Manolo Monereo
No se habla mucho en España del Perú. De vez en cuando nos llegan (malas) noticias de conflictos, de muertes. Casi siempre predomina la corrupción y eso que se llama hoy la anti política. Se nota mucho este juego de los medios de comunicación que hacen invisibles a determinados países y a otros le dedican una atención superlativa. Perú, a pesar de todo, es una democracia de las “buenas”, de las que respetan la economía de mercado, que garantizan y dan seguridad a las inversiones extranjeras, que favorecen los grandes beneficios empresariales y, lo mejor de lo mejor, poco controladas y gravadas por las instituciones estatales.
El intento de golpe de Estado de Pedro Castillo y su posterior destitución es presentado como una especie de mal endémico de la sociedad peruana que engarza inestabilidad y corrupción. La historia es conocida: el expresidente, como tantos otros, emerge del anonimato y de un día para otro gana en unas reñidísimas elecciones- apenas 40 mil votos- a Keiko Fujimori. Como tantos otros, empezaron por la izquierda y terminaron en la nada. Enfrente, una oposición cerrada, articulada en el Congreso de la República y organizada por los medios de comunicación. Detrás, la mano cada vez más visible de los grandes grupos económicos. El problema es siempre el mismo: ¿qué poder tiene el gobierno de la República?, ¿cuál es su margen real de maniobra?, ¿cuál su autonomía para hacer política para los comunes y corrientes? Como siempre, para conocer el presente hay que mirar hacia atrás.
Chile y Perú siempre han estado (mal) relacionadas. Chile se adelanta siempre y señala el camino. Ambas repúblicas tuvieron una sólida y aguerrida dictadura; ambas tuvieron una vocación fundadora; fueron dictaduras constituyentes que cambiaron la sociedad y la relación entre esta y el Estado. Ambas impusieron el modelo socio-económico del “consenso de Washington” a la criolla, es decir, hasta sus últimas consecuencias, por las malas y con espíritu de clase. Es la paradoja del ordo liberalismo: el orden del mercado debe ser impuesto por el poder político; no surge espontáneamente de la naturaleza de las cosas. Eso se lo enseñaron von Hayek y Milton Friedman a Pinochet, hay que frenar dictatorialmente a la política democrática, limitarla y adaptarla al mercado. La construcción político-institucional del neoliberalismo necesitaba de una dictadura soberana que cambiara la sociedad y sus reglas básicas. Sin poder político no hay liberalismo que valga. Así es la vida más allá de los manuales sobre el equilibrio general y demás falsedades administradas.