lunes, 17 de diciembre de 2018

Las fosas de la Transición:los pioneros extremeños de la Memoria


 Manolo Cañada
 “En casa de la carnicera se venden huesos rojos para el cocido”: así reza la pintada que alguien ha estampado frente al domicilio de Felisa Casatejada. Felisa regenta una carnicería en Casas de Don Pedro, un pequeño pueblo de la provincia de Badajoz. En la localidad se ha producido una inquietante revolución: los vecinos han conseguido exhumar la primera fosa común de fusilados republicanos desde la guerra civil. Es 13 de mayo de 1978, nace allí el primer movimiento por la memoria histórica, que se extenderá por toda Extremadura.
     Hubo otro 78, hubo otra Transición, distinta a la fábula oficial, al cuento de hadas que se intensifica estos días con motivo del cuarenta aniversario de la Constitución. La narración del poder nos habla de padres de la patria, de borbones providenciales, de consenso y cambio pacífico. Un relato edulcorado en el que está prohibido mencionar las palabras represión, miedo y movilización popular. Pero la transición no puede entenderse sin ellas. Sin los 188 asesinatos provocados por la violencia institucional entre 1976 y 1983 (Mariano Sánchez Soler), sin la tutela y amenaza permanente de los poderes fácticos. Y tampoco sin la lucha constante de los movimientos populares, cuya expresión más genuina será, durante esos años, el movimiento obrero, que protagoniza “el período de conflictividad más intenso de toda Europa”, como nos recuerda Emmanuel Rodríguez.
     Es en ese contexto de hervidero popular, de poder constituyente en ciernes, donde fructifica el movimiento que lucha por la dignificación de los represaliados del franquismo y por el rescate de la memoria. Entre 1978 y 1983, sólo en Extremadura, serán 37 los pueblos en los que se exhumen las fosas comunes, desafiando a la extrema derecha, a las presiones gubernativas y policiales, e incluso a la actitud pasiva o renuente en las direcciones de los principales partidos de la izquierda. Un potente movimiento popular, precursor en la reivindicación de la memoria histórica, pero que, sorprendentemente, es hoy prácticamente desconocido, quizás porque su simple recuerdo desestabiliza el relato tramposo de la transición. “Curiosamente” la memoria sobre el primer movimiento de la memoria brilla por su ausencia.


La transición, como apuntará Emilio Silva, “se fundamentó en un pacto de silencio y olvido con respecto al pasado”. Un pacto, con tres pilares: amnistía, amnesia y equidistancia. La ley de amnistía del 77 constituirá un despropósito mayúsculo, que acabará amparando incluso a los torturadores de la Brigada Político Social o legalizando las incautaciones –el robo- a centenares de miles de familias republicanas. “Pensar que el mundo de los vencedores estaba amnistiando al mundo de los vencidos, después de la perpetua venganza que fue el franquismo, suena a broma pesada; y pensar que los vencidos estaban amnistiando a los vencedores, sin que nadie hasta el momento hubiese establecido nada sobre los delitos por ellos cometidos, resulta absurdo(Francisco Espinosa).

      Pero no hay ley ni conciliábulo capaz de ocultar un genocidio como el que provocó el fascismo en España. El historiador inglés Paul Preston lo denominó por su nombre preciso: holocausto, exterminio sistemático. Holocausto que escribirá en Extremadura algunas de sus páginas más sanguinarias, como el reguero de crímenes de la columna de la muerte, la matanza de Badajoz o las represalias tras la caída de la Bolsa de la Serena.
      El “paseo” y la fosa común serán los procedimientos predilectos en este plan de exterminio. Que se los trague la tierra, que no quede de ellos ni la memoria, que no se sepa siquiera si fueron o no eliminados, que los familiares no tengan donde velarles. La fosa común es “una sofisticada tecnología de producción de terror” (Francisco Ferrándiz), una herramienta que persigue “anular física y políticamente al adversario”, romper las familias e instaurar el miedo permanente en la comunidad. Y vaya si lo consiguieron. El 16 de mayo de 1939 se produce la matanza en Villarta de los Montes. En 1982, Eduardo Guzmán recoge en Tiempo de Historia el relato de los vecinos del pueblo: “Los veintitrés muertos de las dos «joyas» quedaron sin enterrar semanas y semanas, dejando que los devorasen los perros y las alimañas. A mediados de junio un teniente que llegó al pueblo, horrorizado al ver en Villarta a un perro con una pierna humana, ordenó que se sepultasen los restos de las víctimas. Fuimos familiares quienes tuvimos que hacerlo. Pero no se nos permitió trasladarles al cementerio del pueblo ni colocar una lápida o una cruz sobre sus tumbas. Durante siete largos lustros persistió esta prohibición”.
    Ya en la transición el grito preferido de los jóvenes cachorros de Fuerza Nueva seguirá siendo “Rojos al paredón”, el eco indeleble de la infamia de las fosas comunes, la representación más exacta sobre la condición asesina del fascismo. Pero en las cunetas de Extremadura y de España hay demasiada dignidad, demasiado excedente utópico como para pretender ahogarlo en miedo y olvido. Y, así, el olvido se va llenando de memoria, pueblo a pueblo.

Casas de Don Pedro, los pioneros

Todo se hunde en la niebla del olvido

pero cuando la niebla se despeja

el olvido está lleno de memoria.

Mario Benedetti

“A la derecha les cogió dormidos”. Así lo recuerda Santiago Mijarra, una de las personas que participó más activamente en “el traslado de los restos”, como entonces se llamaba popularmente a las exhumaciones de los republicanos asesinados. Su padre, Santiago Mijarra, y Julián Arroba consiguieron huir del pelotón de fusilamiento la noche del 25 de abril de 1939. Lo que ocurrió más tarde lo cuentan los historiadores Benito Díaz y José Ignacio Fernández Ollero en Mujeres y hombres de la sierra: “El 27 de mayo, a las cuatro de la tarde, paró un camión delante de una casa habilitada como cárcel donde se encontraban varios presos republicanos. Hicieron subir a tres mujeres: Rita Moñiño Gómez, Cecilia Emilia García Rubio, de 24 años, esposa de Santiago; Petra Eloísa Talaverano Soto, de 23 años, esposa de Julián Arroba y además a Ángel Serrano Gallego y a Pedro Talaverano Soto. A dos kilómetros del pueblo fueron ejecutados en el sitio llamado las Parideras, después de haber sido torturados”. Santiago Mijarra, hijo, será uno de los motores del movimiento que está naciendo. Es electricista de profesión y desde principios de los años setenta se ha implicado en las luchas de las comisiones obreras en Madrid, la ciudad donde ha emigrado toda la familia y otros muchos vecinos del pueblo, como José Casatejada, el hijo de Felisa, la familia de quién partirá la primera iniciativa de apertura de las fosas comunes.

Paloma Aguilar, la historiadora que, junto a Guillermo León, más ha investigado este primer ciclo de exhumaciones, reconstruye las raíces del acontecimiento: “Todo comenzó en 1976, en una de las visitas periódicas que la familia de José Casatejada hacía al pueblo. Su padre le había contado en multitud de ocasiones que sus hermanos (Julián y Alfonso) estaban enterrados en la finca de Las Boticarias. Aquel año se quedó mirando fijamente el emplazamiento de la fosa y le dijo: “hijo, ahora que ha muerto Franco y las cosas están cambiando, ¿crees que sería posible sacar a tus tíos de allí y enterrarlos en el cementerio?, a lo que el hijo respondió que al menos tenían que intentarlo”.

 
Comienza de ese modo la proeza, aún agarrotados por el miedo de los últimos fusilamientos del franquismo en 1975. Empieza el calvario de los despachos, la ilación de las pequeñas y a veces insospechadas alianzas, la inteligencia para aprovechar los resquicios legales. Y, sobre todo, la tenaz apelación a la dignidad y a la memoria del pueblo. Por tres veces (8 de noviembre de 1977, 30 de enero y 7 de abril de 1978) Felisa Casatejada se dirige por escrito al gobernador civil reclamando la autorización para realizar la exhumación y, de ese modo, poder dar a sus hermanos “cristiana sepultura en el Cementerio Católico de esta Villa”. El gobernador ha puesto la condición de que “no se aproveche el acto de traslado para hacer una manifestación política”. Y, según el testimonio de familiares que recoge Paloma Aguilar, destacados dirigentes del PSOE (Rodríguez Ibarra y Hernán Cortés Villalobos) han tratado de convencer a Felisa y José Casatejada de que no se lleve adelante la exhumación, porque “era muy peligroso” y “estaba todo muy reciente”. El gobernador civil convoca a Felisa en su despacho de Badajoz, al que acude días más tarde acompañada de su marido. Allí, les prohíbe, “de forma tajante, cualquier tipo de manifestación de contenido político y la exhibición de todo tipo de símbolos partidistas”. La historiadora reproduce el testimonio de Felisa Casatejada: “No saquen las banderas, no digan ningún viva fulano, ni viva beltrano, vivas no quiero ninguno, porque ustedes van a ir muy vigilados; aunque usted no vea a la Guardia Civil, la Guardia Civil la va a estar viendo a usted; y si dicen algún viva o llevan alguna bandera, conste que usted pagará, a usted la cogen y usted pagará”. Estamos en el alabado año 1978, ya se han celebrado las primeras elecciones democráticas, pero el miedo sigue bien vivo. Felisa no se atreve a replicar al gobernador pero en toda una vida de sufrimiento ha aprendido las tretas del débil, el coraje emboscado tras la aparente aceptación. Cuando sale del despacho, su determinación es clara: “¿Cómo perros? ¡Ya los mataron como perros! Así no”.

     El alcalde, el cura y los dueños de la finca Las Boticarias han prestado su conformidad, apoyos que serán fundamentales para el éxito de la iniciativa. El 13 de mayo de 1978, bien temprano, comienza la búsqueda con una excavadora. A las 13:10 aparece una bota y después los primeros huesos del crimen. La rabia y la emoción se funden. Al final de la tarde tres ataúdes están repletos de huesos y enseres de los asesinados, la prueba de la escabechina realizada (como ha demostrado concienzudamente Fernando Barrero Arzac, en ese emplazamiento fueron fusilados el 15 de mayo de 1939, 51 personas, entre soldados del campo de concentración de Zaldívar y vecinos de la localidad). Los restos serán velados dos noches en el campo, del mismo modo que, meses después, en julio, durante la segunda exhumación, serán custodiados en la entrada del pueblo por la carretera de Talarrubias. “Pasamos la noche allí, toda la familia, todos los que pudieron acudir. Había rumores de que iba a venir un grupo de extrema derecha”, recuerda Santiago Mijarra. La presión de los sectores ultraderechistas de la comarca y la provincia hacia el alcalde y el cura es grande. Pero la firmeza de las familias y la adhesión de los vecinos serán aún mayores y vencen. A la mañana siguiente, 39 años después de la matanza, los féretros recorren las calles del pueblo a hombros de las familias, cubiertos por banderas socialistas y comunistas y acompañados por más de 600 personas.
El pueblo desentierra sus muertos. La Guerra civil acabó en Casas de Don Pedro, un pueblo cualquiera de Badajoz, el 15 de mayo de 1978”, así iniciaba su crónica José Catalán Deus, el reportero de Interviú, único medio de comunicación que informó del acto. En los periódicos regionales, que recogen habitualmente incluso las noticias más triviales –de ahí que se les suela calificar con cierta sorna como hojas parroquiales- no apareció ni una sola letra. Ni de esta ni de la inmensa mayoría de las 37 exhumaciones realizadas a lo largo de los cinco años siguientes. El historiador Guillermo León realizó un estudio minucioso sobre el tratamiento informativo que recibieron en el diario Hoy entre 1977 y 1982. De las nueve noticias aparecidas en ese tiempo, sólo dos superaban las 150 palabras y sólo en una de ellas se acompañaba de una fotografía, amén del discurso común a todas ellas, elusivo sobre el significado de los actos y descontextualizado. “La prensa regional jugó un papel silenciador, similar a la de tirada nacional”, concluía la investigación. A pesar de la trascendencia que la guerra civil había tenido en la provincia de Badajoz, tanto “por la magnitud de la represión franquista” como por el hecho de “ser escenario bélico hasta marzo de 1939”, se decretó el silencio en la prensa regional y estatal. Como afirma el antropólogo Francisco Ferrándiz, “Interviú fue el único canal de expresión que existía en España en aquellos años para hablar de eso”. Décadas más tarde, cuando disertar sobre la memoria histórica no sea ya un trance embarazoso, algunos políticos e historiadores intentarán desacreditar esa labor de Interviú, a toro pasado, tildándola de sensacionalista. Ojalá hubieran tenido entonces, en aquellos años de ocultación, el coraje cívico y la honestidad que demostraron periodistas como José Luis Morales o José Catalán Deus.

El pulso de la memoria. Torremejía: embargando vacas, fortificando olvidos

    La apertura de las fosas en Casas de Don Pedro y la publicación en una revista de amplia difusión como Interviú suponen un revulsivo enorme para el incipiente movimiento de la memoria en Extremadura. En La Rioja, Asturias o Galicia se abren paso iniciativas similares e incluso en alguna, como Navarra, las exhumaciones cuentan con el apoyo de los párrocos locales.
El embrionario movimiento es uña y carne con las luchas populares que se despliegan en la región y en todo el país. Los emigrantes extremeños curtidos en el emergente movimiento obrero, los albañiles o los vendimiadores que protagonizan las huelgas de los 70, los campesinos que ponen en pie las guerras del tomate o del pimiento, los colonos que se oponen a la aberración nuclear, serán quienes alcen en sus pueblos la enseña de la memoria antifascista. La manifestación que se celebra el 14 de agosto de 1977 en Badajoz expresa bien esa sinergia de reivindicaciones populares; a la convocatoria asisten más de 9.000 personas - según el diario Hoy- y en ella se anudan la oposición a la central nuclear de Valdecaballeros, la reivindicación de la bandera y autonomía extremeñas y la memoria de la matanza de Badajoz.
“El sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida misma, cuando combate”, escribió Walter Benjamin. El melón de la transición está abierto y la memoria se sitúa como un asunto crucial que alimenta y se alimenta de las luchas del presente. “Yo creo que en España este problema de la ocultación y de la guerra civil, es muy concreto y está muy politizado. Diré, metafóricamente, que el pacto de la Moncloa implica el olvido”, afirmará con lucidez el controvertido Jorge Semprún. O reforma continuista con el franquismo o ruptura democrática, ese es el dilema que se dirime en cada artículo de la Constitución o en cada huelga, pero también, milímetro a milímetro, en cada fosa común, en la reparación de quienes dieron su vida por la libertad y la justicia. Al cabo de unos meses se produce la siguiente exhumación en Orellana la Vieja y otras familias comienzan a organizarse en Valle de la Serena, en Quintana o en Medina de las Torres. El movimiento que naciera en la comarca de la Siberia empieza a desplazarse hacia la comarca de la Serena, las Vegas o Zafra.
    En Valle de la Serena, un pueblo de poco más de 1.200 habitantes, se recogerán en marzo de 1979 los restos de 70 víctimas. La iniciativa la ha tomado un grupo de familias, como en casi todos los casos, y los jóvenes más combativos, muchos de ellos a caballo entre el pueblo y la emigración. Luis Valor es uno de ellos, que por entonces trabaja, como Paco Farina y tantos otros, en el País Vasco. “La iniciativa y el peso fundamental lo llevaron las familias, los jóvenes jugamos más un papel de acicate”, recuerda Luis. En el Valle, a pesar de que no hubo ni una sola víctima entre los vencedores durante la guerra civil, la represión había sido salvaje. El 11 de agosto de 1938, tras el cierre de la Bolsa de la Serena, fusilaron al último alcalde republicano y “las sacas” continuaron durante prácticamente un año. Para mayor humillación, como relata Laura Muñoz en su tesis doctoral sobre la represión franquista, “la ejecución fue celebrada posteriormente por los perpetradores con una caldereta en un cortijo”.
    La comisión organizadora de las familias y jóvenes reconstruirán el listado completo con la fecha exacta del fusilamiento de cada uno, exhumarán las cuatro fosas existentes y construirán el memorial. Pero para ello tendrán que eludir la tremenda presión tanto de los grupos de ultraderecha de la comarca como de las fuerzas de orden público. “La guardia civil se presentó al segundo día a tratar de impedir la apertura de la fosa. Nos dijeron que no se podía excavar. Nosotros le dijimos que no íbamos a parar, que sólo había una forma de que parásemos, que es que hicieran con nosotros lo mismo que hicieron en el 39, pegarnos un tiro. Y además que una parte del trabajo ya lo tenían hecho, porque las fosas ya las habíamos abierto”, recuerda Luis Valor.
     A lo largo de 1979 se multiplica el número de pueblos que se suman al movimiento: Barcarrota, Calamonte, Burguillos del Cerro, Quintana de la Serena… En la finca El Almendral, de Oliva de Plasencia, se recuperan los restos mortales de seis republicanos, entre ellos los últimos alcaldes de Plasencia, Julio Durán, y de Malpartida, Pedro Mirón; los féretros recorren las calles a hombros de familiares y militantes, acompañados de un silencio sobrecogedor, que habla por sí solo. Los muertos negados, humillados durante décadas, comparecen de nuevo y el pueblo se mira en su ejemplo de dignidad.
    La elección de los ayuntamientos democráticos estimula los procesos de exhumación, pero las zancadillas y presiones de “las autoridades” no cesan. La memoria quema y hay que apagarla como sea. Torremejía quizás sea el mejor exponente de esa política de obstrucción y persecución. Allí se produce la exhumación los días 16 y 17 de agosto: los restos mortales de 33 republicados fusilados en 1936 son trasladados al cementerio, a petición de los familiares. El día 17 más de mil personas acompañan el traslado y homenaje en el cementerio católico municipal, pero la sorpresa es que unos días después el alcalde, Benito Benítez Trinidad, jornalero y militante de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT) es denunciado por un concejal de UCD y, al mismo tiempo, por el Gobierno Civil de Badajoz. Le acusan de “malversación de caudal público”; el ayuntamiento, por acuerdo unánime, ha pagado diez jornales con cargo al empleo comunitario para ayudar a las familias en las tareas de exhumación y excavación de la nueva fosa. El juzgado, raudo en esta ocasión como un lince, fija las responsabilidades subsidiarias del alcalde en 50.000 pesetas, pero como Benito no dispone de esa cantidad ordena que le sea embargada una vaca, que es la única propiedad que detenta. Pero las familias y el pueblo se revuelven y son ellos quienes asumen colectivamente la sanción.
     El caso muestra la estrategia del poder político. Es el gobierno civil directamente el que interviene y su objetivo es diáfano: hay que disuadir por todos los medios a los promotores del movimiento, hay que evitar que se siga expandiendo por toda la región y el país. El embargo de la vaca forma parte de una pedagogía del abuso de poder, que puede parecer ridícula, pero que resulta muy eficaz. Pero la condena al alcalde de Torremejía, además de aviso para caminantes con principios, es al mismo tiempo un cortafuegos dirigido contra los nuevos ayuntamientos democráticos y su potencia de transformación. Dedíquense ustedes a arreglar las farolas y las calles y no se metan en política, parece señalar la estrambótica sentencia. Dedíquense a la gestión y olvídense de rupturas democráticas y antifascismo.
    En coherencia, otra de las medidas que adopta el poder es establecer requisitos más estrictos para lograr los permisos de exhumación de las fosas: “Las autoridades exigieron algo muy difícil de demostrar: que al menos un familiar de cada una de las personas que estaban enterradas respaldara la solicitud de traslado de los restos (…) el exceso de trabas hizo que algunos familiares, como en Siruela, decidieran trasladar los restos casi clandestinamente, antes de la llegada de los permisos” (Paloma Aguilar).
El desasosiego de la memoria histórica es el desasosiego de la transición. El poder lo tiene claro: obstáculos administrativos, represión política, silenciamiento mediático y “cultura del olvido”. Hay que clausurar el pasado. El 28 de noviembre de 1978, diez días antes del referéndum sobre la Constitución, pretende reunirse en Madrid el Tribunal Cívico Internacional contra los Crímenes del Franquismo, una iniciativa que pretende emular al Tribunal Russell. Esa noche son detenidas en el Hotel Convención las diecinueve personas que componen la junta promotora.

El triunfo del 23 de febrero: la suspensión de la memoria

    A pesar de los impedimentos y de la estrategia de ocultación, el movimiento se sigue propagando. Pero bajo la cada vez más atenta mirada de la ultraderecha: En Navas del Madroño el domingo de ramos de 1980 se exhuman los restos de 68 vecinos, fusilados en enero de 1938 tras ser acusados de formar parte del “complot de Máximo Calvo”, el jornalero y dirigente comunista extremeño. Los vecinos de Navas están enterrados en una fosa común en el cementerio parroquial de Cáceres. El periodista Alfredo Grimaldos cubre la noticia para Interviú y relata años después el ambiente de tensión de aquella fecha. “Cuando finalizó la exhumación, los restos de todos los fusilados se guardaron en cinco féretros, para trasladarlos hasta el pueblo. Al llegar la comitiva, los paisanos gritaban y lloraban, olvidándose del miedo que aún les tenía atenazados”. Grimaldos tuvo la idea poco feliz de acercarse a un bar frecuentado por los fascistas en Cáceres para preguntarles su opinión: “La barra estaba a la derecha y había un hueco en ella hacia la mitad del local, pero no me dio tiempo a llegar hasta allí. Nada más entrar, alguien me puso una pistola en la cabeza: -Vete de aquí, hijo de puta, ya sabemos quién eres. ¿Qué coño vienes a hacer?”.
     En Montijo será a finales de 1980 cuando comience la exhumación de las fosas comunes, que se encontraban en su mayoría en el espacio reservado al cementerio civil. “Quien nos informó de dónde estaban las fosas fue Alonso Ruíz, el Vaquero. Una tía suya murió por aquellas fechas y la fueron a enterrar por la caridad, en tierra. El enterrador, cavando, se encontró con la fosa común”. Quienes así lo recuerdan son Fernando Cruz, su hermano Rafa y Pedro Sánchez, trabajadores de la construcción y militantes comunistas que participaron activamente en aquella y en todas las batallas de la época por la dignidad.

“La guerra civil en Zafra no fue un acontecimiento bélico, sino una matanza”, escribió José María Lama en La amargura de la memoria. Y otro tanto, con igual rigor, podría decirse de Montijo y de tantos otros pueblos de Extremadura. En Montijo, tomado por la columna de la muerte el 13 de agosto de 1936, no se había producido ningún asesinato de personas de derechas. Por el contrario, como recordaba recientemente Chema Álvarez en un estremecedor artículo, la denominada Escuadra Negra asesinó a más de 120 personas de la localidad. “Dos jerarcas falangistas montijanos trajeron de Badajoz la orden de que había que fusilar al 1% de la población de Montijo para sembrar el terror”. La Escuadra Negra, una sección de la Falange, con sus brigadillas de ejecuciones, se encargaba de aplicar el pavoroso porcentaje. La localidad contaba por entonces con 11.100 habitantes. Aquella escabechina, “bendecida por la Iglesia, animada por el párroco y alentada por las autoridades ilegítimas del momento, alcaldía y guardia civil” adquirió tales proporciones que un terrateniente montijano les dijo: “vais a quedar el pueblo sin obreros para trabajar la tierra”.

Fernando, Rafa y Pedro rememoran al alimón aquellos meses. “Allí nos encontramos de todo. Dientes, relojes de cadena, peines de las mujeres contra las liendres, hebillas, las gafas de Santiago Cea… Y un día, empezaron a chorrear los “duros de amadeo”. Uno de los republicanos fusilados había escondido de los fascistas las cuatro monedas…”. Todo aquel material, que se guardaba en el ayuntamiento, desapareció misteriosamente a los pocos días. Y además del robo, proliferaron las amenazas, que pretendían evitar que se consumara la exhumación y el homenaje. Juan Carlos Molano, alcalde del PCE, recibió varios escritos anónimos, depositados en su casa, amenazándole con seguir la misma suerte si seguía empeñado en remover la historia. Bartolomé del Viejo y otros concejales recibieron advertencias del mismo tenor. Pero, pese a todas las intimidaciones, el 4 de enero de 1981, en un acto sencillo y emocionante, los restos son trasladados a un Panteón Colectivo, bajo una frase que resume con precisión el heroísmo de las víctimas: “Vivieron y murieron con dignidad entregados a sus ideales”.

El 8 de marzo, quince días después del golpe de estado de Tejero, Armada y demás bribones, es Villarta de los Montes quien entierra a sus muertos. La ignominia de los fusilamientos se había prolongado en Villarta hasta octubre de 1941. Fue entonces cuando mataron a Manolo Chaves, que había cometido el gran delito de ser hermano de uno de los guerrilleros de la sierra: “Quisieron hacer un escarmiento con él y dieron un bando obligando a todos los vecinos, sin la menor excusa ni pretexto, a presenciar su muerte. Todos vimos como con las manos atadas a la espalda uno de los caciques le ordenaba a gritos: -¡Echa a andar que te vas a Rusia!» (Eduardo de Guzmán). Cuarenta años después, una impresionante manifestación de duelo recorría los dos kilómetros que separan la fosa común del cementerio municipal, trasladando los restos humanos de 23 fusilados republicanos.

El golpe del 23 de febrero de 1981 lo cambió todo, también para el naciente movimiento de la memoria histórica. A pesar de la apariencia de fracaso, la intentona militar cumplía sus objetivos. La transición, tutelada desde los cuarteles ya en su origen, se cerraba sin tocar las columnas fundamentales del poder militar, policial, judicial o económico. La estafa se completaría en los años siguientes. Como le gusta decir a Julio Anguita “el poder del franquismo pasó la orilla del Jordán, se hizo demócrata, pero continúo mandando”. El ingreso en la OTAN –primero, no se olvide- y en el Mercado Común acababa por “normalizar” la situación: ya somos una democracia homologable a las europeas, nos repiten machaconamente. Pronto llegarán los tiempos felices del neoliberalismo y de la “beautiful people”. Y la memoria pasará a convertirse en un lastre del que hay que deshacerse.

Todo está latiendo en la memoria

Quiero minar la tierra hasta encontrarte

y besarte la noble cabellera

y desamordazarte y regresarte.

Miguel Hernández, Elegía a Ramón Sijé

    El impulso embrionario de la transición se ralentiza hasta prácticamente desaparecer. En 1985, en Plasencia, se lleva adelante la última de las exhumaciones del período y habrá que esperar casi dos décadas para que un nuevo movimiento recoja el testigo de la memoria histórica en Extremadura. Por toda España han ido surgiendo, durante esos años, colectivos e iniciativas similares, como el Foro por la Memoria, AGE o la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica. En octubre de 2000, tras la exhumación en Priaranza del Bierzo (León), se inicia “un segundo ciclo, mucho más mediático que el anterior y con un impacto social mucho mayor” (Paloma Aguilar). En Extremadura no será hasta el verano de 2003 cuando se vuelva a abrir una fosa común, en esta ocasión, una mina ubicada en la comarca de San Vicente de Alcántara-Alburquerque.

    El pueblo de Extremadura estuvo durante la transición en la vanguardia del movimiento de la memoria histórica en toda España. Junto a Navarra es en estas tierras donde se produce el proceso de exhumaciones más potente. Y, sin embargo, este hecho es desconocido para la inmensa mayoría de la población, dentro y fuera de la región. ¿Cómo se explica este olvido, cómo es posible que prácticamente nadie reivindique aquel movimiento popular?

Quizás tendríamos que buscar las respuestas en lo ocurrido en Extremadura y en España durante las últimas décadas. “Cuando la gente pudo por fin hablar y saber, se impuso desde arriba el gran pacto de silencio y olvido. La memoria de los vencidos no existía, no debía existir para que la transición siguiera su curso”, escribió Francisco Espinosa, el historiador que en mi opinión ha investigado de un modo más riguroso, tenaz y comprometido la represión franquista.

     El olvido necesita de la existencia y concurrencia de olvidadores y de olvidadizos. Al miedo inducido de la transición, y a la anomalía histórica de que en España la derecha no haya roto con el cordón umbilical del franquismo, se suma el olvido institucional. Cuando perdió las elecciones generales en 1996, el PSOE llevaba gobernando ininterrumpidamente 16 años en España y, en Extremadura, lleva gobernando desde 1983 con la sola excepción de la legislatura de Monago (2011-2015). El olvido se ha ido espesando y consolidando durante todo ese tiempo. En 1986, coincidiendo con el 50 aniversario del inicio de la guerra civil, “el gobierno socialista, con exquisita equidistancia, aprovechaba fechas tan simbólicas para recordar al mismo tiempo a los que lucharon por la democracia y a quienes acabaron con ella”, nos recuerda Espinosa. Y al año siguiente la Iglesia española y el Vaticano, en lugar de pedir perdón por su complicidad con la barbarie del fascismo –como le requerían muchos párrocos de Navarra- y mostrar su solidaridad con las decenas de miles de represaliados republicanos diseminados por las cunetas, comenzaba la beatificación de sus mártires. No hay que remover el pasado, nos dicen, pero a los suyos bien que los quieren santificar.

     El olvido requiere también de historiadores cortesanos, de “peritos en legitimación”. Santos Juliá, uno de los intelectuales orgánicos del poder, publicaba en El País el 21 de julio de 1996 un significativo artículo al que titulaba de un modo definitorio: Saturados de memoria. Pero el habitualmente sagaz Santos Juliá no se percató de que los tiempos estaban cambiando. La memoria resurgía de la mano de los nietos y biznietos de las víctimas. Y, al tiempo, en el PSOE se producía un giro radical en su política: ya había llegado el momento de “mirar atrás”. Rafael Chirbes lo expresó con valentía: “Gracias a una ágil pirueta, la nueva socialdemocracia no es heredera de su propia práctica (que incluye a Vera, Roldán, los Gal, las comisiones ilegales, el pelotazo y el desprecio a cualquier forma de memoria e izquierdismo), sino de la Segunda República y de la guerra civil”.

    A pesar de la apariencia, la reivindicación de la memoria histórica está muy lejos de haberse normalizado. Este año, coincidiendo con el 40 aniversario de las primeras exhumaciones en Casas de Don Pedro, la Asociación Cultural Estrébede, un colectivo de la localidad, y la Asociación Memorial del Campo de Concentración de Castuera (AMECADEC) han intentado infructuosamente que se realizara algún tipo de reconocimiento a las personas que protagonizaron aquella “acción prístina de memoria democrática”, entre ellas a Felisa Casatejada. Como explica Roberto Carlos Fernández, miembro de Estrébede, el acto no era posible realizarlo en Casas de Don Pedro, debido al miedo de los familiares: “Felisa aún tiene grabado a fuego no sólo la represión a sus hermanos, sino también las amenazas del tardofranquismo”. Lo sorprendente es que cuando AMECADEC propuso a la presidenta de la Asamblea de Extremadura realizar un pequeño acto de reconocimiento en el parlamento de Extremadura -acto al que Felisa y la familia sí daban el beneplácito- fue el PSOE quien se opuso a ello. Ayer no se podía hablar de la represión franquista y hoy se sigue sin poder hacerse sobre los crímenes y los miedos de la transición.

    Todo está guardado en la memoria, cantó León Gieco. Hace falta honrar a los luchadores republicanos y antifranquistas, desbordar los límites tramposos de la transición, reivindicar el 78 de los de abajo, impulsar la autonomía de los movimientos populares de la memoria. El huevo de la serpiente es una expresión que se popularizó en los años 80 para identificar el origen del fascismo. Provenía de una película de Ingmar Bergman. “Cualquiera puede ver el futuro, es como un huevo de serpiente. A través de la fina membrana se puede distinguir un reptil ya formado”. El neofascismo rampante de nuestros días nace y crece en el olvido.

Nota:

Este artículo quiere ser un homenaje a todas las personas que murieron luchando contra el fascismo y a todos los que lucharon en la transición por su memoria. Doy las gracias a todas las personas que han prestado su colaboración o testimonio, y, entre ellas, a Cecilia y Santiago Mijarra, Roberto Carlos Fernández y Jesús Sánchez, de Casas de Don Pedro; a Rafa y Fernando Cruz, Pedro Sánchez y Chema Álvarez, de Montijo; a Luis Valor, de Valle de la Serena; a Aureliano Ruíz, de Villarta de los Montes; y a Guillermo León, de AMECADEC. El escrito ha tomado como referencia fundamentalmente los artículos y libros de Paloma Aguilar, Guillermo León, Fernando Barrero, Laura Muñoz y Francisco Espinosa.
Fotografía: Santiago Mijarra




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