Alberto y Julio en un Foro del FCSM Córdoba |
Digamos adiós a la Izquierda pija
Alberto Garzón
En España la campaña
electoral estadounidense se ha podido seguir con notable dificultad. Es
verdad que no han faltado minutos de atención mediática, pero sí ha
faltado situar bien el foco. La mayoría de los medios de comunicación se
han centrado, día tras día, en los aspectos más espectaculares y
llamativos, tales como el uso ofensivo del lenguaje de Trump, más que en
el aspecto sustantivo, como las propuestas económicas que ofrecían
ambos candidatos. En la hipermodernidad, como la define con buen
criterio Gilles Lipovetsky, lo que más llama la atención no es siempre
lo más importante. Y en esas condiciones es ciertamente complicado
hacerse una idea del por qué un multimillonario machista, xenófobo y
engreído ha podido vencer en la contienda electoral.
Durante toda la campaña
electoral, Donald Trump ha centrado su discurso en atacar al
establishment político como responsable de la corrupción, de poner el
dinero del pueblo americano en los bolsillos de las grandes empresas y
de aprobar tratados internacionales que destruyen fábricas y empleos y
deslocalizan el aparato productivo y la fuente de riqueza del país. En
suma, de empeorar la vida de la clase trabajadora de Estados Unidos.
Esta terminología que acabo de usar está literalmente extraída de sus
discursos; no es una adaptación al gusto. En efecto, D. Trump no es un
neoliberal al uso. No es Ronald Reagan, por decirlo así, y por eso un
dirigente republicano como George Bush anunció no haberle votado. Si
tuviéramos que encontrar alguna similitud tendríamos que retrotraernos
al fascismo corporativista de los años veinte y treinta del siglo XX.
Pero aun así, la duda asalta: ¿por qué ha ganado?
Sin duda las
transformaciones económicas de las últimas décadas nos permiten entender
mejor este fenómeno que, sin embargo, no es el único (el Brexit pero
sobre todo el auge de la extrema derecha en Europa son fenómenos muy
relacionados). En efecto, lo que hemos conocido como globalización
neoliberal ha provocado transformaciones muy profundas en la estructura
productiva y social de las sociedades occidentales. Esta globalización
ha consistido, en general, en más competencia económica, cultural y
política. Y ello ha producido una nueva división: entre ganadores y
perdedores de la globalización.
Lo que ha ido quedando atrás
ha sido el modelo keynesiano, con su Estado social o del Bienestar. En
él los trabajadores y las empresas construían sus vidas en un entorno de
certezas y de protección estatal, con una economía mundial altamente
regulada en sus niveles financieros y productivos. Las reformas
iniciadas desde los años setenta y ochenta catalizaron las
transformaciones económicas, llevando a un incremento de la competencia
en todos los niveles. La vida y el trabajo estable daba lugar a un
contexto donde el concepto dominante es la flexibilidad. Vidas y
trabajos cada vez más precarios, inestables, inciertos… ¡Hasta el
carácter se corroe, como nos recuerda Richard Sennet!
Pero eso no ha afectado a
todo el mundo por igual. Por ejemplo, las empresas y trabajadores
cualificados más expuestos a la globalización han salido ganando porque
han visto incrementar su mercado y posibilidades, mientras que las
empresas y trabajadores cualificados otrora no expuestos a la
globalización o los trabajadores no cualificados en general han sido
duramente afectados como perdedores de la globalización. En el caso de
estos últimos, con mucha dureza debido a la fuerte presión competitiva y
al fracaso del llamado ascensor social –la posibilidad que tienen los
nacidos en un estrato social bajo de aspirar a mejores puestos de
trabajo y remuneraciones. Estos fenómenos se han dado en todo el mundo,
en mayor o menor grado, pero han variado según las singularidades de
cada país.
Ya de una forma
relativamente temprana, en 2008, Hanspeter Kriesi y otros autores (West
european politics in the age of globalization) supieron ver que estos
fenómenos acabarían llevándose por delante el sistema de partidos en
todos los países occidentales. Según ellos la paradoja política de la
globalización estribaba en que aunque la causa sea global, la solución
tiende a articularse a nivel nacional y en forma de cambios radicales en
el seno de los partidos o, más probablemente, en nuevos partidos que
aprovechan una «ventana de oportunidad» (en efecto, el concepto era ya
ese). Según ellos los fenómenos económicos y sociales que se situaban al
margen de los partidos –como la globalización- los obligarían a
reconfigurarse en nuevas formas y relaciones y en torno a nuevos
problemas vinculados a la división entre ganadores y perdedores de la
globalización.
Por eso cabe descartar los
análisis simplistas, vengan de donde vengan. No se trata de una simple
pugna entre partidarios del libre mercado y partidarios del
proteccionismo como tampoco lo es entre capitalistas y trabajadores,
religiosos y ateos o nacionalistas y cosmopolitas. Hay un poco de todo, y
requiere análisis serio. Por ejemplo, no es cierto que la clase
trabajadora estadounidense haya votado en masa a Trump, porque entre
otras cosas también los latinos y los negros son en gran medida clase
trabajadora. Pero sí es cierto que el discurso de Trump ha tenido una
conexión esencial con el mundo blanco del trabajo, el más afectado por
la globalización neoliberal, y de donde ha extraído millones de votos.
Pero ojo, no sólo se trata del mundo del trabajo puesto que también las
grandes empresas otrora protegidas y ahora expuestas al mercado
internacional están en las mismas posiciones. El caso de la empresa
textil New Balance, cuyas zapatillas se han convertido para los
anti-Trump en objetivo político, es representativo. Hay pocos sectores
más interesados que el textil (empresarios y trabajadores) en reducir la
competencia económica internacional con nuevas formas de proteccionismo
económico.
Ahora bien, lo que tienen en
común los quema-zapatillas y los analistas liberales es su falta de
comprensión, cuando no directamente de desprecio, hacia la realidad de
la clase trabajadora. Quizás revele una suerte de elitismo, o quizá de
ignorancia, pero ese es, en efecto, el principal problema de la
izquierda ante fenómenos como los que estamos viviendo.
Analistas liberales como
Dani Rodrick han reconocido este hecho también desde muy temprano,
sugiriendo que una globalización no regulada tendría como consecuencia
directa el crecimiento de la rabia y la frustración social. No hace
falta que me detenga en la obra completa de un pensador que es, subrayo
de nuevo, liberal. En resumen, Rodrick ha insistido en que estas fuerzas
desatadas serían incontrolables política y socialmente, y ha culpado
directamente a la izquierda de no estar a la altura. Creo que, en este
punto, tiene razón. También en los últimos días la socióloga Eva Illouz
ha abundado en esta hipótesis. Según ella la llamada nueva izquierda se
dedicó a temas importantes –imprescindibles, diría yo- como las nuevas
demandas civiles de las minorías y del feminismo y ecologismo pero a
costa de abandonar a los segmentos más desprotegidos de la clase
trabajadora. Al cabo de un tiempo ésta parecía tener comportamientos
inentendibles para una izquierda que, en suma, se había hecho élite.
Esta denuncia es, a mi juicio, también correcta. Y es coherente tanto
con la tesis de Ronald Inglehart sobre la desmaterialización de la
izquierda (despreocupada cada vez más de las cuestiones materiales) como
con la tesis de Owen Jones acerca del abandono que la izquierda ha
sometido a los estratos sociales más bajos, los llamados chavs.
Nuestro país tiene una
singularidad adicional, muy vinculada a la transición. A pesar de tener a
uno de los movimientos obreros más fuertes de Europa, en España la
izquierda abandonó en los setenta la prioridad de construir alternativa
en el tejido social. En efecto, Santiago Carrillo desmontó la estructura
organizativa del Partido Comunista y que hasta entonces se articulaba
sectorialmente y con una fuerte presencia en los barrios populares. En
su lugar dejó una organización estructurada en paralelo a las
circunscripciones electorales, de tal modo que el mensaje era claro: lo
importante eran las instituciones, esto es, presentarse con éxito a las
elecciones. En aquellos años se sentaron las bases de una izquierda
institucionalizada, dedicada casi en exclusiva a la gestión, y cada vez
más desconectada de la realidad concreta de la clase trabajadora. Una
clase que, además, se fragmentaba cada vez más como consecuencia de las
reformas neoliberales de los gobiernos de los 70s y 80s. La izquierda,
como estrategia, tendía a refugiarse en universidades e instituciones
políticas. Mientras la realidad, por decirlo así, caminaba por otra
parte. Naturalmente miles y miles de militantes mantuvieron su conexión
con la realidad del pueblo y de la clase, y gracias a eso es por lo que
aún existe izquierda digna de tal nombre en nuestro país.
En estos días nos han dicho
que desde Unidos Podemos somos igual que Trump. Es radicalmente falso, y
más aún en este punto. Desgraciadamente estamos lejos de llegar a la
clase trabajadora realmente existente (y con este realmente existente
pretendo desvincular la realidad material de la clase con la liturgia
que acompaña todo llamamiento a la clase; ¡como si decir clase cien
veces nos hiciera clase o acaso marxistas!). Alguno podría pensar que
todo comenzó con la transición, pero no es cierto: el problema venía de
muy atrás. En realidad, la izquierda nunca ha representado del todo bien
a la clase que dice representar. Todos los datos empíricos señalan la
profunda brecha que separa a la izquierda europea de la clase
trabajadora (en cualquiera de sus acepciones, estrecha o amplia). Hay
una fuerte relación entre los trabajadores que tienen conciencia de
clase, esto es, los que ideológicamente se sitúan en la izquierda; pero
la gran masa de trabajadores o bien pasa de la política o bien vota a la
derecha. Y esto era tan aplicable al PCE de los ochenta como a Podemos o
IU del 2014.
En nuestra España actual la
cosa sigue igual. Aún hoy el 21,2% de las personas desempleadas vota al
PP o Ciudadanos, el 11,7% al PSOE y el 18,7% no vota. Nuestro espacio
político, Unidos Podemos, recoge el 13,4% de voto del conjunto de
desempleados. Otro dato para la retina: el 20% de los votantes de
Ciudadanos carece de ingresos. Podríamos abundar en otros datos, pero la
sangre brota de la herida ya de forma suficiente.
La solución, en breve, no es
representar al pueblo. Es ser pueblo. La solución no es que desde
púlpitos acreditados, y tras debates escolásticos dignos de la
autocomplacencia más pija, se propongan recetas mágicas para el juego de
la representación institucional. La única forma posible de evitar la
barbarie, sea en la forma de Trump, LePen o cualquier otra, es descender
del reino de los cielos al reino más mundano de la vida cotidiana.
Nuestro objetivo es convertirnos en conflicto, que es la cristalización
de las contradicciones del sistema y de la globalización, y
autoprotegernos y autoorganizarnos como clase, como víctimas de la
crisis. La clase se expresa también en nuevas fórmulas discursivas y de
tono, de la misma forma que tiene otras manifestaciones culturales que
van más allá del indie y de la tribu hipster.
Nuestra clase no son sólo los trabajadores de cuello azul, sino también
las mujeres que realizan trabajos de cuidados sin remunerar o los
jóvenes habituados a las nuevas tecnologías pero no al empleo. Por citar
algunos ejemplos concretos. Todos ellos, todos nosotros, exigimos una
izquierda a la altura del momento histórico. Unidad, organización y,
sobre todo, praxis. Sin filosofía de la praxis seremos todos unos pijos
sin utilidad.
2 comentarios:
<<<La única forma posible de evitar la barbarie, sea en la forma de Trump, LePen o cualquier otra, es descender del reino de los cielos al reino más mundano de la vida cotidiana.<<<
En el reino de los cielos anda desde hace muchos años la izquierda dando volteretas. Sobre todo desde que cayo el muro de Berlin.
Haber si es capaz de una vez por todas de crear una alternativa al capitalismo. Sin ella andamos como pollo sin cabeza.
Un pésimo análisis. Y una clara muestra de que los que se llaman "izquierda", en realidad, actualmente, son parte de los pilares del sistema del Capitalista, y les gusta. Maldad en estado puro. Injusticia y crueldad en estado puro.
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