El País
28-06-2015
28-06-2015
Crecí en una familia con memoria, en la que mi abuela nunca dejó de hablarme del fusilamiento de su hermano, socialista, en 1939. Soy nieto de un condenado a muerte, también socialista, cuya pena fue finalmente conmutada por 30 años de los que cumplió cinco. Mis padres fueron militantes comunistas cuando en España era un delito serlo y mi padre conoció Carabanchel por repartir propaganda. En mis primeros recuerdos de infancia me veo de la mano de mis padres en las manifestaciones anti-OTAN y en los mítines de Izquierda Unida en Soria, en 1986, cuando mi padre fue candidato por esa provincia al Congreso (se pueden imaginar el resultado). Con 14 años ingresé en las juventudes comunistas y milité durante años en el movimiento estudiantil y en los movimientos contra la globalización y la guerra. Cuando acabé el doctorado y gané una plaza de profesor fui uno de esos docentes heterodoxos que van a manifestaciones con los estudiantes y que incluyen a autores marxistas en la bibliografía. A diferencia de la mayoría de los ciudadanos de mi país, me sé de memoria La Internacional. Llevo la izquierda tatuada en las entrañas con orgullo y me reconozco en ella pero, quizá por eso, conozco bien sus miserias y, sobre todo, sus incapacidades.
En política la forma y el tono cuentan tanto o más que el fondo y en una entrevista reciente me equivoqué en la forma y en el tono, ofendiendo a muchas personas. Les pido perdón pero les pido también que atiendan el contenido que, con mejor tono y forma, expongo aquí.
Escribió Perry Anderson que el único punto de partida concebible hoy para una izquierda realista es tomar conciencia de su derrota histórica. En España, el fracaso de la izquierda comunista se constató tras la Transición democrática. La realidad socioeconómica de la época (tan bien anticipada por aquel “cabeza de chorlito” llamado Fernando Claudín), el peso cultural de los medios de comunicación y la coyuntura internacional revelaban no ya la imposibilidad de la revolución y el socialismo, sino enormes límites a las posibilidades de éxito electoral de esa izquierda. El fracaso de Mitterrand y su programa común en Francia, así como del compromiso histórico con la Democracia Cristiana del PCI en Italia, señalaron bien los límites de los referentes que había tomado nuestro Partido Comunista.
Mucho ha llovido desde entonces y hoy asistimos a la posibilidad de alterar el mapa político en España en una dirección transformadora. Pero nada tiene ello que ver con la izquierda. La izquierda sigue social y culturalmente arrinconada. La clave del momento excepcional que vivimos está en la politización de la frustración de expectativas de los sectores medios, ante su empobrecimiento progresivo. Si para algo sirvió el 15M fue para expresar esa frustración. El 15M señaló los ingredientes de una posibilidad impugnatoria caracterizada por el rechazo a las élites políticas y económicas dominantes, pero ese nuevo sentido común resultaba inaprensible bajo las categorías izquierda-derecha; algo que los jefes de la izquierda política no aceptaron.
A pesar de que el PP ganó las elecciones de 2011, ya entonces se percibían elementos de crisis en el sistema de partidos. Antes de nuestra irrupción, las encuestas señalaban la disminución de los apoyos electorales del PP y del PSOE. Ante la nueva coyuntura, Izquierda Unida tuvo su oportunidad; habría bastado simplemente con seguir el ejemplo de AGE en Galicia. Pero no la aprovechó.
La arrogancia con la que IU recibió nuestra propuesta nos ha llevado muy lejos
Cuando decidimos lanzar PODEMOS pensábamos que debíamos colaborar con la izquierda, por eso propusimos a IU y a otras fuerzas hacer unas primarias abiertas conjuntas. Creíamos que esa metodología podía ser un revulsivo; se trataba de que la izquierda se pareciera un poco más a la gente. Ignorábamos entonces que la arrogancia con la que se recibió nuestra propuesta nos iba a dar la oportunidad de llegar muy lejos. Seguimos adelante solos y gracias a eso no nos vimos obligados a hacer concesiones a las formas conservadoras de la izquierda. Gracias a que la izquierda no quiso escucharnos pudimos poner en práctica nuestra hipótesis: que la geografía que separa los campos políticos entre izquierda y derecha hacía que el cambio, en un sentido progresista, no fuera posible. En el terreno simbólico izquierda-derecha los que defendemos una política de defensa de los derechos humanos, la soberanía, los derechos sociales y las políticas redistributivas, no tenemos ninguna posibilidad de ganar electoralmente. Cuando el adversario, sea el PP o el PSOE, nos llama izquierda radical y nos identifica con sus símbolos, nos lleva al terreno en el que su victoria es más fácil. En política, quien elige el terreno de disputa condiciona el resultado y eso es lo que hemos tratado de hacer nosotros. Cuando insistimos en hablar de desahucios, corrupción y desigualdad y nos resistimos a entrar en el debate Monarquía-República, por ejemplo, no significa que nos hayamos moderado o que abandonemos principios, sino que asumimos que el tablero político no lo definimos nosotros.
Los cambios políticos profundos (que implican siempre ganar el poder institucional) sólo son posibles en momentos excepcionales como el que atravesamos, pero requieren de estrategias precisas. Nosotros trazamos la nuestra en Vistalegre. Respetamos las de otros compañeros pero no nos situaremos en terrenos que nos alejen de una mayoría popular que no es “de izquierdas” (como quizá nos gustaría) pero que quiere el cambio.
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