Héctor Illueca
Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
Adoración Guamán
Doctora en Derecho y Profesora de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social
Doctor en Derecho e Inspector de Trabajo y Seguridad Social
Adoración Guamán
Doctora en Derecho y Profesora de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social
La Unión Europea se ha construido a golpe de falacias. Desde su creación, con la Comunidad Económica Europea
en 1961, la defensa de la paz y de la libertad han aparecido como
objetivos idealizados, en un espacio supranacional aparentemente basado
en relaciones de igualdad y solidaridad entre los pueblos europeos. Este
ideal actuó como un potente cebo para la ciudadanía del sur de Europa,
muy especialmente la española, la portuguesa o la griega, que salían de
sus dictaduras con el ansia de entrar en lo que parecía el club de la
democracia y la prosperidad. A esta idealización contribuyó de forma
notable el publicitado crecimiento económico que en el ámbito de la
antigua UE-15 se produjo (en beneficio de unos más que de otros) durante
casi dos décadas y que dotó de legitimidad y de un atractivo innegable
al proyecto europeo.
No obstante, pronto se
demostró que aquel “club” no era garantía ni de la democracia ni de la
prosperidad, sino una trampa para inhibir la primera y arrumbar la
segunda. En realidad, y como veíamos en un texto anterior,
la trampa europea encubría una nueva colonización basada en relaciones
de fuerza y caracterizada por el dominio de los países del norte
europeo, fundamentalmente de Alemania. El Tratado de Maastricht y la
aparición del euro desencadenaron una guerra comercial que ha devastado
las economías de los países periféricos y lleva camino de hacer lo
propio con sus sistemas políticos, destruyendo la soberanía y
desmantelando el bienestar de los estados que se encuentran en
dificultades. Pronto se evidenció que aquella prosperidad había derivado
de un previo y continuado desarrollo económico y social conseguido en
el plano nacional por estados enmarcados en el constitucionalismo social
de posguerra, con dinámicas intervencionistas y planteamientos
redistributivos que la unión económica y monetaria ha eliminado por
completo. Se trata, en palabras de Emmanuel Todd, de la negación de Europa.
En este contexto, se antoja
imprescindible desbordar los márgenes impuestos y atreverse a plantear
la ruptura con las limitaciones que impiden el avance de un programa
realizable de transformación social. En nuestra opinión, la salida del
euro constituye una alternativa necesaria para recuperar la soberanía y
superar la gravísima crisis que atravesamos. Se trataría, junto con la
negación al pago de la deuda ilegítima, del primer paso de una
estrategia constituyente que pretenda el reequilibrio de la economía en
el marco de un desplazamiento del poder económico y social hacia el
Trabajo, situando al Estado en el puesto de mando de la economía.
La estrategia tiene numerosos
y diversos eslabones. De entrada, es previsible que la devaluación
monetaria provoque un incremento de la deuda externa, pues debería
liquidarse en una moneda mucho más valiosa que la nuestra y sería
imposible continuar satisfaciéndola. Por lo que respecta a la deuda
pública (alrededor de 300.000 millones de euros), parece ineludible la
suspensión de pagos y la realización de una auditoría pública para
asegurar una quita sustancial que aligere el aplastante peso de la deuda
sobre nuestra economía. En particular, consideramos que debería
declararse ilegítima la contraída por el Estado en la reestructuración y
rescate del sistema financiero, que ha supuesto una obscena
socialización de las pérdidas acumuladas por la banca en la financiación
de las burbujas bursátiles e inmobiliarias.
Por lo que respecta a la
deuda privada, los bancos estarían bajo presión y tendrían que afrontar
quiebras. Las tensiones que experimentaría el sector financiero harían
insoslayable la nacionalización del mismo y la creación de una banca
pública con el fin de garantizar los depósitos y asegurar una
financiación estable a las pequeñas y medianas empresas. Además, y
fundamentalmente, el control público del crédito haría posible afrontar
los desequilibrios de fondo que han provocado la crisis, convirtiendo la
banca pública en un instrumento clave para revertir la financiarización
de la economía y transitar de un modelo dependiente basado en la
especulación a un modelo basado en la economía real, productiva e
industrial.
En paralelo, el Estado
debería nacionalizar los sectores estratégicos (servicios públicos,
transporte, energía y comunicaciones) y promover una política de
inversiones públicas que, manteniendo la protección y defensa del medio
ambiente como pilar fundamental, contribuyese a modificar y renovar la
estructura productiva del país, deteniendo los procesos de
desindustrialización y especialización productiva que derivan de una
inserción asimétrica en la economía europea. Como han destacado algunos
autores, la crisis económica está provocando un preocupante deterioro de
nuestra capacidad productiva motivado por la debilidad de la actividad
inversora, la descapitalización del tejido industrial y la
descualificación de la fuerza de trabajo, ahondando la fractura
productiva que separa al centro de la periferia[1]. En este contexto, la reconversión del modelo productivo deviene una tarea urgente, so pena de embocar una rápida y dramática transición al subdesarrollo.
En definitiva, se trata de iniciar una trayectoria de crecimiento
diferente, caracterizada por la intervención pública en la economía, la
colaboración de un sistema bancario público y el respeto al principio de
sostenibilidad ecológica.
Como correlato de lo
anterior, la estrategia constituyente tendría que abordar dos aspectos
cruciales para detener y revertir la ofensiva neoliberal: una reforma
fiscal progresiva y una profunda reestructuración del mercado de
trabajo, como expresión de una nueva racionalidad económica que sirva a
los intereses de la mayoría social. En efecto, la extensión de la base
imponible a los sectores más poderosos y la persecución del fraude
fiscal permitirían expandir el gasto público y mejorar las prestaciones
sociales, especialmente sanidad y educación, que han sufrido un
importante deterioro a causa de los recortes presupuestarios. Del mismo
modo, harían posible la reorganización del sistema de pensiones
transfiriendo recursos de los presupuestos generales del Estado para
garantizar la sostenibilidad del sistema y el poder adquisitivo de las
prestaciones[2].
En lo que atañe al mercado de
trabajo, urge una respuesta contundente y efectiva a la emergencia
social provocada por la situación de paro y precariedad generalizados,
otorgando a la legislación laboral un necesario protagonismo político.
De entrada, nos enfrentamos a la necesidad de desandar el camino andado
durante las dos últimas décadas, retomando la creación de empleo decente
como eje nuclear de la política económica. En este sentido, las últimas
reformas laborales aprobadas por el PSOE (2010-11) y el PP (2012-13)
deben ser expresamente derogadas. Las nuevas normas laborales deberían
incentivar la creación de empleo decente, estable y con salarios dignos,
mejorar las condiciones de trabajo, prestando una atención especial a
la igualdad efectiva entre mujeres y hombres, a la corresponsabilidad y a
la inserción laboral de la juventud así como reforzar la negociación
colectiva. Partiendo de esta base, una de las estrategias para combatir
el paro que permite una salida progresista y solidaria a la grave
situación actual es la reducción de la jornada laboral de manera
generalizada para facilitar la colocación de los trabajadores
desempleados. Esta medida estratégica debería complementarse con un
incremento significativo del salario mínimo interprofesional y con la
extensión de la protección por desempleo, a fin de contrarrestar los
efectos más nocivos del ajuste interno y alumbrar un modelo diferente de
distribución de la riqueza producida por la sociedad.
En los anteriores párrafos
hemos resumido la estrategia que, en nuestra opinión, permitiría superar
la dinámica colonial en la que nos encontramos tras la implantación del
euro. Por supuesto, el empleo del término “constituyente” tiene un
significado preciso y congruente con la hoja de ruta anteriormente
esbozada: la clave es impulsar un proceso constituyente para realizar
una transición democrática completa, que solvente las graves carencias
arrastradas desde la dictadura y que refleje un nuevo equilibrio de
fuerzas entre clases y entre géneros. No puede haber un reequilibrio de
la economía a favor de los trabajadores sin una profunda transformación
del Estado en un sentido republicano, plurinacional y democrático, con
pleno respeto al derecho a decidir de los pueblos. Una transformación
que refleje una gran alianza político-social para sustituir mecanismos
de gobierno ineficientes y corruptos por la transparencia y la
participación popular permanentes. Esta alianza existe de manera
potencial en nuestra sociedad y podría materializarse si las izquierdas
políticas y sociales se aglutinasen en un giro radical alrededor de una
estrategia constituyente que dispute la hegemonía a la oligarquía.
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