Rafael Juan
Colectivo Prometeo
Cuando mi hermano
Juan Rivera me dijo el martes que, en un pis-pas, en un ratillo que
había tenido entre clase y clase telemática, había redactado un artículo que
iba a titular "Lo que Julio no querría" le dije,
en un atrevimiento inconsciente, que lo publicara como un primer
capítulo que se cerraría con otro artículo que redactaría yo
sobre lo que Julio sí querría. Digo inconsciente por muchos
motivos, pero, principalmente, porque, cuando Juan escribe, no deja
palo sin tocar y, además, lo hace con un arte pa’rabiar. Es
para lo único que la música le ha agraciado. Cuando ya sale por la
garganta, el cantar abandona su significado. En eso somos siameses.
Y la verdad es que,
con ir contestando a cada uno de sus “lo que Julio no querría”
de su escrito, en sentido inverso, valdría más que de sobra para
rellenar con mucho más sentido estas líneas. Pero ya que lancé el
órdago, intentaré trasladar lo que me pide el cuerpo, desde el más
profundo respeto a Julio y sin, por asomo, querer hacer de
“traductor” suyo.
Hace ya la friolera
de 25 años, cuando tenía esos mismos aproximadamente, visitó la
isla de Lanzarote, donde por motivos laborales residía, José
Luis López Aranguren. Ya uno venía de las huelgas contra la
LRU, del movimiento anti-OTAN, y de experiencias desde grupos
cristianos de base. Pero recuerdo que la charla de Aranguren que
disfrutamos (tuvo que ser de las últimas pues un año después
fallecería) en la casa de Tahiche del también entonces
recientemente fallecido César Manrique, fue la gota que me hizo dar
el paso del compromiso social y político. Recuerdo que Aranguren
incidió en el inconformismo y la rebeldía que debían ser propias
de la juventud y nos llamó a ejercerlas. Famosa quedó su frase “La
juventud es la edad del inconformismo, de la exigencia de perfección,
del hambre y de la sed de justicia”.
Y de allí salimos con la determinación de que había que
“pringarse”. A los pocos días visitaba la sede de IU de la isla
y me afiliaba. No podía ser de otra forma. Uno había vivido (aún
joven y desde fuera) los años de la alcaldía de Julio, su salto a
la Junta y, posteriormente, su brillantísima, intachable en todos
los aspectos, etapa como parlamentario y candidato a la presidencia
del gobierno. Y fue en Lanzarote donde lo conocí en persona, un día
que viajó hasta allí a apoyar un mitin de la campaña de las
elecciones generales de 1996 en el Hotel Lancelot donde, según
contaba luego cuando volví a Córdoba, me reconoció porque oyó a
lo lejos decir un “sipote”, y dijo: “allí hay uno de Córdoba”.
En aquella isla magnética y apasionante tuve la fortuna de conocer a
otro personaje de los que marcan: José
Saramago, quien vivía en el pueblo
de Tías y tuvo a bien ayudar, apoyar, incluso yendo muchos miembros
de su familia en las listas de IU por su pueblo y donde hiciera
falta. Más tarde, en 1999, tendría lugar en ya mítico encuentro de
Julio, Saramago y otro “extraterrestre”, Manolo Cañada, en
Cáceres. Son las vivencias, los maestros, que, en mi caso, me han
marcado en mi formación como ser social. No me extenderé más en
“historias de abuelito cebolleta”, pero me sirven para llegar a
tres de las muchas características que creo comunes a estos cuatro
personajes, cada uno en sus ámbitos de actuación: la
rebeldía, la valentía y el compromiso con la utopía,
y que me van a llevar a señalar, al menos, tres cosas que Julio
querría.
Julio
querría,
no es novedad, lo dijo miles de veces, que
la sociedad fuera rebelde. Rebelde
desde el concepto intrínseco de oponerse a lo injusto, de no asumir
lo que se impone de forma dañina. Es decir, una sociedad rebelde,
pero con causa. Y Julio querría que antes de rebelarnos,
estudiáramos, reflexionáramos, discutiéramos en el sentido
platónico de la dialéctica y llegáramos a consensos que dieran
forma y argumentos a nuestras reivindicaciones. Querría que en la
situación en la que estamos, la clase trabajadora, más allá de
aplaudir sus intervenciones en televisión, más allá de reconocer
que siempre tuvo acierto en sus reflexiones, más allá de ahora
llorar su pérdida, diera sentido a esa admiración poniendo en
práctica aquello que supuestamente compartían con él. No le valía
el “dales caña, Julio”, sino que a los que eso le decían, les
respondía: “no voy a un circo
romano. Tú también tienes que actuar”.
De eso fui testigo en numerosas ocasiones.