“Su razonamiento es que si no queremos enemigos, no los tendremos. Pero es el enemigo quien le designa. Y si este quiere que usted sea su enemigo, de nada servirá la más hermosa profesión de amistad” Julien Freund, 1988.
El veredicto es unánime. Pablo Casado ganó, Vox perdió y el Gobierno salió reforzado. La glorificación del líder del PP se parece mucho a la del hijo pródigo: bienvenido a la moderación, al pacto, al centro; hasta se le comparó con Cánovas en el bucle de un Donoso Cortés indefinido. Vox demonizado y golpeado sin piedad, señalando sus múltiples límites discursivos y su escaso nivel intelectual. El secretario general del PSOE ejerció de estadista agrupando un amplio frente democrático y haciéndole la pinza a un Pablo Casado que tuvo que defender un espacio político menguante. El Palacio vivió días memorables y se espera que los presupuestos se aprueben, que lleguen los famosos fondos de reconstrucción europeos y que se pueda afrontar la pandemia (se escapa de las manos) intentando evitar un confinamiento total. Oxígeno para el Gobierno del que está bien necesitado. Las encuestas, esas que se hacen para ver quién ganó y quien perdió, nos dicen que las cosas, en intención de voto, está como estaban y que el debate no entusiasmó. A estas alturas, está claro que la distancia entre clase política y población se acentúa y que la desafección crece. No conocemos mucho qué está pasando en la sociedad. No aparece el conflicto ni la acción colectiva, estando confinados no parece posible. Empiezan a notarse síntomas que nos hablan de miedo, de inseguridad, de cansancio, de desmoralización. La resignación convive con el resentimiento. Se atisba rabia y una crítica a los que mandan centrado en los políticos. El clima es muy diferente al previo al 15M. La crítica ahora es más concreta, con menos esperanza, con más escepticismo y, hay que subrayarlo, mucho más demoledora. Una crítica sin alternativas. Es una señal más de que hemos pasado de una “crisis de régimen” a una “crisis en el régimen” y que ahora es la política lo que está en cuestión en su sentido fuerte, como capacidad de resolver colectiva y democráticamente los problemas.
El otro día vi la intervención de Carolina Bescansa en un debate televisivo. Ella sabe mucho de estas cosas de opinión pública y de medir los humores sociales. Señalaba una contraposición nítida entre una clase política en permanente confrontación y un consenso muy amplio de la población en búsqueda de salidas colectivas. Posteriormente habló de la responsabilidad de los políticos y luego fue concretando estas posiciones iniciales. No me convence demasiado la socióloga gallega en este tema. La contraposición existe y se acentúa, no hay duda. Lo que no veo es la paz de una ciudadanía que observa pasivamente la pelea de los políticos. Hay un gran consenso en torno a la defensa de lo público, del reforzamiento de nuestra debilitada sanidad pública, de la importancia de un sistema educativo de calidad, de empleo digno y de defensa a ultranza de los derechos sociales. Esto es verdad, y detrás de ello está la inmensa mayoría de la población; pero hay otros debates menos pacíficos que tienen que ver con la llamada cuestión territorial, la corrupción y sus orígenes y consecuencias, los problemas de seguridad pública y, guste o no, de la emigración. Estos temas son también transversales y Vox lo sabe.
Llevaba razón Carolina en que no se debería llamar fascista a un grupo de neocons como es el partido de Abascal. A mi juicio, subestimarlos es un error. La ultraderecha española no creo que haya perdido votos en este debate. No viven, como las demás fuerzas políticas, del día a día; tienen un plan a medio y largo plazo y se preparan para el futuro. Lo suyo es la batalla ideológica, la batalla de las ideas y trabajan activamente para la crisis que viene; mejor dicho, que ya está aquí. Por lo pronto, han conseguido, con gran escándalo, reabrir muchos debates y están influyendo en la agenda política. Se ha hablado de franquismo sociológico, se sabía que estaba ahí; ahora emerge y se convierte en la tercera fuerza política del país. La crisis de Estado, la pandemia y la normalización de Podemos generaron un vacío que Vox intenta cubrir. Ahora la oposición antisistema será la de una fuerza nacionalista española autoritaria, neoliberal y monárquica. Es la vieja derecha española de siempre que retorna sin complejos y dando la cara.
Los actores que no aparecen (es su gran victoria) son los poderes económicos y sus múltiples escudos sociales. Cuando más mandan, cuanto más controlan y cuanto más determinan, se ocultan y nos hacen creer que la clase política es la que dirige realmente el país. El dato más sobresaliente de la crisis de las democracias realmente existente es justamente el predominio sustancial de los poderes económicos sobre la soberanía popular y las aspiraciones de las poblaciones. La democracia manda poco y dirige menos. Se ha producido una descomunal concentración de renta, riqueza y poder en manos de una específica oligarquía, de una plutocracia, como la llama Capella, que tiene intervenidos medios de comunicación, partidos políticos, asociaciones, fundaciones, universidades…
¿Cuál es su problema? Tiene que ver con el Estado y con la clase política. Los poderes públicos van a rescatar por segunda vez a la economía privada, a los grandes oligopolios, a la banca, a todo un entramado empresarial que depende, directa o indirectamente, del gasto público. No están para disquisiciones ideológicas ni para debates sobre la democracia y su futuro. Lo suyo es más concreto, más preciso: necesitan controlar el Estado y capturar a la clase política para reconstruir las bases de su poder, los fundamentos de sus privilegios. Critica a este Gobierno, no porque sea reformista, sino porque no hace lo que ellos creen que se tiene que hacer; no se fían y presionan. El principal instrumento es la Unión Europea, después, los tres partidos de la derecha y una parte del propio PSOE. Le siguen unos medios de comunicación cada vez más controlados y una retahíla de centros creadores de opinión.
Se han presentado los Presupuestos Generales del Estado y la señora Calviño ofrece ocho reformas a cambio de los fondos europeos, las dos cosas irremediablemente van unidas. La hipótesis de fondo del Gobierno es que definitivamente la UE deja atrás las políticas neoliberales y que no será un obstáculo para su estrategia económica. No lo creo. Sería recomendable cierta prudencia a la hora de proclamar el réquiem del neoliberalismo por unos presupuestos públicos que deben todavía pasar por el soberano real (la UE), pactarse con otras fuerzas políticas y aprobarse por el soberano formal (las Cortes Generales) Tiempo habrá para analizarlos en profundidad. Subrayar que se trata de unos presupuestas expansivos, con un fuerte incremento de gasto público social y con el intento de iniciar una nueva política fiscal más eficaz y justa. Hay que insistir. Los fondos llegan tarde, son insuficientes, están fuertemente condicionados y responden a los intereses geoeconómicos de una Alemania en proceso de reconversión industrial y financiera.
Una pregunta me asalta: ¿no ha llegado la hora de democratizar el poder económico? Se trata de una tarea de salud pública. Salvamos periódicamente a una trama financiara-empresarial- mediática que nos extorsiona, que impone políticas negativas para las mayorías sociales, que no pagan impuestos y que son activos protagonistas de la corrupción. Insisto: ¿no ha llegado el momento de limitar su enorme y desproporcionado poder? Hay un acuerdo casi unánime de los analistas de que el problema central de nuestras débiles y limitadas democracias es el descomunal poder del capital frente al trabajo. Las clases subalternas han perdido fuerza negociadora, protagonismo social y autonomía política. No parece posible regenerar nuestra vida pública si no encontramos una nueva relación entre cuestión social, democratización económica y transformación del Estado.
Esto significa cosas concretas: ampliación del sector publico económico fortaleciendo su papel como estratega y emprendedor; crear una agencia de evaluación, diseño y programación de las políticas públicas que sirva de lanza para una verdadera reforma de las administraciones del Estado; pleno empleo y reconstrucción de la fuerza contractual de los trabajadores y trabajadoras, empezando por la derogación de las (contra) reformas laborales; una banca pública fuerte, comprometida con la reindustrialización del país y el desarrollo territorial. Hay una crisis profunda de la banca que obligará más temprano que tarde a su rescate; democracia económica e industrial que fomente la participación de los trabajadores en la empresa, el desarrollo de la economía social y cooperativa; un sistema fiscal justo y eficaz. No hay que confundirse, hablamos de poder, de usar el Gobierno para fortalecer sujetos sociales, democratizar la economía y limitar el poder de los grandes grupos empresariales y financieros. Un nuevo modelo productivo social y ecológicamente sostenible pasa irremediablemente por liquidar las bases de una plutocracia omnímoda, sin proyecto de país y siempre subalterna a los intereses dominantes en la Unión Europea.
Abrir los ojos. Cuando los cambios no se realizan tienen consecuencias. Estamos en plena depresión económica que ya es social, y que pronto se convertirá en psicológica. El Gobierno pretende fijar un estado de alarma que duraría hasta mayo del 2021, nueve meses. Los informes de los organismos internacionales dan cifras sobre el mundo, Europa y España extremadamente graves. La derecha económica y política a la ofensiva, en momentos que se habla de España como Estado fallido. ¿Cómo serán nuestras sociedades, sus imaginarios, las expectativas populares dentro de unos meses? ¿Qué relaciones entre la política y las poblaciones cuando esta eterna pandemia se neutralice? Vacío: ¿puede España vivir sin alternativa?
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