decretado la amnesia, como sobre tantos otros episodios fundamentales dónde los de abajo pusieron el cuerpo y tomaron la palabra. No es casual. Los olvidadores y los olvidadizos saben bien que no debe recordarse aquello que cuestione la Transición no ya como estafa política, sino además como negocio compartido por las élites políticas y económicas. El sindicalismo de los años setenta suponía una amenaza tanto para el orden político, como para el orden económico. Cuestionaba el régimen del beneficio capitalista y la democracia de juguete que se impuso.
En las cunetas de la historia han quedado muchos episodios olvidados que necesitamos recuperar. Cuando le preguntaban a Manuel Sacristán por qué se dedicaba a estudiar y escribir sobre personajes como el Indio Gerónimo o Ulrike Meinhoff lo explicaba así: “Empecé a intentar entender lo que había quedado liquidado en la cuneta por la marcha histórica, como reacción a la bestial y siniestra idea ésa de los vertederos de la historia”. Hay que rescatar los momentos en los que la gente de abajo se unió, luchó y venció. Y rescatar también los caminos cegados, las posibilidades negadas, lo que pudo haber sido y no fue.
Sacar a la luz las semillas, recuperar los momentos preñados de sentido. Sin memoria no hay estrategia ni tampoco futuro.
Joaquín Vega, Salustiano Gómez Lillo, Genaro Gómez Lillo, Loly Trabajo, Gómez Morato, Manuel Gutiérrez, Agustín Cienfuegos, de Badajoz; Manolo Díaz, Ramón Fernández, José María Díaz, Manolo Manzano, José María Tamargo, de Don Benito; Joaquín Martínez Trejo, Luis Méndez, Elías Muñoz, de Mérida; Miguel Cansado, Román Franganillo, de Almendralejo; Fernando y Miguel Rejas, Melchor Rodríguez, Francisco Sánchez, de Villanueva de la Serena… Son sólo un ramillete de nombres de esa generación valiente de trabajadores que se curtieron en esta huelga y que lucharon por los derechos que disfrutamos. Este escrito se hace en señal de agradecimiento a su entrega y a la de todos los trabajadores que participaron en la huelga.

1 comentario:

joaquín Luque i Tenllado dijo...

Si hay alguien que ejemplariza la ética social de una manera consecuente y sistemática, ese es Manuel Cañada. Personas como Manuel son el faro de conducción de muchos que le admiramos. Gracias, Manuel, por tu existencia ética en este mundo tan bárbaro.