Un bar es un sueñoen la luz de los vasos
y permite la droga azul del vino
para olvidar horarios cotidianos.
La juventud está sola
con los brazos cruzados
y busca en el amor
las gotas del milagro.
Así
comenzaba el poema que Manuel Pacheco escribiría días después del
suicidio de Diego Sánchez Molina. El 6 de febrero de 1987, el joven de
21 años se ahorcaba colgándose de una viga en el corral de su casa, en
Azuaga, días antes de ingresar en prisión condenado por “escándalo
público”. Aquel crimen con forma de suicidio estremecería a toda
Extremadura.

“Cerca de nosotros había una pareja, unos niños que
jugaban al futbolín y el juez, que no sabíamos quién era. Nuestro
comportamiento era normal y, en determinado momento, Diego se levantó
para sacar un paquete de tabaco de la máquina. Luego, cuando regresó yo
puse una pierna sobre las suyas y Diego me dio un beso. Fue entonces
cuando este señor, el juez, se levantó y fue a llamar a dos policías
municipales que, vestidos de paisano, también se encontraban allí”. Así
lo rememorará María unos días después de que Diego se quite la vida. El
juez de distrito de Azuaga, Antonio Navarro, se dirige a la pareja y
recrimina su conducta: “Esto no se puede hacer en público”. El joven,
asombrado de que alguien al que no conoce pueda censurarle de ese modo,
responde airado: “Con mi novia, puedo hacer lo que me sale de los
huevos”. Y el juez replica: “Por decir eso no vas a ir al calabozo, vas a
ir a la cárcel”. Ahí comienza el calvario de Diego Sánchez Molina. De
nada servirá que, al enterarse de quién es aquella persona, intente
varias veces, pedirle perdón. El juez, en aquel mismo momento, ordena a
los policías municipales que detengan al joven y le metan en el depósito
municipal: “No dejen entrar a nadie, sólo a sus padres si quieren
llevarle comida o mantas”.