“Quien no quiere hablar acerca del capitalismo
debería callarse también respecto del fascismo”
(Max Horkheimer)
Héctor Illueca/Manuel Monereo/ Julio Anguita
Era
previsible, aunque quizás no tan pronto. La consigna que se está
difundiendo es construir un frente político antifascista europeo. Lo
estamos viendo estos días. Con gesto adusto y semblante grave, algunos
intelectuales proclaman el nuevo credo: “¡Frente a la amenaza del
fascismo, unidad de los demócratas!”. El asunto tiene cierta lógica: si
lo que está emergiendo en la Unión Europea (UE) es algo más que
populismo de derechas, o sea, fascismo puro y duro, hace falta una gran
alianza política que haga de freno, de dique, a algo que se presume como
un mal absoluto al que hay que derrotar, cueste lo que cueste. En el
centro de la propuesta, la defensa de unas instituciones que hay que
estabilizar y consolidar. Nos referimos, naturalmente, a la UE y a la
democracia liberal.
¿Un
frente antifascista europeo? Vivimos la cultura del instante y la
memoria desaparece de nuestro horizonte, que es donde realmente juega su
papel. Grecia y Tsipras han desaparecido del debate público y no
debería ser así. El país heleno fue escarmiento, experimento y, en
muchos sentidos, castigo. La presencia del gobernante griego en
septiembre pasado en el Parlamento Europeo no mereció la atención
debida. Tsipras compareció con el orgullo del deber cumplido y del
trabajo bien hecho en representación de un país transformado. Tres años
después de haber sido propuesto como presidente de la Comisión por la
izquierda alternativa bajo la orientación de “otra Europa posible”,
aparecía como el defensor de esta UE frente a la barbarie populista. Es
más, propuso una alianza que vaya desde Macron hasta la izquierda,
abierta a los liberales y a los conservadores moderados. Se podría decir
que estos tres años han dado para mucho y que han terminado por
oscurecer cualquier proyecto que no sea la defensa de la UE realmente
existente. Efectivamente, Grecia ha cambiado mucho. Ha pasado de tener
una deuda pública del 135 por ciento del PIB en 2009 al 180 por ciento
en la actualidad, el paro ha pasado del 10 al 20 por ciento y el país ha
perdido 400.000 habitantes. Una tragedia asumida a mayor gloria de esta
UE y de los mercados.
La
realidad acaba siempre chocando con el dominio de lo políticamente
correcto. Lo primero que no se quiere analizar es si las políticas que
ha venido realizando la UE antes y después de la crisis tienen que ver
con el surgimiento y desarrollo de nacionalismos excluyentes y de
fuerzas políticas que, por comodidad, definiremos como populismos de
derechas. A estas alturas pocos dudan de que las políticas de la Unión
han ido desmontando sistemáticamente el Estado social en cada uno de los
países, erosionando los mecanismos de control social y político de los
mercados capitalistas y debilitando el poder contractual de las clases
trabajadoras y sus sindicatos. La UE ha terminado por constitucionalizar
las políticas neoliberales hasta hacerlas obligatorias y, lo que es más
grave, sancionables, con duras multas para los países que osen
infringirlas. La idea de fondo, el dogma que se impone hoy en el debate
de la Comisión con España e Italia, no es otro que frenar y reducir el
gasto público. El objetivo no es ya el 3 por ciento, sino el superávit
en la fase alta del ciclo. La democracia ha devenido en limitada porque,
gobierne quien gobierne, tiene que aplicar políticas monetarias y
fiscales de corte neoliberal bajo amenaza de los mercados, del
todopoderoso Banco Central Europeo y de una Comisión intransigente en la
aplicación de los Tratados. ¿Realmente puede sorprender el auge del
populismo de derechas en la UE?
Hay
que decirlo también aquí y ahora: en momentos en los que el mundo está
cambiando de base y atraviesa una transición geopolítica de grandes
dimensiones, donde la tendencia de fondo es la multipolaridad, es decir,
en pleno proceso de redistribución del poder a nivel global, la UE
carece de un proyecto autónomo identificable. La ausencia de una
política internacional propia capaz de orientar una transición que se
presume conflictiva, condenará a Europa a la subalternidad respecto a la
política norteamericana. La “trampa de Tucídides” no es un asunto menor
ni una elucubración intelectual. EE. UU. no va a renunciar de forma pacífica a las posiciones de dominio conquistadas tras la Segunda Guerra Mundial, lo que
sitúa la guerra como instrumento prioritario para definir los grandes
problemas estratégicos. Para Europa, la OTAN implica perpetuar la
supeditación a los intereses geoestratégicos norteamericanos, el
incremento de los presupuestos militares y convertir las demandas de
seguridad en un problema de orden público y de fortaleza del Estado
penal.
¿Un frente
antifascista europeo? Hay una paradoja que no siempre se tiene en cuenta
cuando se reclama la defensa de la democracia. Sabemos lo que se quiere
decir: defensa de los derechos y las libertades democráticas. Ahora
bien, la paradoja es que, en muchos sentidos, la propuesta que hay
delante y detrás de la UE es el retorno a una democracia liberal, es
decir, poner fin al constitucionalismo social, a las democracias
avanzadas producto del conflicto de clases y de dos guerras mundiales
que tuvieron a Europa en su centro. La rebelión de las élites, una vez
caído el “imperio del mal” y desaparecido el enemigo interno socialista,
tenía como objetivo la restauración de una democracia funcional al
mercado, supeditada a él, que expropia la soberanía económica y
despolitiza la política. En cierto sentido, se puede hablar de
“norteamericanización” de la vida pública europea y de una escisión cada
vez más clara entre la democracia como procedimiento y la democracia
como autogobierno.
Sin
embargo, lo peor de este nuevo frentismo emergente es que no es capaz de
entender las relaciones existentes entre la integración europea (la UE)
y la crisis de nuestras debilitadas democracias, ni tampoco las
profundas transformaciones que se están operando en nuestras sociedades.
No deberíamos engañarnos ni dejarnos engañar: la restauración de
democracias de mercado requiere, necesita del miedo como fundamento; de
personas aisladas, socialmente desvinculadas e inseguras frente al
futuro. El tipo de capitalismo hoy dominante necesita personas que
actúen según las reglas y modos que éste exige. Cuando hablamos del
“momento Polanyi” nos estamos refiriendo a un fenómeno que aparece en
todas partes: una reclamación fundante de protección, de seguridad e
identidad, de nostalgia de un orden basado en la comunidad.
Este
nuevo frentismo confunde los efectos con las causas; pretende combatir
el populismo de derechas sin reparar en las circunstancias que lo han
engendrado; aspira a legitimar instituciones que están en crisis en
todas partes y hace de la conservación de lo existente el fundamento y
el horizonte de lo que está por venir. ¿Realmente se cree que desde
estos supuestos es posible rearmar política y culturalmente un
movimiento de oposición a las derivas autoritarias que experimentan
nuestras sociedades? ¿Alguien piensa seriamente que desde estos puntos
de partida se generarán el entusiasmo, la adhesión y el imaginario
necesarios para una movilización social capaz de ganar y activar a las
mayorías sociales? No lo creemos. Más bien pensamos que será lo
contrario. Defender instituciones en crisis y socialmente deslegitimadas
únicamente propiciará el fortalecimiento de populismos autoritarios y
nacionalistas que acabarán por desviar las demandas de protección hacia
fórmulas securitarias que impliquen la restricción de las libertades y
de los derechos. Si la izquierda acaba defendiendo este nuevo frentismo,
terminará por romper sus ya debilitadas relaciones con las clases
populares, perpetuando un camino que la llevará de desaparecer como
alternativa de gobierno.
Creemos
que hay que aprender de la historia. La democracia, nuestros clásicos
así lo entendieron, se defiende desarrollándola, ampliándola,
extendiéndola. Esto significa poner en primer plano la contradicción
entre la democracia y el capitalismo. Más concretamente, exige
desmercantilizar, garantizar los derechos sociales básicos y entablar
relaciones armoniosas con la naturaleza. También significa democratizar
la democracia llevándola a las empresas, a las grandes instituciones
financieras, fomentando formas alternativas de organizar la economía y
la democracia participativa. Despatriarcalizar la sociedad potenciando
la igualdad sustancial y una democratización de la vida cotidiana de las
personas. Desglobalizar, recuperar la soberanía popular como fundamento
del orden político, como derecho al autogobierno y a la definición
constitucional de un proyecto colectivo basado en una sociedad de
mujeres y hombres libres e iguales, comprometidos con la emancipación.
Merece
la pena recordar una reflexión que nos dejó Perry Anderson hace algún
tiempo en un excelente artículo: “para las corrientes anti-sistema de
izquierdas, la lección que hay que sacar de estos últimos años está
clara. Si quieren dejar de ser eclipsados por sus homólogos de derechas,
ya no pueden permitirse ser menos radicales y menos coherentes que
ellos en su oposición al sistema. En otras palabras, el futuro de la
Unión Europea depende tanto de las decisiones que la han moldeado que ya
no podemos contentarnos con reformarla: hay que salir de ella o
deshacerla para poder construir en su lugar algo mejor, con otros
fundamentos, lo que equivaldría a arrojar al fuego el Tratado de
Maastricht” (Le Monde Diplomatique, marzo de 2017).
Nuestra
línea de pensamiento está muy próxima a la del historiador británico:
se trata de defender el proyecto europeo contra su principal amenaza,
que no es otra que la UE, y apostar por una Europa confederal que
defienda la paz, las libertades públicas, los derechos sociales y
la igualdad entre pueblos y naciones. Para ello, los Estados, la
soberanía popular y el autogobierno de las poblaciones europeas no
pueden ser considerados como obstáculos a derrotar, sino como
instrumentos indispensables que
permiten tejer relaciones de cooperación entre los pueblos y garantizar
los derechos humanos fundamentales. El debate real en Europa no es entre
fascismo y antifascismo. El debate real es continuar con el proyecto
neoliberal de la UE o defender un proyecto europeo que realmente lo sea.
La respuesta la dará la historia.
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