Fuente: Cuarto Poder
Héctor Illueca
Manuel Monereo
Julio Anguita
Desde que Bodino escribiera Los seis libros de la República en
1576, el concepto de soberanía ha recorrido un largo camino. En un
principio se asociaba al Estado absolutista e implicaba la potestad de
expedir y derogar leyes y obtener la obediencia de los súbditos sin
necesidad de su consentimiento. Sin embargo, no será hasta bien entrado
el siglo XVIII, tras un arduo conflicto social y político, que se
reconozca al pueblo como verdadero titular de la soberanía y se afirme
el papel de la ley como expresión de la voluntad popular. Había hecho su
aparición Rousseau. Desde entonces, la idea de soberanía ha sido
desarrollada y matizada por innumerables pensadores, generalmente en el
sentido de establecer límites al poder del Estado e introducir garantías
frente a la arbitrariedad. Pero conservando siempre aquella sustancia
que había identificado Rousseau y que está en la base de la democracia:
la capacidad de los pueblos de autogobernarse y decidir el modelo
social, económico y político en el que desean vivir.
Pues bien, la Unión Europea es la
negación de la soberanía y de la democracia. Lo hemos dicho en el pasado
y no vamos a insistir mucho en ello. La Europa neoliberal ha exacerbado
la competencia entre países, ha liquidado los derechos sociales y está
corrompiendo los valores cívicos de las sociedades europeas. Aún más, el
neoliberalismo ha dividido el continente europeo en un núcleo de países
industrializados dirigido por Alemania y una periferia cada vez más
dependiente desde el punto de vista económico. En el espacio europeo no
hay lugar para las políticas redistributivas; aquí lo único que cabe es
un neomercantilismo feroz e inmisericorde que, en el mejor de los casos,
genera crecimiento empobreciendo a las mayorías sociales. Los
ciudadanos europeos empiezan a entender el significado de la lex mercatoria que
impera en Europa: voten lo que voten, siempre es lo mismo. Y si alguien
osa desafiar la autoridad de Bruselas, los mercados le hacen entrar en
razón desencadenando ataques especulativos hasta provocar un corralito
bancario. Primero fue Grecia. Ahora, tal vez, Italia.
Ha llovido mucho desde la aprobación
del Tratado de Maastricht. Tras casi tres décadas de neoliberalismo,
las sociedades están reaccionando en el sentido previsto por Polanyi.
Millones de personas lo han perdido todo y asisten atónitas a la
desintegración de sus comunidades sociales. La miseria se extiende cada
día y la juventud carece de horizonte. ¿Acaso puede sorprender el auge
que el populismo de derechas está experimentando en Europa? ¿Puede
extrañar la reaparición de demandas de soberanía, de seguridad, de
protección frente a las consecuencias deletéreas del mercado
autorregulado? Cada vez más ciudadanos apelan al Estado y reivindican un
marco nacional porque saben que es el único en el que pueden intervenir
y vencer. Tildarlos de “fascistas” es no entender, o no querer
entender, la verdadera naturaleza de la Unión Europea, su carácter
jerárquico y destructivo, su orientación profundamente antidemocrática.
La re-nacionalización de la política europea no es un efecto coyuntural
de la competencia entre partidos, sino el producto histórico de la
globalización capitalista y de la forma específica que ésta ha adoptado
en Europa.
Llegados a este
punto, tenemos que ser claros. Lo que se está produciendo en Europa no
es un enfrentamiento entre un fascismo atávico y un europeísmo
pretendidamente liberal y cosmopolita. Lo que se está produciendo en
Europa es un enfrentamiento entre dos nacionalismos exacerbados por la
competencia que tiene lugar en la economía europea: el nacionalismo
económico de Alemania, que propugna una política neomercantilista, y un
nacionalismo reactivo y revanchista que emerge en países como Italia,
Francia o Gran Bretaña, por no hablar de Europa del Este. El europeísmo
vacuo que exhiben las élites políticas y económicas, su defensa cerrada
del euro y del mercado único, no es más que una coartada ideológica del
nacionalismo económico alemán. Hace casi doscientos años, el gran
economista alemán Friedrich List advirtió lúcidamente que la doctrina
cosmopolita obedecía a razones nacionalistas de los países
industrializados, que predican la libertad de comercio a los países
pobres sólo cuando saben que no pueden competir con ellos.
El
europeísmo y el globalismo pueden todavía cautivar a las clases medias
intelectuales, pero no frenarán el avance del populismo de derechas.
Para ello se necesita una nueva síntesis política que sea capaz de
interpelar a los estratos populares con ideas fuertes, con pasión e
imaginarios radicales. La clave es unir un discurso dirigido a las
grandes mayorías sociales con un programa orientado a la defensa de la
dignidad de las clases populares y trabajadoras: la recuperación de la
soberanía como base de la democracia; la reindustrialización de España a
partir de la intervención pública en la economía; una política
orientada al pleno empleo; y una profunda transformación del Estado en
un sentido republicano, federal y democrático. Naturalmente, ello
exigirá un replanteamiento de las alianzas internacionales y una nueva
unión entre los países europeos que respete la soberanía de los Estados:
una Europa confederal. De fondo, la posibilidad real de una gran
alianza entre las clases trabajadoras, los estratos medios empobrecidos y
las pequeñas y medianas empresas golpeadas por la globalización. Si no
la construye la izquierda, no lo hará nadie.
El
soberanismo ha venido para quedarse. Lo que estamos viendo sólo son los
primeros vientos de la tempestad que se avecina. A estas alturas, la
única pregunta relevante es quién hegemonizará las fuerzas sociales que
ha desencadenado la globalización y que demandan protección, seguridad,
identidad. La inquietud de las élites neoliberales europeas resulta
comprensible: es el correlato lógico de su hostilidad al Estado y a la
democracia. Por el contrario, la postura de algunos intelectuales de
izquierda es muy difícil de entender. Las personas que nos han criticado
estos días soslayan que el control de la soberanía es una condición
indispensable de la democracia. No parecen comprender el carácter
dependiente y subalterno del país en que viven. Rechazan, en fin,
cualquier posibilidad de realización histórica concreta de las
aspiraciones populares. Hermann Heller escribió algunas páginas
luminosas sobre esta contradicción del movimiento socialista. La única
alternativa real al populismo de derechas es una síntesis política que
anude soberanía, democracia y socialismo como respuesta a los
sufrimientos sociales provocados por el neoliberalismo. Pero una cosa es
segura: el futuro de los pueblos se construirá sobre las cenizas de
esta Unión Europea.
1 comentario:
¿Neomercantilismo? ¿Eso qué es?
¿Políticas redistributivas en capitalismo? No son más que más capitalismo. Como resolver la falsa deuda con más deuda.
¿Todavía así, pensando en las margaritas?
Para colmo de males, afirmáis; "genera crecimiento empobreciendo a las mayorías sociales". Pero es que acaso, ¿ya sabéis lo que estáis diciendo usando el falsificador lenguaje inventado de los capitalistas?
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