Fuente: Cuarto Poder
Héctor Illueca
Manolo Monereo
Julio Anguita
Hemos aprendido mucho y seguimos aprendiendo de la polémica que ha
generado nuestro artículo sobre el Decreto Dignidad. Lo primero, la
tiranía de lo políticamente correcto: una coincidencia amplia y
consistente entre la extrema izquierda y los apóstoles del
neoliberalismo. Los dos dicen lo mismo, descalifican de la misma forma y
definen al actual gobierno italiano en términos similares. Las élites
neoliberales europeas y algunos intelectuales de izquierda amalgamados
en una extraña convergencia. Lo segundo que hemos observado es algo muy
típico de nuestra cultura política: la banalización del fascismo. La
política como espectáculo cotidiano y vacuo. Cuando todo es fascismo,
nada lo es, y se pierde la sustancia de lo que fue y significa la
dictadura terrorista del capital monopolista. Verdad es que de noche
todos los gatos son pardos, pero no es de noche, sino de día, y el que
no vea la realidad es porque está ciego o no quiere verla.
Vayamos por partes. Amén de algún libelo que no merece mayor
comentario, nuestro texto ha suscitado numerosas respuestas y reacciones
que nos han hecho pensar. Permítasenos destacar entre ellas los
escritos publicados por Enric Juliana (“Atracción fatal”), Esteban Hernández (“La izquierda: opción B”), Miguel Urbán y Brais Fernández (“Decreto dignidad: ¿Fascismo en Italia? Una respuesta”) y Alberto Tena y Giuseppe Quaresma (“Pensar Italia”).
En general, se nos critica haber realizado un análisis
descontextualizado del Decreto Dignidad, obviando las demás políticas
del gobierno italiano, especialmente en materia de inmigración. Desde su
punto de vista, y citamos literalmente a Urbán y Fernández, “es
fundamental para comprender la política económica y social de un
gobierno analizar el conjunto de su deriva, no presentar de forma
aislada y parcial una medida”. También hay otras críticas, pero nos
parecen secundarias y están subordinadas a esta idea principal.
Pues
bien, no es verdad que nuestro texto descontextualice el Decreto
Dignidad, como si fuera una norma a-histórica. Al contrario, nuestro
análisis parte de la evolución histórica de la legislación laboral
italiana, caracterizada por la desregulación progresiva del mercado de
trabajo desde hace más de tres décadas. Es precisamente esta evolución,
culminada con la reforma de Renzi, la que nos permite percibir los
cambios introducidos por el Decreto, así como sus limitaciones. Por
cierto, tampoco es verdad que nuestro texto “infle” y “celebre” el
alcance de la norma, como afirman Urbán y Fernández. Partiendo de su
importancia objetiva, señalamos hasta en dos ocasiones que el Decreto
Dignidad nos parece insuficiente y que abogamos por reformas mucho más
profundas. Ahora bien, de momento el gobierno italiano es el único que
ha desarrollado la Resolución del Parlamento Europeo sobre la lucha
contra la precariedad laboral, aprobada el 31 de mayo. ¿Qué va a hacer
el gobierno español? ¿Qué harán los demás gobiernos europeos?
Pero
no sólo eso. El contexto es importante, claro que lo es. Sin embargo,
parece que nuestros críticos ven la paja en el ojo ajeno sin percatarse
de la viga en el propio. Sorprende que ninguno de ellos se detenga a
analizar el enfrentamiento que el gobierno italiano mantiene con la
Unión Europea (UE). Verdaderamente asombra que su descripción de la
política italiana no preste atención alguna a lo que Juliana denomina
“el momento Europa”. Desde las pasadas elecciones del 4 de marzo, Italia
es un pueblo bajo el fuego, señalado por la UE y acosado por los
mercados. El programa giallo-verde ha despertado la hostilidad del poder
financiero y su avanzadilla de Bruselas. ¿Tiene esto algún significado
para nuestros críticos? ¿No les parece importante el contexto europeo?
¿Por qué este silencio? Estas cuestiones merecen un debate sin
descalificaciones ni esquematismos basados en discursos con plantilla.
Veamos algunos datos.
El 28 de mayo de 2018 se produjo un acontecimiento insólito. La Lega y
el Movimiento 5 Estrellas (M5E) propusieron a Mattarella, presidente de
la República de Italia, el nombramiento como ministro de Economía de
Paolo Savona, un economista euroescéptico de 81 años. Sin embargo,
obedeciendo órdenes de Bruselas, Mattarella se negó a firmar el
nombramiento, provocando una grave crisis institucional.
Todavía no habían pasado dos días cuando el comisario europeo de
Presupuestos, el alemán Günther Oettinger, pidió a los mercados que
enviasen una señal “para no permitir que los populistas de izquierdas y
derechas tengan responsabilidades de gobierno”.
Oettinger trataba de desestabilizar al gobierno italiano desencadenando
un pánico bursátil y una escalada de la prima de riesgo, lo que
efectivamente logró en las semanas siguientes: desde entonces, Italia ha
estado en el punto de mira de los mercados, que han desplegado un
ataque especulativo orientado a derrocar al gobierno. Es seguro que el
pueblo italiano captó perfectamente el mensaje: la UE no sólo es
contraria a la justicia social y a cualquier política económica sensata;
la UE es enemiga de la democracia.
La actual fase de la política
italiana sólo puede comprenderse en el marco del enfrentamiento que el
gobierno nacional mantiene con Bruselas. Reducir esto, como hacen Urbán y
Fernández, a una simple “disputa entre sectores de las clases
dominantes”, es decir, a “una batalla por cómo gestionar el
neoliberalismo”, significa ignorar aspectos esenciales de la actual
situación política. Afirmar, como hacen Tena y Quaresma, que en Italia
ha emergido “un nuevo bloque histórico” y que “dentro de ese bloque hay
un arco ideológico complejo y abierto”, resulta más interesante desde un
punto de vista político, pero es todavía insuficiente. De hecho, la
alianza entre La Lega y el M5E se apoya en dos bloques diferentes y
contradictorios: por un lado, la base social de La Lega, radicada
fundamentalmente en el norte y formada por pequeños y medianos
empresarios golpeados por la globalización, con apoyos importantes en
las capas superiores de la fuerza laboral; por otro, la base social del
M5E, concentrada en el sur y centro del país e integrada por las clases
subalternas y estratos medios empobrecidos. Estamos, por tanto, ante una
gran alianza político-social que expresa la ira acumulada por la
gestión neoliberal de la crisis, una rebelión ya inocultable de los
humillados y ofendidos por las políticas de la UE.
El reparto de
roles en el gobierno italiano refleja la complejidad de su base social:
mientras el M5E muestra una mayor vocación social impulsando medidas
como el Decreto Dignidad, La Lega postula una política fiscal a la
medida de los sectores que constituyen su base electoral. Hay, por
supuesto, divergencias y contradicciones, como la política migratoria de
Matteo Salvini o, más recientemente, la nacionalización de las
autopistas, convertida en una demanda democrática tras el derrumbe del
puente Morandi. Lo cierto es que el gobierno giallo-verde es un espacio
en disputa que no puede eludir concesiones importantes a las clases
populares y trabajadoras. Por eso hay que prestar atención a medidas
como el Decreto Dignidad, constatando sus limitaciones, sí, pero también
sus avances en un contexto complejo y absolutamente imprevisible.
Englobarlo todo bajo la etiqueta de “fascismo”, como algunos han hecho
estos días, puede ser más cómodo para evitar cierta fatiga intelectual,
pero nada aporta al conocimiento de la realidad.
¿Qué está pasando
en Italia? A la vista de lo que llevamos dicho, no parece muy difícil
de entender. Lo que emergió en las elecciones del 4 de marzo es una
auténtica rebelión popular contra la UE, similar a la que se produjo en
Gran Bretaña con el brexit. Una rebelión muy parecida a las que tuvieron
lugar en otros países europeos como Francia, Holanda o Grecia, donde
sucesivos referéndums rechazaron sin ambages el diktat de Bruselas. Ya
no es posible ocultar que detrás del gobierno italiano hay un ejército
de perdedores que salieron con los huesos rotos de la globalización y
las políticas de austeridad europeas. Lo más fácil es decir, como se
escucha a menudo, que se trata de trabajadores atrasados, incapaces de
entender los sacrificios que exige el neoliberalismo cosmopolita. O
mejor aún, tacharlos de racistas y fascistas, renunciando a explicar los
fenómenos políticos que acontecen en la UE. ¡Qué desprecio a las
mayorías sociales! ¡Qué elitismo intelectual!
Decía Walter
Benjamin que el ascenso del fascismo es la consecuencia de una
revolución frustrada. Los autores de este artículo no tenemos ninguna
simpatía por Matteo Salvini, pero creemos que su ascenso, y el de otras
figuras afines en varios países europeos, no es más que un reflejo del
fracaso de la izquierda. La demostración de su incapacidad para
canalizar las energías de cambio latentes en la sociedad. La prueba que
atestigua la decadencia de una izquierda que se hizo neoliberal y ya no
es capaz de entender a su pueblo. Se acabó el tiempo del europeísmo
ingenuo y evanescente. Se acabó el tiempo de “más Europa”. La clave, se
quiera o no, es la contradicción cada vez más fuerte entre los
partidarios de la globalización neoliberal y aquellos que, con más o
menos conciencia, defienden la soberanía popular y la independencia
nacional y apuestan por la protección, la seguridad y el futuro de las
clases trabajadoras.
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