jueves, 27 de enero de 2022

La democracia como discurso para legitimar la guerra

 


Fuente:Nortes 

Manolo Monereo

Para Manuel Riesco Larraín, con los ojos abiertos y la mirada clara 

Es cosa del poder y de los Estados. Las guerras, los conflictos político-militares, las invasiones y colonizaciones de determinados países tienen que ser justificadas, argumentadas, razonadas, para intentar convertirlas en legítimas, o, al menos, intentarlo. El poder comunica mejor que nadie; crea alianzas múltiples y organiza amplias coaliciones que demuestren que el enemigo no merece nuestro respeto, no debe de ser reconocido y representa el mal. Razones las que se quieran. No son civilizados y tienen comportamientos que ofenden a nuestra dignidad; son idolatras y sacrifican seres humanos; no se dejan civilizar y rechazan nuestros valores; impiden la libertad de navegar y el libre comercio. Son enemigos del progreso; de nuestro insuperable modo de ver y organizar el mundo.

El racismo está mal visto. La inferioridad de las razas amarillas, negras, cobrizas no convence como antes. Viendo, además, el desarrollo de China, mejor no entran en valoraciones porque nos pueden situar en un lugar incómodo. Son autoritarios, propensos a la corrupción y no se dejan aconsejar. ¿Quién define los comportamientos buenos y malos, correctos o incorrectos?, ¿quién se arroga el derecho a reprimir y a castigar? Quién detenta y tiene poder para ello. En las relaciones internacionales esta fuerza que se impone política y militarmente es más descarnada, más visible, menos sofisticada y más burda. Aun así, tiene que ser legitimada. Al final, la ciudadanía es la que paga y pone los muertos, algo tendrán que decir.

 Hay que reconocer que los EEUU han hecho avanzar mucho el arte de convertir sus guerras de conquista en civilizadas formas de organizar el mundo y ordenarlo a su superior modo. La OTAN y la Unión Europea lo tienen en el centro de su discurso público: democracia y derechos humanos. Todo se hace, se justifica, se impone, en nombre de ellos y de su defensa. La otra cara: las intervenciones humanitarias. Hacer la guerra contra el terrorismo, contra los gobiernos que no aplican los derechos humanos, contra los Estados delincuentes. A un lado la democracia, la de verdad, la buena; al otro lado, el totalitarismo, el mal. El enemigo es totalitario; el amigo es demócrata. ¿Quién define la democracia como democracia y quién define los derechos humanos como derechos humanos? Quién tiene poder para ello, es decir, los Estados Unidos y sus aliados.

 

El poder de definición es centralmente punitivo y se impone como discurso disciplinario. Quienes no lo siguen son autoritarios, fascistas, enemigos de la libertad. Quienes dudan, cuestionan, critican, denuncian son lo peor de lo peor: quinta columna, tontos útiles, agentes. ¿Exageraciones?: abran sus televisiones, radios, redes y tomen nota de la casi unánime pasión de tanto tertuliano y tertuliana por justificar la guerra en nombre de los derechos humanos y de la paz. Yugoslavia, Afganistán, Irak, Libia, Siria, merecieron el mismo tratamiento por similares o parecidos operadores.

Hace unas semanas el Presidente Biden, tuvo a bien convocar una magna reunión sobre la democracia y sus enemigos. Hablar de fracaso quizás sea mucho, digamos que fiasco. Unos meses antes, es septiembre del 21, Robert Kagan, halcón entre halcones, viejo neocon republicano, devenido consejero de Hillary Clinton y compañero de aventuras ucranianas de la “vice” de relaciones exteriores de EEUU, Victoria Nuland, escribió un artículo en el The Washington Post, luego reproducido en medio mundo, donde advertía de que EEUU se encaminaba a una grave crisis política y constitucional que ponía en peligro la democracia y amenazaba con llevar al país de nuevo a la guerra civil. Señalaba directamente al expresidente Donald Trump como inductor omnipresente de esta enorme conspiración y ponía la fecha del 2024, elecciones presidenciales, como punto culminante en esta escalada fascistizante. 

La pregunta hay que hacerla: ¿hay alguna relación entre la crisis de esa singular democracia y la política imperial que EEUU organiza, mantiene y dirige? ¿Hay alguna relación entre un país que se encamina a una guerra civil inminente y el impulso belicista de un presidente que se niega a reconocer que el mundo está cambiando sustancialmente? EE UU se está convirtiendo en un problema para el mundo. Su declive se puede frenar, desviar y aplazar, pero el mundo unipolar hegemonizado por la Administración norteamericana no volverá. Harían bien en no olvidar la advertencia hecha por Zbigniew Brzezinski allá por el 2007 en un libro que se llamaba, no por casualidad, “La segunda oportunidad”. El mundo que viene se define por el “despertar global” y lo define así:

 “El despertar político global es históricamente antiimperial, políticamente antioccidental y emocionalmente antinorteamericano en dosis crecientes. Este proceso está originando un gran desplazamiento del centro de gravedad mundial, lo que, a su vez, está alterando la distribución global de poder con implicaciones muy importantes de cara al papel de EEUU en el mundo.”

 

Se dirá que los derechos humanos no se respetan en Rusia y China y que las libertades públicas no están garantizadas efectivamente en esos países. Discútase a fondo y sin prejuicios. Es más, sería bueno abrir un amplio debate público sobre los procesos de democratización política y social en los diversos países y sobre el efectivo ejercicio del autogobierno de las poblaciones; hacerlo sin dobles raseros y poniendo el acento en el modo de vida de las mayorías sociales. Lo que no se puede hacer es usar el concepto de democracia que imponen nuestras clases dirigentes para demonizar al enemigo geopolítico y convertirlo en instrumento discursivo que justifique la guerra. Si algo han demostrado las intervenciones militares organizadas y planificadas por los EEUU es que las guerras son siempre una violación masiva de los derechos humanos y que no sirven para imponer regímenes políticos democráticos.

Lo que se debería hacer desde Occidente, a mi juicio, es tener una visión más modesta sobre el funcionamiento real de sus democracias y no ir dando lecciones a los demás de cómo organizar sus sociedades y sus sistemas políticos. Como decía con mucha valentía Cristina Lafont en El País el pasado mes de noviembre: “Las democracias están en crisis… aunque en las sociedades democráticas siguen teniendo todos los derechos políticos formales de voto, libertad de expresión, etc. esos derechos ya no garantizan un poder real de influenciar las decisiones políticas”… “EEUU ya no es una democracia. Técnicamente es una oligarquía… “La situación en Europa no es muy diferente. La UE nunca fue un proyecto democrático. Nació como un proyecto de integración económica sin integración política y sus déficits se han criticado desde hace décadas. Pero lo que refleja la crisis actual es que, a consecuencia de dichos déficits, los países europeos están dejando de ser democracias también”.

Se abre una época histórica nueva y radicalmente diferente a la actual. La grandes civilizaciones humilladas y colonizadas durante siglos por las grandes potencias imperiales vuelven a ser sujetos autónomos y activos en un mundo que cambia aceleradamente. Nada será como antes. La responsabilidad de Europa es muy grande. Puede ser parte de lo nuevo que emerge o encadenarse a la defensa del mundo unipolar dirigido por los EEUU. El actual conflicto entre la OTAN y Rusia marcarán el futuro. Hay que definirse.

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