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sábado, 9 de febrero de 2019

El crimen fue en Azuaga




Un bar es un sueño
en la luz de los vasos
y permite la droga azul del vino
para olvidar horarios cotidianos.

La juventud está sola
con los brazos cruzados
y busca en el amor
las gotas del milagro.

    Así comenzaba el poema que Manuel Pacheco escribiría días después del suicidio de Diego Sánchez Molina. El 6 de febrero de 1987, el joven de 21 años se ahorcaba colgándose de una viga en el corral de su casa, en Azuaga, días antes de ingresar en prisión condenado por “escándalo público”. Aquel crimen con forma de suicidio estremecería a toda Extremadura.
La trágica historia comienza un año antes, el 2 de febrero de 1986, en el hostal Las Conchas, un singular bar y restaurante de la localidad, cuya fachada e interiores están literalmente forrados por miles de conchas marinas. “No hay como el calor del amor en un bar” canta por esas fechas Gabinete Caligari. Diego y su novia, María, se encuentran aquel mediodía en el local, tomando una copa junto a otra pareja, sentados frente a una de las chimeneas del amplio salón. Es domingo y los jóvenes, ven la televisión, bromean y se besan. Como tantos otros, en cualquier rincón del mundo, van descubriendo el amor a tientas, acercando los cuerpos interrogantes, explorando los caminos innumerables del deseo.
“Cerca de nosotros había una pareja, unos niños que jugaban al futbolín y el juez, que no sabíamos quién era. Nuestro comportamiento era normal y, en determinado momento, Diego se levantó para sacar un paquete de tabaco de la máquina. Luego, cuando regresó yo puse una pierna sobre las suyas y Diego me dio un beso. Fue entonces cuando este señor, el juez, se levantó y fue a llamar a dos policías municipales que, vestidos de paisano, también se encontraban allí”. Así lo rememorará María unos días después de que Diego se quite la vida. El juez de distrito de Azuaga, Antonio Navarro, se dirige a la pareja y recrimina su conducta: “Esto no se puede hacer en público”. El joven, asombrado de que alguien al que no conoce pueda censurarle de ese modo, responde airado: “Con mi novia, puedo hacer lo que me sale de los huevos”. Y el juez replica: “Por decir eso no vas a ir al calabozo, vas a ir a la cárcel”. Ahí comienza el calvario de Diego Sánchez Molina. De nada servirá que, al enterarse de quién es aquella persona, intente varias veces, pedirle perdón. El juez, en aquel mismo momento, ordena a los policías municipales que detengan al joven y le metan en el depósito municipal: “No dejen entrar a nadie, sólo a sus padres si quieren llevarle comida o mantas”.