Manuel Cañada
Marta Sánchez de Ron
[ Junto a Marta Sánchez, nuestro queridísimo amigo y compañero de tantas luchas en la misma trinchera, Manolo Cañada, nos regala un artículo sobre la Renta Básica que merece la lectura reflexiva y tomar buena nota de las ideas y propuestas que en él aparecen]
Yo, Daniel Blake es una de las últimas películas de Ken Loach. En ella
se cuenta la historia de un carpintero inglés de 59 años que se ve
obligado a recurrir a la asistencia social. Pese a que el médico le ha
prohibido trabajar, la administración considera que no reúne los
requisitos para acceder a las ayudas sociales. La película narra el
calvario burocrático de Daniel Blake y también el de Katie, una madre
soltera que cría a sus dos hijos al tiempo que intenta abrirse camino
con trabajos temporales. Ken Loach retrata con sutileza y sensibilidad
la urdimbre kafkiana que oprime a quienes sufren el paro, la pobreza o
la precariedad.
Pero si alguien piensa que la dura semblanza que
traza el director de cine inglés es privativa de la Inglaterra de
Margaret Thatcher o de Tony Blair sencillamente desconoce en qué país
vive. Por eso sorprende la esquizofrenia de algunos dirigentes de la
izquierda española, vieja y nueva, avezados en emocionarse con relatos
como los de Ken Loach pero incapaces de discernir algunos de los
mecanismos más elementales del sometimiento que escarnecen a los Daniel
Blakes y Katies de nuestros barrios.
Las rentas mínimas de
inserción constituyen una de las piezas centrales que atrapa a los más
humildes en la tela de araña de la precariedad. La dilación, el control
social, la arbitrariedad, la estigmatización, el clientelismo son
algunas de las características consustanciales a todas ellas. Los
informes del Defensor del Pueblo lo constatan año tras año: “Se siguen
recibiendo de forma periódica quejas relativas a la tramitación de
solicitudes de rentas mínimas y a su gestión”, señala el último de
ellos.
El toreo en la
tramitación, el silencio administrativo, la paralización de los
expedientes, la suspensión cautelar, e incluso el extravío de las
solicitudes son algunas de las innovadoras prácticas que acompañan la
gestión cotidiana de las rentas mínimas. En Madrid, como refleja el
Defensor del Pueblo, “el plazo medio de resolución es de 204 días”. En
Extremadura, entre 2013 y 2015, 14.000 solicitudes no llegaron siquiera a
ser valoradas. La criba de pobres nunca termina: un día los descartados
son los solteros y al día siguiente quienes tienen estudios
universitarios o quienes han sido autónomos o aquellos que disfrutan el
imperdonable privilegio de ser contratados por un mes…
La purga acaba dando sus resultados. La Asociación de directores y
gerentes de Servicios Sociales lo ponía de manifiesto hace unos meses:
las rentas mínimas solo cubren al 7’6% de la población que en España
vive por debajo del umbral de la pobreza. “Una carrera de obstáculos
humillante para las familias”, concluye la asociación Barrios Ignorados
describiendo la renta mínima de Andalucía. “Este delirio restrictivo
sería ridículo si tal imprudencia no causase tanto y tanto dolor”,
señala por su parte el colectivo madrileño RMI Tu Derecho.
Pero
que nadie se despiste. No es que las rentas mínimas no funcionen bien.
Al contrario, cumplen a la perfección la función para la que han sido
pensadas. “Con la Renta Mínima de Inserción hemos creado una clase
social”, afirmaba presuntuoso, allá por 1996, Claude Girard en la
Asamblea Nacional de Francia, el país pionero del dispositivo. Ahí
reside el cometido principal de esa herramienta: las rentas mínimas
representan la economía de la miseria, la aporofobia institucionalizada.
Nacieron con la expansión del neoliberalismo para servir a uno de sus
principales objetivos, el de la destrucción de la clase trabajadora como
sujeto de transformación y, en su lugar, la exaltación y naturalización
de dos conceptos, clase media y exclusión social.
“Un colectivo
disfuncional y excluido en lo más bajo y luego el feliz resto de todos
nosotros”, como escribía Owen Jones de modo irónico refiriéndose a la
demonización de la clase obrera en Inglaterra. Construir la reserva
india de pobres, alimentar el espantajo del subproletariado, el fantasma
de los barrios conflictivos y de las clases peligrosas, los canis y las
chonis poligoneras, todas las caricaturas útiles para levantar el gran
muro de división en el interior de la clase trabajadora.
Desde hace unas semanas el Gobierno viene anunciando un Ingreso
Mínimo Vital, “una renta mínima de urgencia que aplicará de manera
gradual”, en palabras del ministro José Luis Escrivá. Es alucinante que,
en medio del desastre social que se avecina, la idea principal que se
le ocurra al gobierno para atender a los millones de personas que van a
quedarse a la intemperie sea seguir con la papilla indigesta de las
rentas mínimas de inserción. Como es sabido, Escrivá procede de la AIREF
(Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal), un organismo
creado en 2013 por iniciativa de la Unión Europea, “cuya misión es
garantizar el cumplimiento efectivo por las Administraciones Públicas
del principio de estabilidad presupuestaria previsto en el artículo 135
de la Constitución Española”, o sea para velar por los intereses de la
banca y de la Troika.
La propuesta de renta mínima que baraja el
gobierno, según se deduce de las declaraciones de sus miembros, emana
del estudio que la AIREF publicó en junio de 2019. El texto en cuestión
atufa a neoliberalismo por los cuatro costados. Por lo que se ve hay que
“reducir el riesgo de fraude” —ya se sabe que los pobres son muy
ladronzuelos—, no pasarse de generosos en sus cuantías porque
“desincentivan la participación en el mercado laboral” —ya se sabe que
los pobres lo que no quieren es currar—, y tener cuidado con el “riesgo
del efecto llamada” —son como mosquitos, en cuanto lo huelen acuden a la
miel de la subvención pública. Pero, sobre todo, hay que mirar que sea
barata, ya que la propuesta que hacía la ILP de los sindicatos “presenta
un elevado coste fiscal”.
430 euros. Esa es la cuantía por
beneficiario que viene defendiendo el señor ministro. O lo que es lo
mismo, el 80% del IPREM, un indicador que se creó en 2004 para
desvincular las ayudas públicas (subsidios de desempleo, becas, acceso a
viviendas sociales, etc) del Salario Mínimo Interprofesional y cuya
cantidad, ojo al dato, lleva congelada desde hace 10 años. No sería mala
idea que Escrivá o cualquiera de sus colegas probara un año a vivir con
430 euros, contribuyendo así a garantizar la estabilidad
presupuestaria.
En cuanto al coste total de la nueva renta mínima de inversión el
ministro ha mencionado la cantidad de 3.500 millones de euros, cifra que
se sitúa muy por debajo de lo que contemplaban los programas
electorales tanto del PSOE como de Unidas Podemos.
Si en un país
con más de 12 millones de personas por debajo del umbral de la pobreza
—entre ellos el 14% de quienes tienen trabajo— esta propuesta de la
AIREF ya era un despropósito, tras la irrupción del Covid-19, de
llevarse adelante, constituiría directamente una infamia.
La renta básica, una vacuna contra la precariedad
Dos corazones a un tiempo
Están puestos en balanza.
Uno pidiendo justicia
Y otro pidiendo venganza.
(Camarón de la Isla)
No
es tiempo de rutinas. Un mundo nuevo, una gran transformación viene de
camino, titubeando entre el miedo y la esperanza. El coronavirus es “la
gran pandemia del neoliberalismo, una enfermedad que marca un punto de
no retorno —como la peste negra marcó el final del feudalismo” (Mario
Espinoza). Una crisis histórica se ha desvelado definitivamente,
ahondando las contradicciones y abriendo un tiempo nuevo.
Nos
hablaron de la globalización feliz, del fin de la historia, del
matrimonio modélico entre capitalismo y democracia representativa. “Es
más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”,
sentenció Fredric Jameson. Pero aquella impotencia también está ahora
saltando por los aires. ¿Cómo salir de esta espiral de confinamiento,
apatía, miedo e incertidumbre generalizada que no sabemos ni cuánto
durará ni los efectos devastadores que traerá consigo a corto, medio y
largo plazo?
“El sur de Europa ha sido la zona cero de las
políticas más sádicas después de la crisis financiera de 2008”, nos
recuerda Naomi Klein. No, no podía salir gratis recortar más de 40.000
millones de euros en gasto social. No podía salir gratis contar con
35.000 trabajadores menos desde 2012 en la sanidad pública. Por fin
entendemos el sentido exacto de la palabra austericidio, de las
políticas criminales de la última década. Llueve sobre mojado y el
coronavirus se convierte en un gigantesco abreojos, que interpela al
mismo tiempo a nuestro temor y a nuestra rebeldía.
Los que
mandan intentarán que volvamos a “la normalidad”. A su normalidad, a la
normalidad que garantiza su dominio y adensa nuestra precariedad. Pero
no se puede tapar el sol con un dedo. La conmoción social es de tal
envergadura que forzosamente habrá que elegir por caminos anchos, por
alamedas de cambio histórico.
Personas en paro, despedidas, sin ingresos o sin techo, con pensiones
o subsidios miserables, trabajadoras con contratos temporales,
subcontratadas, subrogadas, autónomos, jornaleros, becarios,
inmigrantes, empleadas de hogar, vendedores ambulantes, kellys,
limpiadores, riders, gente que se busca la vida haciendo chapuzas,
jóvenes sin futuro, inquilinos, personas enfermas, discapacitadas,
dependientes, desahuciadas, acorraladas por el machismo o la crisis de
los cuidados, la lista sería interminable. Hace mucho tiempo ya que la
precariedad se convirtió en cotidianidad, en elemento regulador y
administrador de nuestras vidas. Queremos escaparnos de las trampas de
la pobreza y de la precariedad, de la soledad y de la competencia
permanente. De los embustes del emprendimiento y de los atajos para
trepadores. De la meritocracia y del clientelismo. Del sálvese quien
pueda y de la ley del más fuerte.
Ha llegado la hora de la renta
básica. Lo que hasta ayer se consideraba una utopía se convierte en
sentido común de época, en una de las respuestas inapelables a las
necesidades del nuevo tiempo histórico. La renta básica garantiza unas
condiciones materiales de vida digna y constituye un fondo de
resistencia frente a la explotación laboral. Pero también atesora otra
virtud, fundamental en este momento: es una medida estructural que ayuda
a la transición emancipatoria hacia otro modelo de sociedad.
Para avanzar en esa línea consideramos que es viable, posible y urgente
la implantación inmediata de una renta básica de cuarentena, individual,
incondicional y suficiente por derecho, para todas aquellas personas
que la soliciten, al menos hasta final de año, conforme a la propuesta
impulsada por la Red Renta Básica y la Marea Básica. La riqueza es de
todas y ha de ser repartida, más aún en momentos como el que estamos
viviendo y a la vista del absoluto fracaso de las rentas mínimas de
inserción y los subsidios condicionados.
No hay excusas. La
Declaración de Derechos Humanos (artículo 25) y la Constitución
Española (artículos 10.2, 35, 41, 95 y 96) permiten que la renta básica
pueda aplicarse desde ahora mismo. No necesitamos propaganda, nuevas
fábulas fundacionales ni pactos de palacio. Lo que urge es tomar medidas
que protejan realmente al conjunto de la población. Necesitamos medidas
estructurales como la renta básica, el reparto del trabajo, la banca
pública o la intervención en los sectores estratégicos. O conseguimos
que se abran paso la austeridad y la solidaridad o avanzará la barbarie,
la guerra entre los pobres, la manipulación del rencor social, las
nuevas formas de fascismo.
El mundo y nuestro país van a
cambiar. Cuál sea la orientación dependerá de la correlación de fuerzas,
de nuestro coraje e inteligencia. Completemos el camino que abrieron
los movimientos populares en la última década. Renta Básica ya.
1 comentario:
Profesional, ante la pobreza mata al policía que llevas en la cabeza
https://www.actasanitaria.com/profesional-ante-la-pobreza-mata-al-policia-que-llevas-en-la-cabeza/
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