martes, 2 de junio de 2020

¡El socialismo ha muerto! ¡Viva el socialismo!


Manolo Monereo
La editorial El Viejo Topo acaba de sacar el libro de Carlo Formenti titulado como este artículo. En tiempos de pandemia hace falta, más que nunca, leer y estudiar, dotarse de materiales críticos y prepararse para la acción conscientemente guiada. Las editoriales de izquierda pasan por muchas dificultades y algunas desaparecerán; por eso hay que apoyarlas decididamente. El autor me pidió que prologara su libro. Este es un resumen del prólogo más largo que no pretende sintetizar el libro sino contextualizarlo y motivar su lectura.

El libro podría definirse como “materiales para la reconstrucción de un proyecto de liberación”. El autor lo hace sobre cuatro planos. El primero, cuestionar algunos elementos de la tradición marxista que considera superados y un obstáculo para una práctica alternativa. El segundo, definir las características del capitalismo actual en sus complejas relaciones con la sociedad y con los cambios geopolíticos radicales que están transformando el mundo que hemos conocido. El tercero, la reivindicación del Estado nación como instrumento fundamental para una estrategia política progresiva. Y un cuarto plano que entra directamente en los debates sobre populismo, la superación o no de la forma partido, el papel de los sujetos y actores sociales en momentos en los que las viejas identidades se están disolviendo y otras, que se consideraban superadas, retornan bajo formas diversas.


Conviene partir de un dato especialmente relevante: en la Italia de hoy, la izquierda no existe como fuerza política significativa; sigue existiendo como realidad social y cultural pero ya no aparece con capacidad para determinar la vida pública. Se podría argumentar que existe el Partido Democrático que, de una u otra forma, cumple el papel de izquierda. No es así. Como es sabido este partido es el “contenedor” de restos del antiguo PCI, la Democracia Cristiana y del Partido Socialista. La resultante es un partido liberal social que es percibido como la clase política de la II República. Cuando se habla del establecimiento, de la casta, se habla, en gran medida, del PD. Si el transformismo ha sido una tradición política italiana, hay que decir que hoy revive con una fuerza inusitada cuando vemos a un partido “antisistema” como 5 Estrellas cogobernando con su tradicional enemigo, es decir, con el PD.

Se ha hablado de “Estado profundo” tomando nota de que, más allá del juego entre partidos y de las mayorías parlamentarias, existe un núcleo duro de poder articulado en torno a las altas magistraturas del Estado y del Banco Central Italiano que velan para que se cumplan estrictamente las directrices que vienen de la Unión Europea. Esto es así, tan visible y tan eficaz, que uno de los componentes fundamentales del gobierno (insisto, más allá de los partidos) es el “partido” del Presidente de la República que refleja poderes, de hecho, que determinan la vida pública italiana. Esto ocurrió con el gobierno de la Liga y 5 Estrellas y es parte decisiva en el actual. Es de imaginar que Salvini ha aprendido la lección de que la soberanía económica es algo más que las políticas que vienen de la Comisión Europea y que reflejan una alianza de clases que se organiza y se concreta en cada uno de los Estados. Este es el verdadero poder.

La piedra de escándalo sigue siendo la defensa que Carlo Formenti hace del Estado nación, de la independencia nacional y de la soberanía popular. El tema es, cuando menos, paradójico. De un lado, hoy hay más Estados que en cualquier época anterior. Es más, todo apunta a que, de una u otra forma, la tendencia es a que continúen creciendo. La defensa a ultranza de la globalización, no solo no los ha hecho disminuir, sino que, por su propia dinámica, tiende a desmembrar a Estados ya existentes. De otro lado, la crítica ruda y feroz contra los Estados soberanos se hace compatible con el apoyo a secesiones o rupturas territoriales que tienden a reproducir, a un nivel inferior, todas y cada una de las características cuestionadas de los mismos. Es una vieja historia que se repite, fragmentar los Estados para debilitar a los oponentes y asegurar el predominio político.

Asombra la doble vara de medir y que se intenten convertir los prejuicios en razones. El ejemplo de Cataluña da muchas pistas para entender el modo en que el globalismo se ha hecho hegemónico. Se dice, es ya sentido común, que los Estados nación existentes son demasiado grandes y demasiado pequeños; que nada pueden ante los nuevos desafíos y que son demasiado grandes para resolver problemas territoriales geográficamente limitados. Defenderlos es arcaico, reaccionario y hasta patriarcal. En el centro, el cuestionamiento de la idea de soberanía. Hasta aquí todo normal. Este discurso se quiebra cuando aparece la cuestión catalana. La soberanía del pueblo español es problemática; la soberanía del pueblo catalán, un derecho humano básico. Poco importa que más de la mitad de los hombres y mujeres que viven en Cataluña no quieran la independencia, pero el debate sobre ella obliga al ejercicio del derecho de autodeterminación.


Hay soberanías buenas y malas; la que no se perdona es la del Estado nación. España -siempre ha sido esencialmente plural- es negada como realidad históricamente construida hasta el punto que referirse a ella en positivo, es sospechoso de nacionalismo españolista y de deriva hacia la derecha. Ser de izquierda gallega, asturiana o andaluza está bien visto, no genera problema. Lo que no se puede reivindicar es una izquierda española que tenga un proyecto alternativo frente al nacionalismo español y frente al nacionalismo de las periferias. Periódicamente oímos propuestas que vienen a decir, más o menos, lo siguiente: unámonos todas las izquierdas regionales y nacionales para acabar con el Estado español. Conviene pararse un momento. Tendría cierta lógica la propuesta de una alianza contra un Estado centralista, capturado por los grupos de poder económico e insuficientemente democrático. No es esto. No se busca la construcción de un nuevo Estado sino su ruptura. Lo peor -siempre se puede empeorar- es que todo esto se hace en nombre del derecho a construir un nuevo Estado, parte de una Unión Europea que es profundamente centralista, que limita estructuralmente el autogobierno de las poblaciones y que expropia la soberanía económica de los Estados.

La renuncia por parte del movimiento obrero organizado y por la izquierda política al Estado nación, es decir, a la soberanía popular, solo es explicable desde una hegemonía absoluta de los grandes grupos de poder económicos. Hoy, también en los países que conforman la Unión Europea, los Estados nacionales siguen siendo el lugar del gobierno y de las políticas públicas, el nicho del conflicto social y distributivo y desde donde se regula el mercado y se inserta en la economía global. Desde ellos se organiza la participación política y se ejercen los derechos y libertades. Y algo que lo explica casi todo: han sido el producto de una guerra de clases que ha cambiado la relación entre la política y la sociedad y han creado el constitucionalismo social que ha transformado las vetustas democracias liberales.

Después de la crisis, el debate es hoy mucho más claro: 1) De esta UE no saldrán los Estados Unidos de Europa. Las naciones no se van a disolver y, mucho menos, las que tienen el poder real; Gran Bretaña apuesta claramente por la salida y Francia y Alemania no están interesadas, ni de lejos, en este proyecto. 2) La UE se ha ido convirtiendo en una forma de dominio que tiene como objetivo administrar los intereses generales del capital, garantizados por la hegemonía del Estado alemán. Para hacer factible esto, se han ido desmontando progresivamente los mecanismos jurídico-políticos y sociales que lo regulaban; lo que se ha conseguido es expropiar a las poblaciones de la soberanía económica y traspasarla a organismos no democráticos y sin responsabilidad. 3) La dinámica de las actuaciones de la Comisión Europea y el Tribunal de Justicia ha conseguido desvirtuar los elementos más progresivos de las constituciones sociales. De hecho, el ordenamiento jurídico de la Unión Europea se ha convertido en una “Constitución material” que funciona, en la práctica, por encima de los ordenamientos jurídico- constitucionales de cada uno de los Estados que la componen. 4) La degradación de nuestras democracias, la crisis de la política y la desafección ciudadana tienen que ver con que se ha roto la columna vertebral del Estado social: la relación entre autogobierno, soberanía popular y Constitución. ¿De qué sirve votar si, al final, son los órganos de la UE los que definen lo que se puede y no se puede hacer o decidir? Se vote lo que se vote, se hace en el marco de las políticas neoliberales que han sido constitucionalizadas como las únicas posibles. El pluralismo político desaparece, la vida pública se empobrece y, lo que es peor, la idea misma de oposición deja de tener sentido.

La democracia no es solo un procedimiento para seleccionar las élites gobernantes. Ha sido y es mucho más que eso. Las democracias surgidas después de la II Guerra Mundial han estado indisolublemente unidas al conflicto social, al reconocimiento de las clases trabajadoras y a la defensa de sus derechos. Lo que aparece hoy es una contradicción, tan vieja como la modernidad, entre la democracia liberal y la democracia social. La izquierda, en sus diversas acepciones, ha sido la protagonista de este conflicto. Se ha construido en torno a ella asegurando derechos laborales, sindicales y sociales que, de una u otra forma, desmercantilizaban la fuerza de trabajo y favorecían su poder contractual en unas relaciones conflictivas con los grandes poderes económicos y empresariales. La UE ha sido el principal instrumento para romper el nexo entre la democracia como procedimiento y la democracia como autogobierno. Sobre esto no hay grandes desacuerdos. Se habla normalmente ya de post democracia, de democracia recitativa, de democracia limitada, de democracia oligárquica, La pregunta es ¿dónde está el problema? En pretender cambiar las políticas neoliberales en el marco de una Unión Europea que las ha constitucionalizado, las ha convertido en obligatorias para todos y, donde, es lo más grave, su reforma es prácticamente imposible.

Inevitablemente, en este contexto surge el debate sobre el populismo. Carlo Formenti viene defendiendo, desde hace mucho tiempo, que los nuevos “fenómenos populistas” son, aquí y ahora, la expresión de la lucha de clases en un momento histórico en el que las viejas identidades se están desintegrando, las clases trabajadoras se van fragmentando y, esto lo refuerzo yo, el socialismo ha desaparecido del imaginario colectivo. Capitalismo sin alternativa, capitalismo sin horizonte, capitalismo como decadencia de una península convertida en continente. El populismo como expresión del conflicto social en estas condiciones extremadamente precisas e históricamente fechadas.

Formenti, una y otra vez, vuelve al debate, a la confrontación de ideas, defendiendo una estrategia nacional popular y haciendo dialogar a Gramsci con Laclau, con Chantal Mouffe, con Nancy Frazer, con David Harvey. El último libro de Mario Tronti da buenos argumentos para profundizar en una problemática esquiva. Para este, el populismo tiene mucho que ver con la contradicción, no resuelta, entre gobernantes y gobernados en la modernidad. El concepto político de pueblo expresa una ruptura, el pueblo es siempre pueblo-parte, no es una totalidad que sume y agregue a una población dada. Como dice bien Tronti, hay populismo porque no hay pueblo en el sentido que se acaba de decir. Aparece el “momento populista”, es decir, una ruptura entre poderes hegemónicos y sujetos sociales que expresan demandas específicas, que tienden al enfrentamiento. El momento populista es siempre una excepción que confirma la regla, señal de una escisión. La construcción del pueblo como sujeto político es un proceso que se organiza conscientemente y que requiere determinadas condiciones políticas.

El libro de Carlo Formenti es una aportación muy importante para aquella parte de la izquierda que, asumiendo la derrota, sigue defendiendo un proyecto anticapitalista con voluntad socialista. La clave, hoy como ayer, es defender un programa como horizonte y medio de organizar una contra hegemonía frente al carácter desintegrador y nihilista de un capitalismo depredador que amenaza la propia existencia de nuestras sociedades. Lo que viene es el desorden y el caos, los conflictos civiles y sociales y la anomia generalizada de un cuerpo social cada vez más desvertebrado y sin raíz. En este sentido, el socialismo es algo más que una civilización alternativa: es la condición previa y necesaria a la existencia de la civilización misma

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