viernes, 22 de enero de 2021

Carta abierta dirigida al sr. Imbroda



Jorge Alcázar
Colectivo Prometeo


   Ahora que la tercera ola de la pandemia recorre la ciudad y las calles cierran antes, que los comercios agonizan en ausencia de la savia que los nutres y en nuestro pecho el miedo se agolpa al mismo ritmo al que los hospitales colapsan, los colegios siguen abiertos. 

   No importa lo que esté ocurriendo ahí afuera. Como en aquella canción de Pink Floyd, aquí cerramos cada mañana las puertas y entonamos en voz bajita el “is there any body out there”. Somos tan fuertes que fabricamos una nueva realidad para escapar de la enfermedad y la muerte; para vencer las miserias, la precariedad y las inseguridades. Somos sansones grandes y pequeños que huyen de “su” Dalila, pertrechados con mantas, abrigos y bufandas. Somos gentes de puertas y ventanas abiertas, que casi a pecho descubierto, en cada día buscamos una razón más para continuar. Náufragos de la anarquía en la que nos habéis sumido, somos inmunes al desaliento, a la humillación, al desprecio que desde arriba nos hacéis. Y todavía nos esforzamos para ser inmunes a la enfermedad, aunque aún no lo hayamos conseguido por curioso que os parezca. 

   Atrás quedaron los tiempos de encierro forzoso y realidades virtuales. Nuestra realidad hoy es de carne y hueso. Se fabrica a golpe de frío, de lloros, de pedradas. Nuestra realidad sabe a miedo, a adolescencia, a hartazgo; huele a peligro, improvisación, riesgo e ilusión. Nuestra realidad se mide en cantidades cortas de tiempo y largas de mascarillas y telas variadas. Tan cortas como los ojos que vienen, enferman y nos dejan; tan largas como las sombras de la preocupación, la soledad y el temor viciado de los espacios mal ventilados. Nuestra realidad cabe en aulas agigantadas a fuerza de quebrar alumnos y profesores. Aprendemos a contar sumando y restando el número personal, humano, de compañeros que se van partiendo al exilio de la enfermedad, al claustro del confinamiento, al luto de la tierra húmeda, y mientras por el camino empezamos a multiplicar las semillas que se esparcen por familias en forma de hermanos, padres, tíos, abuelos, conocemos las genealogías de los que se fueron y de los que todavía quedarán. 

A fuerza de trabajar, en el sentido más extenso de la palabra, el sentido del que se carece en los despachos acantonados de vosotros, prelados de corbata y brillantina, de asumirnos responsables –palabra descolgada de vuestros murales privados- hemos construido este pequeño mundo que huye. Esta metáfora de la locura que es el circo real que hay más allá de las cuatro paredes que sostienen pizarras, mapas y tablas periódicas. Somos una evolución del ser humano que a fuerza de querer crecer, aprendiendo del brazo de Vallejo, se cree bestia indomable, ajena al mal que ocupa por fuera lo que al colegio le sobra. Somos rebaño en mayoría que pretendéis pulir en inmunidad de rebaño, pobres tontos ingenuos. 

Y en esta compostura, mientras la ciudad se derrumba -citando al poeta, cuando las vidas que poseemos menguan hasta la única dimensión de lo que ocurre, de lo que nos está pasando a todos, sin abrazos ni besos, sin alegrías (la de estar sanos y vivos aún) mas tiesamente acongojados, un niño todavía alza una voz para atravesar con su oxígeno la tela escasa que lo separa del universo, y pregunta en clase; una maestra, pesada en la gravedad que porta, subraya el imperativo categórico del momento y sigue sentando cátedra; un papel cae de una papelera y alguna gota se escapa del aseo monodosis de nuestros días; un ser humano pregunta a otro: ¿hasta cuándo? y el tiempo se detiene dentro, que no fuera, para dejar de dividir la indigna dignidad de los que en su feudo nos han abandonado –entre ellos usted, señor Consejero- tiempo ha, en estas catacumbas que florecemos a golpes de aliento y viento, primavera en invierno, versos, cuentas y lecciones; balcones engalanados de una esperanza que hace falta, que ya falta y que va faltando todavía más, como tantas cosas faltan en la vida; de cielos claros, mañanas sonrientes, abrazos reprimidos como los castigos impúdicos no dados. Son las pequeñas hazañas del día a día de este babel heroico en el que los pupitres se separan idealmente mientras los tabiques se abren en la imaginación a cielos puros, nítidos, limpios. Macondo inmarcesible nuestro hábitat terrestre, nuestras paredes de libros, nuestras esquinas de ecos que repiten las lecciones. Pequeños retazos que luego, al sonar el timbre de la despedida, resuenan en frágiles fragmentos de tiempo que duran lo que el resto de realidades quiere, para languidecer en una estufa que apenas calienta, ante la moneda que ya mengua y viene menguando desde antes de que el tiempo fuera tiempo, para balbucearse así misma que mañana será otro día, que mañana todavía habrá un más. 

Puertas y ventanas abiertas que aquí no entra el mal, o al menos eso dicen, eso tenemos que decir, eso nos quieren decir. Puertas y ventanas abiertas para que aquí entren los nuestros, los de chándal, leotardo, bufanda, gorro, abrigo, gafa empañada, mascarilla, chusco y zumo, aquellos que lo necesitan más que nunca, casi más que el pan viejo que ya escasea escaseado. Puertas y ventanas abiertas para los que con su entrega y compromiso alardean de salud de hierro jugándose la propia aunque no esté, para enseñar las primeras letras de un alfabeto al que se le caen los palos a trompicones desconchados, para doblar los lápices sin punta. Puertas y ventanas abiertas para los maestros, estirpe adormecida allende estos muros que se transmuta en héroe coloreado para vestir de desvergüenza a los de arriba. 

Puertas y ventanas cerradas, a cal y canto, para estos. Por su cobardía, por su abandono, por no creer por lo que cobran sino aquello en lo que cobran. Puertas y ventanas y balcones y rendijas, y todo resquicio abierto, cerrados, tapiados a destajo frente a esa canalla –la suya, sr. Consejero- que huye, confunde y abandona. Todo este limbo cerrado para quienes no creen en la juventud -nuestra suya la de todos- y en sus futuros, en el trabajo honesto y la humanidad latente, para quienes destierran de los vocabularios públicos la palabra Pública y se ocultan tras sus privados despachos en venta, que así lo dicta nuestra autonomía de República de Centro. 

Y mientras tanto, no nos miréis. No oséis traspasar las republicanas murallas, aunque vuestra cobardía ejemplar ya os lo impida. Dejadnos en paz, poneros del perfil que os favorece, tan mal disimulado, y no estorbéis. Seguid con vuestras palabras gastadas, con vuestros gestos y rostros ocultos en la vergüenza que os precede; no nos digáis nada. Dejadnos vivir y morir en paz. Dejadnos en el olvido que nos habéis dado. Ya que poco más podéis dar, poco menos os pedimos. 






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