Héctor Illueca
Miembro del FCSM de Valencia
Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
Adoración GuamánDoctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
Doctora en Derecho y Profesora de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social
Las políticas de austeridad impuestas por la troika (Comisión
Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) y
aplicadas por el Partido Popular están provocando una silenciosa
redefinición de las funciones del Estado progresivamente conquistadas
luego de un trayecto secular. De manera relativamente rápida, el Estado
reduce su intervención social al tiempo que refuerza los dispositivos
disciplinarios mediante la intensificación de su intervención penal.
Como si fuera una persona arrepentida de haber sobreprotegido a sus
hijos, el Estado neoliberal se dispone a tratar severamente a los
ciudadanos, criminalizando la miseria y elevando la acción penal a la
categoría de función pública prioritaria. De este modo, la cansina
apelación al orden público del Gobierno del Partido Popular constituye
el reverso inevitable de la normalización del trabajo precario y el
desmantelamiento del Estado de bienestar.
Veamos. El 10 de febrero de 2012 el Gobierno aprobó una reforma
laboral que consagraba el abaratamiento del despido y la desarticulación
de la negociación colectiva, con el fin de inducir un violento
retroceso salarial y un no menos feroz ajuste de plantillas en las
empresas. Transcurrido un año desde su entrada en vigor, las
consecuencias más dramáticas de la acción gubernamental encuentran
reflejo en los diferentes datos estadísticos: la Encuesta Trimestral de
Coste Laboral correspondiente al tercer trimestre de 2012 situaba el
coste salarial total por trabajador en 1.805,63 euros, un 7 por ciento
menos que en el segundo trimestre (1.939,73), mientras la última
Encuesta de Población Activa eleva el número de parados a un nuevo
máximo histórico, 6.202.700 personas, con una tasa de desempleo del
27,16% de la población activa.
Poco después de la aprobación de la reforma laboral, el Ministro del
Interior anunció la tramitación de una importante reforma del Código
Penal, cuyo principal objetivo parece ser reprimir y criminalizar las
crecientes protestas contra las políticas de austeridad. Esta
iniciativa, que ha merecido una severa crítica del Consejo General del
Poder Judicial, se encuentra actualmente en sede parlamentaria y, entre
otros aspectos, prevé que la resistencia pasiva a las fuerzas de
seguridad se considere como delito de atentado a la autoridad, lo que
podría abarcar una amplia gama de comportamientos hasta ahora no
penalizados: por ejemplo, realizar una sentada colectiva durante una
manifestación o encadenarse por los brazos para evitar un desahucio.
También se pretende tipificar como delito la difusión por Internet de
convocatorias violentas o que alteren gravemente el orden
público, lo que probablemente evoca, en la intención del Gobierno, la
manifestación acaecida el 15 de mayo de 2011 y las diferentes
movilizaciones que la sucedieron.
En nuestra opinión, ambas reformas están relacionadas entre sí y
suponen la culminación de un proceso iniciado en la década de los
noventa y orientado a la generalización del trabajo precario por medio
de la coerción política. O, por expresar la idea con mayor precisión, se
trata de sustituir nuestro modesto e incompleto Estado de bienestar por
un Estado penal que sea capaz de imponer el trabajo mercantilizado como
norma societal. La filosofía que subyace a este proceso es la de un
Estado crecientemente invasivo y represor de una población atenazada por
el desempleo y la precariedad laboral, que contempla atónita la obscena
tolerancia del poder con los abusos cometidos por los más privilegiados
de la sociedad. De este modo, el progresivo debilitamiento del Estado
social conlleva un crecimiento distópico del aparato penal, alumbrando
una sociedad cada vez más instalada en la violencia, la injusticia y la
desigualdad.
Ciertamente, las estadísticas avalan un incremento fulminante de la
población reclusa durante los últimos veinte años, coincidiendo con la
llegada a nuestro país del llamado neoliberalismo. Según datos del
Instituto Nacional de Estadística, entre 1990 y 2010 la población
penitenciaria española prácticamente se duplicó en términos relativos,
pasando de 85 a 160 reclusos por cada cien mil habitantes, lo que
implica un incremento superior al 90 por ciento. Es muy significativo
que la actual hipertrofia carcelaria haya despertado el interés del
Defensor del Pueblo, que en reiterados informes ha venido denunciando la
masificación y el hacinamiento de los presos como hechos que afectan a
la dignidad de las personas y constituyen una pena adicional no prevista
por el legislador. A la vista de tales datos, parece que debemos dar la
razón a Eduardo Galeano cuando afirmaba que, para dar libertad al
dinero, había que encarcelar a la gente.
Partiendo de esta base, la crisis económica que asola nuestro país ha
puesto sobre la mesa la imperiosa necesidad de criminalizar la miseria
para acelerar la transición hacia un Estado darwinista que se repliega
sobre sus primitivas funciones de mantenimiento del orden público, en
detrimento de su actividad tradicional en materia económica y social. En
una situación de desempleo masivo y precariedad generalizada, el
aparato penal se erige en instrumento imprescindible para someter a los
sectores insubordinados y reafirmar el monopolio del Estado sobre la
violencia institucionalizada. La mano invisible del mercado, tan cara a
la tradición liberal, encubre y disimula un verdadero puño de hierro que
concentra la enorme fuerza del Estado hobbesiano para imponer el
trabajo precario y recluir o amedrentar a los sectores insumisos del
naciente orden social.
Curiosamente, no es la primera vez que el liberalismo radical
defiende y estimula la creación de un aparato penal destinado a contener
las consecuencias deletéreas de la desregulación social y laboral. La
huelga, por ejemplo, constituye un fenómeno social percibido con
desconfianza por parte del poder político, que históricamente ha tratado
de imponer restricciones o limitaciones de variada naturaleza.
Recordemos que en una primera etapa era considerada como delito en los
Códigos penales europeos, prolongándose tal situación hasta bien entrado
el siglo XIX. El reconocimiento legal del derecho de huelga se produjo
posteriormente, tras una larga historia de violencia y represión de la
que el movimiento obrero fue especialmente víctima. Importantes
personalidades liberales como Lloyd George, Theodore Roosevelt o Walter
Lippmann, por citar sólo algunos ejemplos, invocaron y justificaron la
violenta represión de los trabajadores mientras defendían el principio
de intervención mínima en la economía.
Al igual que sus predecesores, los ideólogos neoliberales apelan
abiertamente a la violencia del Estado para reprimir o contener los
efectos devastadores del laissez-faire. En esta ocasión, sin
embargo, los destinatarios de la oleada represiva no son sólo los
sindicatos de trabajadores, sino también, y preferentemente, los
sectores populares que están protagonizando las diferentes luchas
sociales desencadenadas por la crisis: desempleados, estudiantes,
trabajadores precarios, hombres y mujeres que lo han perdido todo y
están viviendo esta época como un profundo terremoto social y cultural.
La anunciada reforma del Código Penal o el intento de criminalización de
los escraches protagonizados por la PAH son sólo una muestra de la
nueva doxa punitiva concebida para atenazar a las regiones inferiores de nuestro espacio social.
Ya no es posible ocultar que las razzias policiales observadas
en Valencia, Madrid o Barcelona persiguen objetivos políticos y
mediáticos, mucho más que judiciales. La respuesta gubernamental al
creciente y justificado enojo ciudadano es el recurso al uso
generalizado o la amenaza de la fuerza como medio de dominación. La
crisis de legitimidad se extiende a sectores cada vez más amplios de la
sociedad. Es muy importante que todos comprendamos que las políticas de
austeridad no sólo ponen en entredicho los derechos económicos y
laborales conquistados durante generaciones, sino también los derechos
políticos reconocidos al término de la dictadura. O, por decirlo con
otras palabras, la salida de la crisis que el Partido Popular está
tratando de imponer no sólo es incompatible con el Estado de bienestar,
sino también, y fundamentalmente, con la democracia.
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