Fuente: Cuarto Poder
Manuel Monereo
Diputado Unidos Podemos Córdoba
Miembro FCSM
Cuando terminó la guerra, Encarna era ya una mujer
hecha y derecha. El conflicto le hizo madurar rápidamente. Sufrió mucho,
muchísimo, pero aguantó como siempre y se sobrepuso a todas las
desventuras. Nació en una familia pobre y desgraciada. Tuvo mejor suerte
que sus hermanos y fue ahijada por una tía de buena posición, casada
con un militar. Felipe Serrano, así se llamaba el
teniente coronel de infantería, era el típico hombre hecho a sí mismo;
luchó en Cuba, recibió todo tipo de distinciones y consiguió ingresar
—no tuvo que ser nada fácil— en la academia militar. Posteriormente hizo
carrera como africanista. El padre adoptivo de Encarna consiguió amasar
una cierta fortuna y se convirtió en un típico representante del Jaén
“de orden” de los años 20, católico, apostólico y monárquico. Treinta
años después de su fusilamiento, todavía a su casa en el barrio de La
Ropa Vieja se la conocía como la casa del señorito.
Encarna
siempre vivió con una identidad contradictoria. Ahijada de ricos y
parte de una familia pobre. Esto conformó su personalidad y le dio un
rasgo especial. Cultura de derechas y opción por los pobres, por los que
sufren, por las humilladas. Siempre vivió su condición con alegría y
hasta con entusiasmo. Solo el tiempo y la enfermedad la quebraron. Sus
inmensos ojos se fueron achicando y entristeciéndose. Cuando miraba a
los suyos, estos recobraban la vitalidad de antaño y la alegría brotaba
con una fuerza que nos cambiaba a todos.
Después del 18 de julio
de 1936, el teniente coronel fue detenido y posteriormente fusilado como
represalia a un bombardeo aéreo sobre Jaén especialmente duro. Teresa, la madre adoptiva, Luisa,
la tía y Encarna vivieron como vencidas en un Jaén republicano que
hacía su propio proceso de transformación social. La familia del
“señorito” vivió con la dignidad de siempre y nunca, nunca acumularon
rencor ni odio y cuando llegó la hora de la venganza, se negaron a
practicarla, lo que, paradójicamente, llevó a su decadencia económica:
las buenas personas casi siempre pierden todas las guerras.
Como
en tantas familias, el conflicto militar las dividió y encontraron
mecanismos para evitar que se convirtiera en una ruptura definitiva. Una
prima de Encarna, sobrina de Teresa y de Luisa, terminó enamorándose de
un militante socialista, Serafín López Quero. Aquí aparece la figura de una persona que tuvo que ser, en muchos sentidos, especialmente interesante, José López Quero,
hermano del anterior. Su familia provenía de Lopera y allí José se
convirtió en un dirigente sindical de relevancia y, posteriormente, en
diputado socialista a Cortes por el Jaén del Frente Popular en las
elecciones de 1936; tenía en ese momento 27 años.
Por lo que
sabemos, su comportamiento el 18 de julio fue ejemplar. Fue uno de los
responsables —socialistas, comunistas y anarquistas iban en ese momento
de la mano— que impidieron el triunfo del golpe en Jaén. Formó parte de
las milicias que llevaron a las fuerzas de la República hasta Córdoba.
La guerra continuó. Cumplió diversas misiones militares, parlamentarias,
políticas, dando la cara por sus gentes, por el proletariado militante
jienense. Cuando se estaba acabando la guerra, fue de los muchos
republicanos que intentaron coger un barco en Alicante, que nunca
llegó. Fue detenido y trasladado, como tantos, al campo de
concentración de Albatera. Poco tiempo después fue reclamado por las
autoridades militares de Jaén: era de los primeros en una enorme lista
de venganza y escarmiento que tenía que ser procesado, condenado y
muerto.
Encarna y José se volvieron a encontrar. Cuesta hoy
imaginar el Jaén vencido del 39, el miedo que por décadas se pegó al
cuerpo, la prepotencia y la crueldad de los vencedores, los cambios de
chaqueta, las delaciones, los chivatazos y la represión, represión
sistemática, planificada, ordenada. Fusilamientos, torturas, palizas,
vejaciones de todo tipo y siempre, siempre la presencia visible, nítida y
fanática de la Iglesia Católica, maestra en el arte del ensañamiento,
de la venganza y de la humillación de los vencidos, de los pobres, de
las mujeres, sobre todo, de las mujeres, maltratadas hasta la ruina
psíquica. La venganza se cumplió y aún hoy sigue estando presente en la
memoria vivida y transmitida por las gentes en la provincia. La peor
imagen, la más terrible, fue siempre la llegada de aquellas figuras
enlutadas, prestas a reconocer entre los presos a supuestos culpables y
que religiosamente eran pasaportados a la otra vida. Se trataba de
exterminar a los vencidos y que no quedara nada de la otra España, la de
la ilustración, la liberal, la republicana, la socialista, la
comunista.
José se encontró en Jaén aislado y solo. Tenía el apoyo
de los que, como él, sufrían la represión y esperaban las condenas,
muchas de ellas, de muerte. Los amigos desaparecieron, la familia tuvo
que huir y su contacto con la calle fue siempre, hasta el final,
Encarna, la ahijada del militar fusilado. La muchacha cumplió su deber,
como siempre, aquello que consideraba su obligación sin importarle ni
los costes ni el “qué dirán” de una ciudad dura y triste que vivía una
venganza secular. Cuando se lo permitían, iba a ver a José, a recoger su
ropa para lavarla y darle así el único consuelo posible. Las
conversaciones eran siempre sobre personas, sobre afectos y sobre
muertos. En este contexto, ella se contagió de la sarna a través de
aquellas ropas que recogía para lavarlas. Una vez condenado, él le dijo
que ya no volviera a verlo. Encarna no dudó y siguió visitándolo. Una
mañana, cuando llegó a la prisión le dijeron que José había sido
fusilado, tenía treinta años. Ese día no pudo entregar la ropa limpia y
volvió rota a su casa.
Esta muchacha se llamaba Encarnación Pérez Tello y era mi madre. Hoy hace treinta años que nos dejó.
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