Antonio Pintor
Colectivo Prometeo
“Pienso que para la mayoría de las enfermedades es más barato, más humano y más eficaz controlar su origen que tratarlas una vez se han producido”.
Thomas McKeown
El título del escrito refleja mi posición con respecto a las vacunas contra el SARS-COVID-2.
No comparto, ni las posturas “negacionistas” por situarse fuera de la ciencia, ni las de los “afirmativistas” por exceso de credulidad en gobiernos, industria farmacéutica y otros organismos e instituciones que han demostrado carecer de credibilidad. Intento situarme en una postura crítica basada en un escepticismo científico que propicia el debate basado en pruebas. Ese es mi objetivo, otra cosa es que lo consiga.
Desde el inicio de la pandemia, hemos podido comprobar una polarización política extrema, reflejada en el rechazo y falta de colaboración por parte de la oposición ante cualquier medida adoptada por el gobierno de la nación. Así, hemos visto opiniones enfrentadas sobre el uso de mascarillas, el número de fallecidos, el tipo de pruebas, la necesidad del estado de alarma y no digamos sobre la implantación de los confinamientos. Un enfrentamiento entre los representantes políticos tan esperpéntico, que resulta preocupante pensar que dependemos de ellos para salir de la pandemia. Esta fuerte polarización entre la clase política se ha trasladado al seno de la sociedad en el posicionamiento respecto a las vacunas, que se ha dividido entre quienes manifiestan un rechazo visceral y quienes hacen una defensa numantina sobre ellas. Ambos bandos con la misma fe en sus creencias y la misma ceguera ante las pruebas, en uno u otro sentido, consecuencia del “sesgo de confirmación” que “todos” padecemos y la dificultad para comprender los datos de los estudios realizados, resultado de nuestra incompetencia con los números en general y con la estadística en particular.
Las vacunas, de acuerdo con lo expresado en la cita de McKeown que encabeza el escrito, gracias a la función preventiva que realizan, son los tratamientos médicos más valiosos, más económicos y, en muchos casos los más seguros para librarnos de las enfermedades. Gracias a ellas, desde su inicio con la vacuna de la viruela en el siglo XVIII por Edward Jenner, se han salvado millones de vidas.
El economista Joseph Schumpeter afirmó que, “el capitalismo moriría como consecuencia de su propio éxito”. Algo parecido ocurre con las vacunas, que gracias al éxito que han supuesto para acabar o controlar algunas enfermedades, ya hemos olvidado las tragedias que provocaban. Nadie recuerda las muertes y cicatrices faciales que producía la viruela, felizmente erradicada del planeta desde 1980. Hemos olvidado las epidemias de peste, de cólera, las frecuentes secuelas de parálisis en niños a consecuencia de la poliomielitis. No digamos de la difteria y las muertes por asfixia, debido a los exudados membranosos. El olvido es tan generalizado, que a pesar de la catástrofe para la humanidad de la llamada “gripe española” de 1918, que afectó a un tercio de la humanidad y produjo una mortalidad estimada entre 20 y 40 millones de personas, cifra similar a la Primera Guerra Mundial, no se ha visto reflejado ni en la literatura ni en el imaginario colectivo de la sociedad con la misma intensidad.