martes, 30 de junio de 2020

Pablo o el odio de clase


No hace demasiado tiempo, comentaba con Julio Anguita una vieja historia que me sorprendió mucho. Me refiero a que varios medios de comunicación del país estuvieron yendo periódicamente al instituto donde trabajaba para comprobar si, efectivamente, iba a dar clase, cómo lo hacía y, sobre todo, si faltaba. Hace poco me referí a esto en un artículo sobre la muerte del que fuera coordinador de IU.

La expresión que surgió era odio de clase. He reflexionado mucho sobre eso. Me parece un rasgo característico de todas las oligarquías y, específicamente, de la española. Cuando las clases dirigentes son cuestionadas profundamente y con éxito, el sentimiento contra los antagonistas es muy fuerte, se convierte en un rechazo visceral, en una hostilidad existencial. Los privilegios se heredan, componen una actitud, un sentido de la vida y organizan imaginarios grupales. ¿Quién son estos para oponerse a nuestro mando?, ¿con qué derecho? Y, sobre todo, ¿para qué? Nuestra burguesía patrimonialista siempre ha tenido una visión jerárquica del mundo y un desprecio militante a la plebe, a los desarrapados, a las clases “peligrosas”. Esto no solo no ha cambiado, sino que se ha acentuado en estos tiempos de crisis y desarraigo.


El odio de clase se convirtió en estrategia política en la Guerra Civil y, sobre todo, en la postguerra. Subrayo, sobre todo en la postguerra. Al “otro”, al liberal, republicano, socialista, comunista, anarquista, había que eliminarlo, aterrorizarlo de por vida y expulsarlo de la comunidad. Era el enemigo tradicional de la patria. Su gran pecado fue cuestionar un específico tipo de poder, de organizar a una parte significativa del pueblo en torno a un proyecto de liberación social y política. Había que, costara lo que costara, erradicarlo de España, de “su” España.

La Transición fue, en muchos sentidos, un paréntesis. Las derechas, muy rápidamente, tomaron nota de la situación y volvieron a exigir su derecho divino a gobernarnos. Su monarquía era esa, la continuidad del caudillaje. Unos se reconciliaron, otros no. Vox nos lo recuerda cada día. El anticomunismo de masas cuando la alternativa comunista ha desaparecido, significa, entre otras cosas, que se sienten ganadores; que el gran “puñetazo en el estómago” al sistema –como decía Mario Tronti- ya ha pasado. El objetivo es claro en todas partes, el miedo ha cambiado de bando y los que mandan quieren seguir haciéndolo sin resistencias. Adiós al siglo XX. No hay más que mirar el mapa de la Europa actual para saber hacia dónde se dirige el movimiento histórico real.

La caza y captura, la demolición planificada y sistemática, expresa muy bien lo que lleva ocurriendo con Pablo Iglesias y Podemos desde su nacimiento. A estas alturas, Pablo debe de saber que no perdonan; más moderado o más radical, irán contra él hasta el final. La pregunta es obligatoria: ¿por qué? El temor de los de arriba ha jugado y sigue jugando un gran papel. El 15M, ese movimiento inesperado y masivo, propició un cuestionamiento que las clases dirigentes políticas, económicas y mediáticas vivieron como una crisis radical. Al frente, unos muchachos jóvenes, formados y con experiencias diversas. Sobresalía Pablo Iglesias: discurso claro, solvencia política y coraje, mucho coraje.


Cuando Podemos nace, el mapa político cambia. Esta historia nos la han contado y la he contado muchas veces. La lucha contra la casta; la denuncia de una democracia demediada y crecientemente controlada por los poderes económicos; la crítica a la Unión Europea del euro, la denuncia de una corrupción sistémica iba unida a la necesidad de un proceso constituyente genuino que pudiera reconstruir un nuevo proyecto de país socialmente avanzado, democrático e igualitario.

Lo importante es tomar nota de que, desde el primer momento, la reacción contra Podemos y sus dirigentes fue brutal. A mayor expectativa electoral y social, mayores ataques. La trama oligárquica se hizo visible rápidamente. Las cloacas del Estado, los medios afines y la clase política pretendían demonizar primero, criminalizar después y, a ser posible, reducirlo a su mínima expresión política.

Podemos fue cambiando, haciendo política y moderando su discurso. La búsqueda de respetabilidad se convirtió en algo más que una respuesta a ataques sin fundamento. Sin embargo, las agresiones a Pablo Iglesias y su entorno siguieron. Era un mal ejemplo y debía ser castigado. Cuando se alcanzó el Gobierno, los ataques se multiplicaron exponencialmente y hoy asistimos al espectáculo de convertir a Pablo Iglesias de víctima a verdugo; es decir, transformar el “caso Villarejo” en el caso Pablo Iglesias. El objetivo está claro: romper el gobierno y obligar a Pedro Sánchez a realizar las políticas que los poderes económicos y la señora Calviño desean. Y más allá, emitir un mensaje claro y nítido, con el poder no se juega.

El caso Pablo Iglesias señala con mucha precisión un modo de gobernar que, durante siglos, ha impuesto la trama oligárquica que consiste en doblegar al enemigo y romper sus relaciones con las clases subalternas, con las clases trabajadoras. Reflexionando sobre el odio de clase, Anguita planteaba que el dirigente de la izquierda, el tribuno de la plebe, debería reforzar al máximo la coherencia entre el decir y el hacer, entre vida pública y privada, sabiendo que los poderosos siempre estarían disponibles para manchar su imagen pública. Esto implica sacrificios personales grandes; cosas que uno tendría derecho a hacer, no las puede hacer. La política marca una biografía y esta define una política.

Hay que ir más allá del hecho y ver la parábola histórica. No nos engañemos. Desmontar a Pablo Iglesias para convertirlo en un político al uso tiene un objetivo más profundo que va más allá del Secretario general de Podemos: matar la esperanza de que la política, la acción colectiva, puede ser una vía para la emancipación social de las clases trabajadoras, de los jóvenes, de las mujeres. Cada tribuno truncado, roto, entregado, es una señal para deshacer los vínculos que unen a la política con los y las comunes y corrientes. Esta es la dura lección que deben aprender aquellos que siguen pensando en la democracia del socialismo, en la igualdad sustancial y en la justicia: los que tradicionalmente han mandado, los que mandan de verdad, nunca aceptarán una democracia que ponga en peligro las bases materiales, políticas y morales en que fundamentan su poder. Ahora menos que nunca.

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