
Ángel B. Gómez Puerto.
Doctor en Derecho y Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Córdoba.
Blog del autor: Derecho y Democracia
La referencia que hacía Julio Anguita a las cuevas de Altamira en 1992, cuando hablaba del estado de la democracia en el mundo y de las carencias que había para que todos pudieran ejercitar la verdadera democracia, podría ser el símil aplicable a día de hoy no solo a lo concerniente a la democracia sino a otras situaciones de interés general.
Si entonces advertía de que pese a la importancia de disponer de libertades, que habían estado vedadas por la dictadura en nuestro caso, para alcanzar la democracia era necesario que además de dotarse de una Constitución y de instituciones democráticas, se alcanzasen otras condiciones que van más allá de ir a votar; hablaba de la democracia como capacidad de autogobierno de la sociedad y de cómo quiere esa sociedad organizarse para que la plena libertad y la igualdad sean un hecho. Y matizaba que lo que estaba diciendo era aplicable a las democracias de todos los países.
Quién no tenga información veraz suficiente, o que todas su energías se consuman en trabajar para comer, carezca de los canales necesarios para hacer las reivindicaciones que considere oportunas, o no tenga la posibilidad real de incidir democráticamente desde abajo en aquello que le concierne, tendrá libertad sí, pero carecerá de la posibilidad real de ejercerla.
Tras la Pandemia y un horizonte turbulento, preparemos la respuesta social y una nueva esperanza
El gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos, llamado de progreso, ha tenido que afrontar poco después de su constitución en enero de 2020 una prueba excepcional, como consecuencia de la pandemia del Covid-19 y sus efectos económicos y sociales.
La dimensión mundial de la pandemia ha afectado a todos los países, sistemas económicos, regímenes políticos y gobiernos. De esta gran prueba que ha conmocionado la salud pública del conjunto de la humanidad podemos sacar algunas conclusiones:
1.- Por regla general los países capitalistas, empezando por el imperialismo americano, y siguiendo por la Unión Europea, han demostrado un gran fracaso en la respuesta dada a la pandemia con un elevado número de muertes, muchas de ellas evitables y la parálisis duradera de amplios sectores económicos. La comparación con la gestión de la pandemia por el gobierno de la República Popular China, con medidas de confinamiento y rastreo hasta derrotar el coronavirus, ha puesto en evidencia la incapacidad del neoliberalismo con la exaltación del mercado para afrontar la pandemia. Las concesiones a los poderes económicos retrasando los confinamientos y precipitando las desescaladas, junto a los recortes en salud pública, la explotación de la salud como negocio, la gestión privada de las residencias de ancianos convertidos en mercancías, han finalizado en una tragedia humanitaria que se podía haber evitado en gran medida.
2.- El monopolio de la investigación de las vacunas en manos de farmacéuticas privadas financiadas con dinero público, el mantenimiento de las patentes privadas de las vacunas que impiden su socialización, ha puesto al descubierto la ineficiencia sanitaria y la terrible desigualdad en su distribución marginando a gran parte de la humanidad que reside en países en vías de desarrollo. La evidencia científica y sanitaria señala que de esta pandemia solo se saldrá con la vacunación de la población mundial, debido a la interacción y al riesgo de nuevas mutaciones del Covid-19 en regiones no vacunadas que pueden saltar al resto de países poniendo en cuestión los efectos de la propia vacunación.
Breve balance del gobierno de “progreso” y perspectivas
Antonio Pintor
Colectivo Prometeo
“Pienso que para la mayoría de las enfermedades es más barato, más humano y más eficaz controlar su origen que tratarlas una vez se han producido”.
Thomas McKeown
El título del escrito refleja mi posición con respecto a las vacunas contra el SARS-COVID-2.
No comparto, ni las posturas “negacionistas” por situarse fuera de la ciencia, ni las de los “afirmativistas” por exceso de credulidad en gobiernos, industria farmacéutica y otros organismos e instituciones que han demostrado carecer de credibilidad. Intento situarme en una postura crítica basada en un escepticismo científico que propicia el debate basado en pruebas. Ese es mi objetivo, otra cosa es que lo consiga.
Desde el inicio de la pandemia, hemos podido comprobar una polarización política extrema, reflejada en el rechazo y falta de colaboración por parte de la oposición ante cualquier medida adoptada por el gobierno de la nación. Así, hemos visto opiniones enfrentadas sobre el uso de mascarillas, el número de fallecidos, el tipo de pruebas, la necesidad del estado de alarma y no digamos sobre la implantación de los confinamientos. Un enfrentamiento entre los representantes políticos tan esperpéntico, que resulta preocupante pensar que dependemos de ellos para salir de la pandemia. Esta fuerte polarización entre la clase política se ha trasladado al seno de la sociedad en el posicionamiento respecto a las vacunas, que se ha dividido entre quienes manifiestan un rechazo visceral y quienes hacen una defensa numantina sobre ellas. Ambos bandos con la misma fe en sus creencias y la misma ceguera ante las pruebas, en uno u otro sentido, consecuencia del “sesgo de confirmación” que “todos” padecemos y la dificultad para comprender los datos de los estudios realizados, resultado de nuestra incompetencia con los números en general y con la estadística en particular.
Las vacunas, de acuerdo con lo expresado en la cita de McKeown que encabeza el escrito, gracias a la función preventiva que realizan, son los tratamientos médicos más valiosos, más económicos y, en muchos casos los más seguros para librarnos de las enfermedades. Gracias a ellas, desde su inicio con la vacuna de la viruela en el siglo XVIII por Edward Jenner, se han salvado millones de vidas.
El economista Joseph Schumpeter afirmó que, “el capitalismo moriría como consecuencia de su propio éxito”. Algo parecido ocurre con las vacunas, que gracias al éxito que han supuesto para acabar o controlar algunas enfermedades, ya hemos olvidado las tragedias que provocaban. Nadie recuerda las muertes y cicatrices faciales que producía la viruela, felizmente erradicada del planeta desde 1980. Hemos olvidado las epidemias de peste, de cólera, las frecuentes secuelas de parálisis en niños a consecuencia de la poliomielitis. No digamos de la difteria y las muertes por asfixia, debido a los exudados membranosos. El olvido es tan generalizado, que a pesar de la catástrofe para la humanidad de la llamada “gripe española” de 1918, que afectó a un tercio de la humanidad y produjo una mortalidad estimada entre 20 y 40 millones de personas, cifra similar a la Primera Guerra Mundial, no se ha visto reflejado ni en la literatura ni en el imaginario colectivo de la sociedad con la misma intensidad.